Texto: Daniella Demiel
Portada: Canva
Amaneció con dolor en las encías. ¿Qué fecha es hoy?, se preguntó, mientras revisaba el calendario en su celular. Ah claro, estoy por menstruar, pensó. Odiaba el olor a hierro en la sangre. Más bien odiaba la sangre. La hacía sentir sucia. Odiaba herirse. Odiaba los raspones. Odiaba arrancarse los pellejos de las uñas. Y, aun así, Paula se las mordía a menudo, tenía ansiedad. Aunque no lo había confirmado clínicamente, bueno, eso no parecía importarle. No hacía falta que un médico se lo validara. Lo podía sentir abajo, en el estómago. Pero a ella le gustaba esa sensación. Ese rush que la encendía. Se había vuelto adicta.
Sí, era adicta a la sensación de ansiedad. La adrenalina la mantenía en pie todos los días. Esa costumbre de estar siempre en alerta, siempre a la espera de algo. Quizás por eso se le dificultaba dejar a su novio, aunque fuera un imbécil.
Su novio, el imbécil, llevaba con ella una relación como la de una garrapata con su perro huésped. Una parasitosis. Él se había adueñado de su apartamento, de su sueldo y hasta de su vida. Cuando recién Paula había logrado independizarse, él le propuso que sería buena idea irse a vivir juntos. «Pero, si estos meses has vivido con tus amigos y cuando te pedí mudarme a tu piso me dijiste que lo de nosotros era algo casual. No me parece justo» le había dicho Paula. «Bueno, pensé que querías formalizar, tomar nuestra relación en serio», le respondió su novio. Lo último no era tan cierto. Era una excusa piadosa para no contarle la verdad: lo habían sacado del piso que alquilaba por no seguir las reglas de aseo.
Paula accedió. Y él se mudó enseguida. «Solo traeré unas cuantas cosas, amor» le había dicho, «mientras consigo un mejor lugar cerca de mi trabajo». Nunca pasó. El novio de Paula comenzó poco a poco a inundar el apartamento con sus pertenencias. Empezó por la refrigeradora. La llenó de cervezas (la señora que le rentaba a Paula no lo permitía), y cosas que terminaban por expirar. Al inicio ella lo ignoraba, hasta que un día, luego del trabajo, se acordó de que tenía unos filetes importados en la nevera, y pensó en preparar una cena diferente. Una cena especial que los hiciera reconectar. Que los hiciera sentir enamorados de nuevo. Pero los filetes no estaban. Su novio se los había comido la noche anterior en una reunión con sus amigos, reunión a la que ella no había sido invitada.
Lo que encontró fueron menudos de gallina congelados. El corazón, las patas y la cabeza. «Este imbécil me va a volver loca», dijo en voz alta. Revisó las etiquetas. Se estaban descomponiendo. La cabeza del animal se había vuelto traslúcida. Paula se sobresaltó. Parecía que aún había vida en esos ojos, que la observaban detrás del color grisáceo que los envolvía. Sintió piedad, como si los restos del animal pidieran auxilio. Era mejor ser enterrado que invadido por un nudo de bacterias. Examinó toda la nevera. La mayoría de las carnes se estaban pudriendo. Culpó a Juan primero, por no limpiar nunca el refrigerador. Luego aceptó parte de responsabilidad. De todas formas, esa era su casa, o al menos eso creía. Se detuvo un momento a reflexionar. Quizás eso era lo que le había provocado tantos malestares los últimos días. Quizás había estado consumiendo animales muertos como si de un carroñero se tratara. Su corazón latía, estaba teniendo un ataque. Cómo era posible que no pudiera distinguir entre lo vivo y lo muerto. Entre la carne sana, roja y firme, y la carne viscosa e insalubre. No hay dónde perderse. Cuando los dientes muerden músculos sanos, se saborea aún la sangre del animal sacrificado. Y su olor se mezcla con las especias con las que se marina. Hasta esa misma sangre se vuelve apetitosa. En cambio, cuando se muerde carne podrida, no hay más remedio que enfermarse gravemente, y convertirse en eso: otro ser deteriorándose. Así se sentía, como una gallina pudriéndose. Sí, eso era. Una gallina. Por no dejarlo, por no echarlo a patadas de su casa, o por no aceptar el hecho de que la relación no daba para más. Sí, Juan tenía razón, era una gallina. Se lo decía todo el tiempo.
