«No hay hielo»

Por Ixchel Ayes

El pasado 24 de diciembre falleció mi padre de manera inesperada. Nada nos pudo haber preparado para una emergencia como la que vivimos con mi familia, y aunque a nivel personal esto ha sido desgarrador, esta historia no va de él. Va de la desolación y desesperanza que se vive al afrontar el sistema de salud público de nuestro país, tan herido y ultrajado.

Alrededor de las 4:00 a. m. de ese día, mi padre ingresó a la emergencia del Hospital Escuela en Tegucigalpa. Tanto mi padre como mi madre confiaban en la asistencia de emergencia pública; habiendo sido docentes de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras durante toda su vida laboral, siempre lo recomendaban por encima de cualquier sistema asistencial privado. Confiaban principalmente en que las personas formadas en la universidad pública por colegas con alta calidad profesional y pedagógica, y más cercanas a la realidad de las personas más vulneradas del país, son capaces de dar un trato humano y una atención básica certera.

No entendíamos nada cuando el doctor de guardia pidió que compráramos hielo en las casetas de afuera. Sí, hielo, agua en estado sólido. Algo tan básico en el siglo XXI que puede lograrse con una nevera en buen estado. No explicó para qué se necesitaba el hielo, y en medio de la emergencia, tampoco preguntamos, solo buscamos la forma de llevarlo. Lo vendían afuera, en unas casetas a tan solo 15 metros de la sala de emergencia; bolsas de agua potable que mantienen congeladas para la venta.

Con el hielo, el doctor le dio a mi mamá una muestra para el laboratorio y le dijo: «Es un examen (gases arteriales) que tarda 10 minutos. Espérelo y luego se viene». Pasaron 40 minutos antes de que mi mamá volviera, pero no había conseguido el examen porque no lograban calibrar la máquina en la que se hace. Para ese momento yo ya me encontraba adentro, luego de rogar para que me dejaran pasar, explicando que mi mamá también es una persona de la tercera edad y que requería de mi apoyo.

Mi mamá volvió al laboratorio a esperar por el examen. En la ventanilla del laboratorio había pegada una hoja de papel bond indicando que «NO HAY HIELO». En el escenario adecuado, el mismo laboratorio provee el hielo para el transporte de las muestras que requieren mantenerse en frío. 

Mientras tanto, otra doctora me dio un papel y me pidió ir a la caja a pagar 800 lempiras para una tomografía que debían hacer en cuanto pudieran estabilizar a mi papá. Aunque me explicó la ruta, no estaba familiarizada con el hospital, y caminé desorientada por media decena de pasillos; un laberinto que parece estar repleto de nada más que historias tristes. En el camino me preguntaba: ¿cuántas personas pueden en este país darse el lujo de pagar 800 lempiras en una emergencia? Yo, privilegiada, pagué sin más, pero ¿qué pasa si la persona no los puede pagar? En horario de oficina, el departamento de Trabajo Social es capaz de ayudar, pero no de madrugada.

Regresé y me preguntaron por mi mamá; seguía esperando en el laboratorio. El doctor aprovechó para consultarme antecedentes de mi padre y recordar cómo  lo había visto con bastón en los pasillos de la Facultad. 

Me pidió también conseguir dónde realizar un examen de laboratorio de troponina, necesario para confirmar o descartar algún evento cardiológico, ya que era uno de los posibles diagnósticos. Me explicó que en el hospital lo hacían, pero a partir de las 7:00 a. m. porque a esa hora entra el personal y que, para avanzar, necesitábamos hacerlo en un laboratorio que estuviera abierto por la madrugada en la emergencia de algún hospital privado. Mi hermana buscó opciones y, por recomendación del doctor, en cada una de ellas tuvimos que consultar qué tipo y color de tubo de ensayo exigían para ese examen. El motivo: suelen ser verdes y no hay de ese color de tubo de ensayo en el Hospital Escuela. 

Mi hermana tuvo que ir al laboratorio privado, comprar el tubo de ensayo, comprar más hielo también, llevarlo al hospital para que sacaran la muestra, y con esa muestra lista hicimos el examen. Minutos antes, a las 6:40 a. m., el doctor de guardia vio entrando a su jornada laboral al encargado del laboratorio, y este le confirmó que, aunque esperáramos ahí, no sería posible tener ese examen porque «no hay reactivos».

