Texto: Patricia Toledo
Portada: Persy Cabrera
El abuso, según algunos autores, se define en general como un comportamiento que inflige daño o sufrimiento a otra persona. Finkelhor lo definió como «cualquier comportamiento que intente controlar o dominar a otra persona, o que la haga sentir avergonzada, culpable o humillada». Escobar Gil lo describió como «cualquier acto que priva a una persona de sus derechos básicos o que la coloca en una situación de riesgo». Schechter y Roberge lo explicaron como «una serie de comportamientos que infligen daño físico o psicológico a otra persona, o que la ponen en riesgo de sufrirlo». La Organización Mundial de la Salud (OMS) conceptualizó entre sus temas permanentes, el abuso como «el uso intencional de la fuerza o el poder físico, real o amenazante, contra uno mismo, otra persona o un grupo, que cause o tenga probabilidades de causar lesiones, muerte, daño psicológico, desarrollo o privación».
El abuso sucede y se sostiene en el tiempo y diferentes lugares, con una cadena de eventos intrapersonales, interpersonales e institucionales, y por ello es con una cadena de eventos como se acaba con el abuso.
Hay varios tipos de abuso, de los cuales el físico, el emocional y el sexual son los más conocidos y referidos.
En América Latina hay varias investigadoras estudiosas del abuso; por mencionar algunas, están las doctoras Marcela Lagarde, Rita Segato, Elizabeth Lira, Ana Carcedo, Sonia Fleury y Claudia García Moreno, entre muchas más. También encontramos abundante ficción escrita por mujeres que abordan el tema, escritoras que hacen un abordaje periodístico y tenemos, del mundo entero, testimonios de sobrevivientes.
Por ejemplo, Belén López Peiró, en su libro Por qué volvías cada verano (2018, Las Afueras), relató los abusos que sufrió por parte de su tío durante su adolescencia. Maya Angelou, en su autobiografía Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado (1969, Random House), habló sobre el abuso sexual que sufrió cuando era niña por parte de un familiar. Martha Suria —un seudónimo que usó por seguridad— narró en su libro Ella soy yo (2019, Círculo de Tiza) su experiencia de abuso intrafamiliar.
Hay algunas características que se presentan en casos de abusos. Pero aquí solo hablaré de una de ellas. Esta característica es la desigualdad en las relaciones de poder, asimilada esta desigualdad de manera consciente o inconsciente entre la persona abusada y la persona abusadora. Ya que las relaciones de poder son todas estas interacciones que se regulan por normas sociales, ese poder puede ser explícito o tácito.
Vivimos relaciones de poder en la familia, la iglesia, la escuela, el trabajo, el Estado, las amistades y, en fin, en todo espacio donde haya relaciones interpersonales. Sucede incluso cuando interactuamos con animales, y es que el poder en los relacionamientos de todo tipo tiene fines disciplinarios o coercitivos.
Como decía Foucault, las relaciones de poder están definidas por «un modo de acción que no actúa directa e inmediatamente sobre los otros, sino que actúa sobre su propia acción».
Así, una persona que fue educada en la fe cristiana responderá, por ejemplo, al miedo al castigo eterno ante una situación, y por ende, sus acciones serán coherentes con ese miedo. Aunque el castigo en este caso vendría de un poder superior, también habría toda una comunidad religiosa dispuesta a disciplinar a una persona de su congregación para prevenir que cometa faltas o exigir arrepentimiento en caso de haberlas cometido. Aquí la relación de poder no está dominada por Dios solamente, sino por una Iglesia que recuerda constantemente, mediante normas y preceptos, que el miedo al castigo es necesario para vivir una vida que no lleve al castigo, sino a la salvación de ese castigo.
De la misma manera, como nos enseña Rita Segato, un violador y un agresor, al violentar a una mujer, están respondiendo a su mandato de masculinidad. Este mandato es disciplinador y exige, entre otros preceptos, «poner a las mujeres en su lugar» disciplinarlas si no están obedeciendo al referido mandato. Tanto la masculinidad como la feminidad son construcciones sociales; sin embargo, la masculinidad hegemónica no ha cambiado casi nada en miles de años.
Las maneras de ser y estar como mujer sí han cambiado a lo largo de los siglos, como resultado de las luchas ante las opresiones del mandato de masculinidad, ejercido y defendido mayoritariamente por hombres, pero también por mujeres que prefieren no resistir, y así reducir el riesgo de los castigos interpersonales, sociales e institucionales que llegan a quienes exigen justicia ante la desigualdad de poder.
La masculinidad férrea, ilimitada y privilegiada, exige de las mujeres, la niñez y las disidencias sexuales una obediencia basada en la idea de la superioridad masculina, idea sustentada en las religiones de libro, como el cristianismo, judaísmo y musulmana. La historia de la dominación, escrita en su mayoría por hombres y este conjunto de constructos sociales que hacen de la masculinidad una posición de privilegio, de estatus y de pertenencia, difícil de ceder y más difícil de escudriñar, se ha naturalizado. Es decir, se considera a la masculinidad hegemónica el modelo de humanidad inherente a los hombres, en especial los hombres blancos o ideológicamente blanqueados. De este modo, impuesto, aprendido e interiorizado así, en mayor o menor medida los hombres se sienten comprometidos a cumplir con este mandato: «porque así es y así ha sido», para evitar castigos y gozar de privilegios, sean reales o imaginarios.