Su presión arterial aumentó. Tanto, que sintió su pulso en la boca, y hasta saboreó el órgano que tenía en las manos: el corazón de lo que una vez fue una gallina. No tenía idea de cómo deshacerse de eso sin vomitar. Pensó en enterrarlo en el jardín. No, el olor se impregnaría hasta en el último rincón. Revisó en el basurero. Lo encontró atascado de sobras y desechos. Trató de levantar la tapa, y cayó en su pie una gota de un líquido apestoso. Gritó de rabia.
Tenía ganas de darle a su novio, como se dice, una puteada. «No puedo creer que se te olvidó OTRA VEZ lo único que te pedí que hicieras», le escribió por mensaje. Juan, su novio (el imbécil), la dejó en visto. Paula lo llamó enseguida. No contestó.
«Ey, ahora no puedo, estoy ensayando con mi banda», le respondió al fin. Lo de la banda era otra tortura. Cuando lo despidieron del trabajo, Juan trató a toda costa de ocultárselo a Paula. Inventaba demasiadas excusas. Al principio ella fingía creerle, pero lo supo el mismo día, no era tonta. Luego lo consoló. Cada vez que sacaban el tema en alguna conversación era para terminar discutiendo.
«No pasa nada amor, podemos hacer comida y vender los fines de semana afuera del edificio», le decía Paula llorando. «Pero ya no me ocultés nada, te lo pido».
Y él le respondía sin perturbarse: «No estudié de gratis, Paula. No estudié tanto para terminar vendiendo hot dogs afuera de tu departamento». Ella se había acostumbrado a su frialdad, la toleraba. O él a ella. En la cotidianidad de su vida, los desprestigios de Juan no eran nada nuevo. Paula ni siquiera intentaba pelear. Sería como nadar a contracorriente.
«Mirá, con mis amigos vamos a hacer una banda». Juan lavaba los platos mientras ella trabajaba en su portátil. «¿Me podés prestar unas cien bolas? Te las devuelvo el otro mes». Él no la miraba.
«¿Para qué es la plata?» Paula seguía con sus ojos puestos en el ordenador.
«Ya te dije, para la banda. Quiero invertir para que aquellos vean que es en serio».
Era lo usual en él, querer impresionar a sus amigos. La fantasía de ser una groupie la emocionó un poco. «Cincuenta te puedo dar, en efectivo». Esto no era cierto. Paula tenía ahorros suficientes para prestarle lo que su novio le pedía. Pero sabía que Juan no era sensato con el dinero, ni con ella, ni con nada.
Juan se acercó a ella, bailándole. La tomó del rostro y le dio un beso en la frente. Paula, ingenua, lo dejó hacer, creyendo que podía volver esa chispa. Él la olfateó tiernamente, jugando. Le dejó una mordida en el cuello, seguida de un chupón, y nuevamente la besó. Pero era inevitable, Paula se mantuvo quieta como una presa. Enseguida lo supo: ya no sentía el mismo deseo al que se había aferrado.
LOS VERDHUGOS. Así se llamaba la banda. De hecho, se le ocurrió a Paula, porque los tres integrantes llevaban «Hugo» en su nombre. Aunque Juan realmente lo llevaba en su apellido.
«Qué nombre más estúpido», le dijo él, con sarcasmo.
«Sí, es un poco tonto, pero eso está de moda, ¿no?»
«Se nota que no sabés nada de música, cielo».
La condescendencia de Juan la aburría. No siempre fue así, al menos no en sus recuerdos. Aunque quizás, en el fondo él siempre había sido un snob. A Juan le gustaba fanfarronear frente a los amigos de Paula, diciendo que pertenecía a una banda súper underground de rock nacional no hegemónico en español alternativo indie pop electro progresivo, y unos cuantos adjetivos más. Los amigos de Paula también lo detestaban un poco.
Un día, en la oficina, Paula encendió una radio compacta que él le había regalado. Juan le había dicho que le tenía una sorpresa. Habían invitado a la banda a dar una entrevista en una emisora, en la sección «Artistas nacionales».
—Bienvenidos a su sección: Conoce a tu siguiente artista nacional favorito… El día de hoy nos acompañan los integrantes de LOS VERDHUGOS. ¿Cómo están, chicos? Cuéntennos más sobre ustedes…
Reconocía la voz de Juan. Distinguía la urgencia en él de pavonearse con ese tono grave fingido. Al inicio le parecía sexy, hasta que descubrió que su voz no era tan áspera. Aun así, se sintió orgullosa al escucharle. Era toda una sorpresa que él hubiera escogido su idea. Parecía tan romántico ser su musa. El locutor continuó:
—Y bueno, muchachos, les quiero preguntar: ¿A quién de ustedes se les ocurrió esta genialidad de nombre?