Mientras tanto, con el nuevo hielo enviaron otra muestra al laboratorio, donde mi mamá esperó 70 minutos para obtener un resultado (una hora más de lo previsto). Regresó contándome que durante esa espera estuvo junto a una señora que llegó desde Danlí, por una apendicitis de su esposo; en el Hospital Gabriela Alvarado no solo le dijeron que no podían realizar la operación por falta de personal de cirugía, sino que no podían darle el diagnóstico oficial porque debía darlo ese personal. 

Mi mamá, con su conocimiento como docente de medicina, me contó que eso puede ser diagnosticado por medicina general, aunque el procedimiento lo haga alguien con especialidad de cirugía. Mientras hablábamos de esto, sentada en la emergencia, vi pasar a doctoras indignadas porque no enviaban a una paciente a quirófano de manera inmediata: la explicación fue que no había oxígeno con el que pudieran trasladarla, aún dentro del hospital.

Antes de salir del hospital, pude ver cómo las personas que iban conociendo el caso de mi padre mostraron calidad humana y empatía, pero también explicaron con impotencia que, en caso de ser un evento cardíaco, mi padre requeriría procedimientos para los cuales el Hospital Escuela no está equipado, y seguramente tendríamos que trasladarlo al Instituto Hondureño de Seguridad Social, pero que para ser recibido ahí habría que conseguir que un cardiólogo trabajara en esa fecha, ya que esa especialidad no forma parte de las atenciones de emergencia. 

Fue hasta las 8:00 a. m. cuando tuvimos la confirmación en el laboratorio privado de que el diagnóstico de mi padre no tenía que ver con una falla en su corazón. Mi padre falleció horas después en el hospital donde se formó, donde (como contaba él mismo en cada cena navideña) pasó una víspera de Navidad de turno, cosiendo una oreja.

Mi papá dedicó su vida a la lucha gremial, tanto en el Colegio Médico de Honduras, como en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), donde como docente y Jefe del Departamento de Fisiología por muchos años, entregó no solo conocimiento, sino que lecciones sobre principios, derecho, historia y mucho más a decenas de generaciones. 

El diagnóstico de mi padre era muy complejo y no sabremos nunca si la historia hubiese sido diferente con la atención de otro sistema de salud. No podemos reprochar tampoco la atención brindada por el personal de salud, pero fue doloroso ver que se encuentran trabajando con las uñas.

El problema no es haber perdido físicamente a nuestro esposo, padre y abuelo, porque no podemos controlar lo que no está dentro de nuestras capacidades humanas; a la muerte solo podemos aceptarla. El problema es que esa madrugada me reveló una realidad que intuía, pero apenas conocía de fuera. Este es un fragmento de la realidad del sistema de salud público, que no le falló a mi papá, le falla a diario a cientos, miles y millones de personas en el país. 

Mi papá no merecía una atención diferente o especial; merecía todo lo que cada persona por su simple condición humana merece, atención de salud adecuada, donde se valore el trabajo de todo el personal médico y donde cuenten con las condiciones necesarias para dar lo mejor a toda persona. Y no hablo de condiciones mínimas; hablo de condiciones adecuadas que hagan posible una atención oportuna y pertinente para todo tipo de casos.

Él siempre postuló la necesidad de generar un sistema de salud basado en la prevención. El 14 de septiembre de 2022 escribió en su muro de Facebook:

«Un país se construye con transformaciones donde participa el pueblo, con un plan de salud que lleve a la formación de un Sistema Nacional de Salud donde existan médicos de familia en todas las comunidades y donde toda la población tenga acceso a servicios de la más alta calidad. ¡En Honduras no debería haber médicos desempleados! ¡Transformar no es cambiar nombres y colores! Continuará. (…)»

Tengo la certeza de que mi papá también hubiese denunciado esta situación. Hoy yo lo hago en este escrito, porque el nudo en la garganta no me permitiría hacerlo de otra manera. Nos duele la ausencia y nos desgarra el presente de este país.

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Sobre
Arquitecta social, interesada en la investigación y en procesos de producción y gestión comunitaria. Es feminista, escritora creativa y fotógrafa aficionada. Su trabajo de escritura ha sido reconocido en concursos de cuento y crónica nacionales para mujeres.
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1 comentario en “«No hay hielo»”

  1. José Santos Ardon Ordoñez

    Le recordaré por siempre.
    Donde me encontraba hacia sonar un grito que me llenaba de emoción. Sannnnnttoosssssss.
    Donde fuera hablábamos de todo y cualquier cosa resultaba muy interesante.
    Creo que para El y muchos hombres de bien, que son muy pocos, es mejor dejarlos ir tranquilos y serenos y abrazar las palabras de Mojica.
    El guerrero tiene derecho a descansar…..
    Hasta el cielo mi Maestro y Admirado Amigo.

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