Texto: Alexandra Kelly
Portada: Fernando Destephen
El 30 de mayo fue mi cumpleaños. Me sentía —y aún me siento— feliz de poder cumplir 30 años, de recibir el llamado de mi madre, agradeciendo por mi vida. Pero ese agradecimiento, más que alegría, denota alivio. En el año 2023, más de 300 mujeres fueron asesinadas en Honduras, y según el Observatorio de Seguridad de las Mujeres del Foro de Mujeres por la Vida, el 15 % de ellas fueron reportadas como desaparecidas antes de ser encontradas muertas.
Entonces mi alegría por cumplir años se empañó. Dejó de ser una alegría por las experiencias, los viajes, las personas, y se convirtió en la alegría de haber podido sobrevivir en un país donde la violencia contra la mujer es normalizada, invisibilizada e incluso aceptada.
A mis 30 años, siendo feminista, abogada y además parte de una organización de mujeres que transgreden este sistema patriarcal, resulta difícil poder saborear la vida al saber que hay madres que lloran a sus hijas, que les fueron arrebatadas cuando apenas cumplían 15 años, niñas llenas de sueños, de esperanzas.
Pienso en esas madres y padres, como el caso de Dayana Michell Cruz, desaparecida desde el 2018. Su padre, seis años después, continúa visitando la morgue de San Pedro Sula, confundido, sin saber ni siquiera si Dayana se encuentra entre los cuerpos recientemente exhumados de una fosa común clandestina, o si puede continuar con la esperanza que un día Dayana cruce la puerta de su casa para volver a su lado. Dayana es madre de una niña y también es una hija, una hermana, una amiga que salió de un hogar donde sigue presente en las mentes de sus seres queridos. Su padre, don José Luis Cruz, refleja la mirada confundida de cientos de familias que, al igual que él, se preguntan: ¿dónde están las desaparecidas? La mirada que desearía que ninguna madre, ningún padre tenga que experimentar.
En nuestro país no existe un protocolo claro que trate la desaparición; peor aún, el Estado perpetúa la revictimización, tanto hacia la víctima como a la familia afectada. Las madres son cuestionadas, las desaparecidas son señaladas, pero no son buscadas. La Policía Nacional y las autoridades asumen que las niñas y mujeres «se fueron con el novio», o que solo se quisieron ir y después van a regresar, cuando las alarmantes cifras de violencia hacia nosotras arrojan todo lo contrario. Según el Observatorio de Seguridad de las Mujeres, no solo nos desaparecen, sino que también nos violan, nos maltratan y nos asesinan, una realidad que confirman los datos de 102 mujeres asesinadas hasta el 30 de mayo del año 2024.
En Honduras a las mujeres nos desaparecen; el Estado calla, no hay respuestas, no hay justicia. Es ahí donde veo el valor de las organizaciones de mujeres, que son quienes acompañan, quienes toman a estas madres de las manos y sostienen sus espaldas, amplifican sus voces en la búsqueda de sus hijas.
He aprendido en estos 30 años al lado de otras mujeres, a las que ahora llamo mis compas, que, aunque el miedo nos invada y la zozobra camine a nuestro lado por las calles, también lo hacen las alegrías, las ganas de vivir y de querer cambiar este mundo.