Los cuatro se rieron.
—De hecho, fue a Juan, el guitarrista— dijo el Hugo número 1, mientras Juan se hacía el muy ingenioso.
Paula se sintió ridícula. Apagó la radio de inmediato. Cerró las cortinas de la oficina, su cabeza estallaba de enojo, el sol le hacía mal. «Menos mal que muy estúpido» le texteó. Él no le respondió. Al llegar a su departamento, se encontró con Juan, tomando cerveza como quien dice «esta es mi casa», con un ruido contaminante y el par de Hugos riéndose, probando el sonido.
«¿Qué es todo este rollo?» le preguntó Paula, molesta. No, furiosa.
«Si no me hubieras ignorado todo el día lo sabrías», le dijo Juan. Sus amigos seguían tocando en la terraza.
«Vos sos el que me ignoraste, y además…» Paula se servía un vaso con agua para relajar sus nervios. «Sos un ladrón. No me diste créditos»
«Ay Paula, no seás infantil». Se acercó a ella tratando de acariciarla. «Era una historia muy difícil de contar…»
«Deciles que paren» le dijo, señalando a sus amigos. «Es tarde, Juan, no pueden estar tocando así de fuerte». Y sí, pararon. Pero solo por esa noche. Juan se había tomado la atribución de elegir el departamento de Paula como garaje de ensayos. Al inicio lo hacía a escondidas, cuando ella estaba en su jornada laboral. Luego un vecino se quejó con Paula, y ella lo confrontó. Llegaron al acuerdo que solo ensayarían una semana más, mientras se preparaban para tocar en el minifestival de bandas nacionales, el cual se llevaría a cabo en un bar retro en el centro de la capital.
Esa semana fue una pesadilla. Los amigos empezaron cenando ahí, sirviéndose en su vajilla y tomando de su comida. Tratando de escapar de ellos, Paula salía con sus amigas, regresaba tarde. En una de esas noches, los encontró deshechos en alcohol, y lo peor de todo, en su cama. Ella parecía ya no habitar los doce metros cuadrados de su departamento. Era solo un huésped. Juan había invadido todo de ella. Y sus amigos eran sus verdugos.
El dolor en las encías no cesaba. Era un peso que caía desde su cabeza hasta su mandíbula. Algo se descomponía dentro de Paula. Creyó, por un momento, que era uno de esos síntomas que se tienen cuando se anda ovulando. También creyó que podrían ser sus cordales. O alguna infección que no se había revisado. Incluso se llegó a imaginar que las mismas bacterias que habían descompuesto los restos de la gallina venían tras ella. De algo sí estaba segura: el dolor agudizaba su ansiedad. Un dolor que solo se siente cuando uno ya anda medio muerto. Llegado el día del show, un poco hasta la coronilla, decidió ir, aunque Juan no la había invitado oficialmente.
«No sé por qué te enojás», le decía con su tono paternal. «Pensé que era evidente que irías porque sos mi pareja. Pero si vas a ir»… Juan se había resignado. «Ponete algo lindo. Unos jeans o una chamarra de cuero… Algo que te haga ver sexy».
Paula se rio. Detestaba los jeans de cuero. Le apretaban los muslos y la hacían sudar en la entrepierna. Igual se los puso. Esperó a que Juan le hiciera un cumplido.
«Paula, cielo, deberías de empezar a entrenar conmigo» le dijo, mientras ella se pintaba los labios de rojo. «Quizás deberías de teñirte de negro o broncearte un poco, te sentaría bien con lo paliducha que te has puesto estos días», y le dio una nalgada.
Lo que llevaba era un disfraz. Se suponía que ser la novia del guitarrista de una banda debía ser divertido. En vez de salir con actitud de chica yeyé, Paula salió con una nueva inseguridad. No se fueron juntos. Juan se dio a la evasiva, diciéndole que la banda tenía que hacer una entrada «magistral». Él como guitarrista, Hugo 1 como vocalista y Hugo 2 en la batería.
Antes de salir se tomó dos pastillas para la migraña. Llevaba el estómago vacío, se había excedido. Después de darle vueltas al asunto, entre ir o no ir, Paula pidió un taxi dos horas más tarde, con la dirección del bar anotada en un papel. Se bajó unas cuadras antes, quería caminar. Estaba hambrienta. La noche era demasiado bella.
