“La historia de los tres años que acabamos de atravesar, debería para siempre sepultarse en el olvido, con todas nuestras locuras, torpezas y desvaríos, si ella no envolviese la gloriosa campaña nacional que dio a los ejércitos aliados de todos los Estados de Centro América, la ocasión más propia, para hacer que el lustre de sus armas reflejase esplendente por todos los ángulos de la tierra . . . Consérvese sólo, de esos tres años, tanto honor, tanta generosidad en lo que ha cabido su parte a Nicaragua; bórrese todo lo demás, cuyo nombre y clasificación ignoramos; y procedamos a hablar de la época presente”.
Extracto del discurso de Gregorio Juárez y Rosalío Cortés, en la ceremonia de inauguración de la Asamblea Constituyente de Nicaragua, al terminar la guerra nacional contra William Walker y sus filibusteros, citado en Entre el Estado Conquistador y el Estado Nación, Andrés Pérez-Baltodano, IHNCA 2003.
Durante los eventos dolorosos de abril y mayo, las redes sociales, además de funcionar como registro activo del presente en vivo y en directo, también se han convertido en un flujo y reflujo del pasado, mostrando paralelismos entre la Nicaragua de finales de los setenta con la de 2018. Tantas similitudes nos llevan a una pregunta ¿Es posible que nuestra historia se repita?
Es muy conocido aquel aforismo que versa «un pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla» y ésta es precisamente una de las premisas abordadas por Andrés Pérez-Baltodano en «Entre el Estado Conquistador y el Estado Nación», una obra publicada quince años atrás, que guarda vigencia para estos tiempos.
Pérez-Baltodano identifica el uso de la cultura del olvido, como parte del pragmatismo resignado que atribuye a las clases dominantes nicaragüenses desde la época colonial. Según este autor, los grupos de poder han intervenido la memoria colectiva, como parte de una estrategia para disminuir la consciencia crítica y apropiarse de la narrativa nacional.
El discurso de Don Gregorio Juárez Rosalío Cortés en el discurso inaugural de la constituyente en 1857, es sólo un ejemplo de ese llamado al olvido, en aquella ocasión como bálsamo para curar las heridas de la guerra civil. Liberales y conservadores siempre llamaron a olvidar y sepultar las acciones de unos y otros conforme ocupaban la silla presidencial; lo mismo pasó en los noventa cuando todo recuerdo de la revolución en forma de políticas públicas y murales fue sistemáticamente borrado; y en los dos mil, con el regreso al poder de Daniel Ortega, con la destrucción de memoriales y obras públicas asociadas a los gobiernos anteriores.
La cultura del olvido parece haber permeado cada una de las capas de la sociedad, desde las esferas políticas que siempre han llamado al olvido de errores, crímenes y corrupción a su conveniencia, hasta el interior de las familias nicaragüenses en las que tantos hombres han pedido y pedirán a sus parejas, borrar la memoria de abusos y agresiones.
Bajo esta premisa, Nicaragua se ha convertido en un país que vive un eterno presente, con una reescritura permanente de la historia desde la óptica de los vencedores y grupos de poder, con personeros políticos reciclándose en sus cargos públicos, bajo la mirada de nuevas generaciones que desconocen sus acciones pasadas.
La cultura del olvido hace simbiosis con una sociedad de consumo con la obsolescencia programada, que empuja hacia el futuro a millenials y generación Z, mientras los mantiene entretenidos y saturados, con contenidos audiovisuales que reducen su arco atencional.
Hasta hace un mes atrás, los adultos de este país acusaban a estas generaciones de permanecer desconectadas de la realidad por estar conectados a la autopista digital; se les miraba como una generación globalizada que vivía de lo efímero, la farándula, la autocomplacencia y el narcisismo del selfie.