Caminaba torcida, arrastrándose. Los zapatos le habían hecho ampollas en los tobillos. Podía sentir la sangre secándose en su piel. Llegando al bar, ahí estaban. LOS VERDHUGOS iban por su tercer set. El penúltimo. Paula sentía el rugir de sus tripas, lo alivió con un poco de alcohol. Miraba a Juan. Él no la localizaba desde el escenario. Paula se perdía en lo oscuro. Sin embargo, ella sí que lo miraba bajo el reflector. Qué lindo que está, pensaba. Otra vez llegó a ella el sentimiento de orgullo. Al final siempre funcionaba, de alguna forma u otra. Se preguntaba si era por costumbre que ella estaba con él. Por costumbre aprendió a fumar, por ejemplo. Ella solía ser una moralista. Incluso daba sermones sobre los vicios a desconocidos. Hasta que lo conoció a él. Juan sí que era un fumador. Así que poco a poco su cuerpo se adaptó al olor, y hasta se dio cuenta de que le gustaba. Quizá era eso, su cuerpo se había adaptado.
Terminada la canción, tuvo el impulso de subir donde él estaba y darle un beso. Empezó a caminar entre la gente. Los empujaba con una fuerza bestial. Todo mejoraría, sí, estaba segura. Él saldría de la crisis de sus treinta y se comportaría mejor. Conseguiría un buen empleo. La presentaría con sus padres, la llevaría a citas propias. Le regalaría flores. Y quizás hasta le pediría que se casaran.
No le faltaba mucho para acercarse a él, cuando observó a una morena de pelo corto subirse a la tarima; llevaba un tatuaje hasta la espalda. Juan la abrazó y la besó enfrente del público, apretándole el hermoso y gran trasero (que Paula jamás tendría) envuelto en un jeans de cuero.
«Imbécil», le gritó. Era la primera vez que Paula lo maldecía en su cara. No pudo decir más porque el alcohol ya le estaba haciendo efecto en la sangre. Salió corriendo. Juan esperó un poco para salir detrás de ella, pero quedó atascado entre la gente. Se rindió y no la siguió más.
Paula se sacó los tacones. Le jodían demasiado los pies. Corrió lo que pudo hasta llegar a las afueras de una iglesia. Se sentó en una acera, mirándola de frente. El eco del bar la alcanzaba hasta ese lugar. El show de las bandas había terminado. Sonaba a lo lejos el mix bailable.
Escuchó un campanazo. La señal de que era ya medianoche. No muy lejos, entre las gárgolas que cubrían la fachada, se posó una aurora. Al menos eso creía haber visto, estaba pasada de vodka como para distinguirla. Sí, era una aurora. Al observar la imponente ave, tuvo en su corazón un presentimiento: Alguien estaba a punto de morir. Reconoció a lo lejos, el ritmo de una canción. En el bar habían puesto un dembow.
Ella quiere, mm-ah-mm, voy a darle, mm-ah-mm, pa’ que sienta, mm-ah-mm. Y de nuevo el mm-ah-mm. Paula no se contuvo. Soltó una carcajada torpe y embriagada. Casi malévola. Sabía que Juan la estaría pasando mal, era demasiado pretencioso como para bailar un reguetón frente a desconocidos. Lo imaginó a él tratando de seducir a su nueva presa. «Si estuviera muerto, se retorcería en su tumba», pensó. La música continuaba:
Ahora voy por tu pantalón pa poner mi sello, te miro, te voy a chupar como vampiro, siento tu suspiro que me llega como tiro, y me mata, me alborota, me remata…
Paula susurraba la canción, o eso intentaba. Se dejó llevar y trató de seguirle el paso al ritmo. Se sentía feliz. Irónicamente desintoxicada. El hambre que tenía era voraz. Sacó un cigarro y se lo puso entre los dientes. Buscó el encendedor en su bolsillo. Su paladar se llenó de un sabor oxidado.
El cigarro tenía sangre. Estoy tan inhibida que me mordí la lengua, pensó. Pero no se la había mordido. Por instinto, metió su dedo índice en la boca para revisarse. Comenzó por debajo de la lengua y luego arriba, en su maxilar. Buscó entre sus encías superiores… Ahí estaban. Los sintió como dagas enterradas en su piel. Le habían nacido, de extremo a extremo, un par de enormes colmillos.