Hasta que…
A inicios de abril, un incendio –según testimonios comunitarios producto de una quema en una finca de colonos ilegales– devoró al menos cinco mil hectáreas de la reserva biosfera Indio Maíz. Durante los días que duró el incendio esa nueva generación salió a las calles exigiendo una respuesta efectiva de parte del gobierno. Las redes sociales entraron en ebullición registrando cada plantón, marcha y pronunciamiento, como una antesala a lo que serían las protestas por las reformas a la seguridad social que transmutarían, a raíz de la represión y las muertes, en un movimiento nacional que pide paz, democracia y justicia.
Las redes sociales que hasta antes de abril, funcionaban como un mar de imágenes, videos y palabras con mareas altas y bajas de contenido, de rápida viralización y memoria de corto plazo, se convirtieron en una bitácora viva de los eventos y una especie de reservorio caótico de evidencias.
La juventud salió a las calles llamando a no olvidar los nombres de los muertos, no olvidar la represión, los atropellos. La ciudadanía intervino espacios públicos de la ciudad capital, sembrando cruces de madera en la rotonda Jean Paul Genie, pegando carteles con los rostros de los caídos en la pared de La Salle proclamando sus nombres en cada marcha y plantón.
La interminable fila de personas en las afueras del hotel Inter Continental de Metrocentro, esperando ser recibidas por el equipo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que visitó Nicaragua, que resultó en más de tres mil denuncias, fue un verdadero ejercicio de memoria que contrastó con el aparato de olvido de la burocracia estatal.
Estudiantes piden recordar los muertos, feministas piden recordar que ellas nunca dejaron las calles, los campesinos piden recordar que siempre han sido reprimidos, y los pueblos indígenas piden recordar que han sido las víctimas de todas las guerras.
¿Estamos siendo testigos de una ruptura con la cultura del olvido?
En el pasado, los ejercicios de memoria han sido conducidos y orientados por grupos partidarios que buscaban cincelar el relato a su medida. Desde abril, la memoria habita el cuerpo analógico y digital de la ciudadanía que ha registrado los eventos en vivo, produciendo un cuerpo de evidencias desde miles de perspectivas, dinamitando la posibilidad de una narrativa única.
En palabras de Strejilevich «¿Quién puede describirlo mejor que el que de alguna manera lo vivió? Aunque la memoria no sea una copia calcada de lo que pasó, ¿quién mejor que el testigo puede intentar transmitir el eco, la huella de ese trauma? Ese tipo de verdad no se puede basar en documentos. Es una verdad que habla por los que desaparecieron, y hablar por ellos sólo lo puede hacer quien sobrevivió».
La suma del testimonio, más la foto, el video y el live de Facebook están cartografiando la realidad y sus eventos de una manera nunca antes vista en este territorio. El registro es tan frenético que lleva a la saturación y al letargo a quienes tratan de absorber en tiempo real el continuum, en una búsqueda incesante por captar una imagen integral del presente-pasado inmediato.
Es muy temprano para decir que se busca romper con la cultura del olvido, pero sí podemos notar ejercicios colectivos que apuntan en ese sentido, a la vez que se vive un exceso de información que transita hacia el exceso de memoria, ese que inmovilizó al Funes de Borges. De ahí la importancia de recordar las palabras de Sontag: «es más importante entender que recordar, aunque para entender sea preciso, también, recordar». Construir la memoria sin comprensión, llevar registro sin entendimiento, es un ejercicio igual de pernicioso que el del olvido.
Romper con la cultura del olvido pasa por el reconocimiento de que existen y existirán siempre muchas memorias, algunas de ellas en franca contraposición. Reconocer el conflicto de perspectivas y construir una memoria colectiva capaz de incluir a hombres, mujeres, niños, niñas, adolescentes, campesinos, campesinas, comunidad LGBTI, comunidades indígenas y afrodescendientes es el reto del futuro, porque al final como seres humanos y como sociedad, somos lo que recordamos.
Foto tomada de Niú. Carlos Herrera/Confidencial