El adultocentrismo es otra relación de poder que predomina en los imaginarios sociales incluso si pensamos racionalmente que no. La adultez se ve como una suerte de premio al que se accede tras sobrevivir la niñez. Nunca mejor dicho, la niñez se sobrevive.
La mayoría de los abusos de todo tipo que puede experimentar un ser humano se suceden en la niñez. Según un informe de 2021 del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), un 63 % de las personas menores de 14 años han sufrido abusos físicos y psicológicos como parte de su formación. Y sobre los abusos sexuales durante la niñez, la organización Save the Children estimó en 2023 que en ocho de cada 10 casos, el agresor es una persona del entorno familiar.
Entonces se puede concluir que la agresión sexual en niñas, niños y niñes es en su mayoría perpetrada por una persona que tiene una relación de poder establecida por el parentesco, la convivencia, la crianza, la edad, la economía y la credibilidad social sobre la persona a la que agrede.
En este orden, es de hacer notar que a las mujeres de todas las edades se las «infantiliza» en función de ejercer control, dominio y abusos de todo tipo sobre ellas, con el mismo poder que se ejercería sobre personas menores de 18 años.
La impunidad es vista por varios autores como un síntoma de ausencia del Estado. Aunque vista como relación de poder, requiere de dos partes: la dominadora y la dominada. La impunidad requiere de una institucionalidad que exceptúa de condena a quien o quienes han cometido un delito. Estas excepciones están a la orden del día donde hay sistemas políticos sucios y sistemas legislativos y judiciales débiles. Pero aún más donde se cree social y moralmente que los poderes económico, político y religioso son una amalgama infranqueable, omnipresente y omnipotente. Esa creencia no es fortuita ni espontánea, es resultado de la memoria social y colectiva, de experiencias personales con estos poderes y su comportamiento dominador, excluyente y aleccionador.
Agreguemos a todo esto las personas que por práctica, privilegios, vínculos y accesos pueden y tienen a su disposición a la institucionalidad. Esa amalgama de personas, figuras, entendimientos y colusiones son la parte dominadora de la relación.
Por lógica, podemos deducir que la parte dominada son las personas, figuras y entendimientos que por vulneración sistemática se convierten en víctimas, personas de quienes se saca provecho de todo tipo, sobre todo para aleccionar y dejar claro quién o quiénes mandan, en un contexto de país, en una familia, en un grupo de allegados y demás.
El racismo, visto como una relación de poder, ha marcado de manera profunda la vida y la muerte de cientos de miles de personas y la historia de la humanidad. La raza surge como un invento de dominación que justifica todavía todas las acciones invasivas, colonizadoras, extractivistas, territoriales, comerciales y bélicas de los países del norte hacia los países del sur global. No es cualquier invento, ni se pueden ver sus alcances en todos los documentos de investigación y testimonios con que contamos alrededor del mundo.
El racismo, padre del clasismo y la aporofobia, causa estragos en el planeta con consecuencias como el cambio climático, los genocidios históricos y los presentes, como el del pueblo palestino y el pueblo congolés; así como toda la regulación y condicionamiento migratorio en el mundo, por mencionar algunos efectos globales.
Se suman los efectos individuales y comunitarios, con dignidades deslegitimadas por la adhesión a un comportamiento y pensamiento blanco, o blanqueado por la fuerza de la costumbre y hasta la memoria celular, como ya nos dejan inferir las neurociencias.
La relación desigual de poder o abuso de poder dicta quién vive y quién muere, es la que establece que una persona sea incluida y reconocida dentro de una sociedad; inclusión y reconocimiento que también es de vida o muerte.
Tal vez, y solo tal vez, podamos entrever por qué a una víctima le cuesta tanto trabajo reconocerse como tal y señalar con firmeza a su agresor, y cómo al vulnerarse es en muchas ocasiones revictimizada, ridiculizada, reducida, por atreverse a levantar la voz contra el status quo, con consecuencias que pueden ser letales.
Las relaciones de poder se discuten poco, y menos se analizan, se debaten, se visibilizan. Es la estrategia que han usado quienes tienen poder y lo usan con alevosía para pasar desapercibidos y evadir sus responsabilidades.
Por eso las víctimas, las niñas violadas, las mujeres golpeadas, los hombres racializados humillados, las personas diversas patologizadas son las responsables, las culpables, siempre, ante procuradores de justicia y ante la justicia social de recibir violencias de todo tipo.
No quiero cerrar sin esperanza, porque sí, la esperanza puede ser un demonio escondido en una caja cuando no hay conciencia ni interés por salir de las zonas de confort, cuando no queremos ver más allá de lo preestablecido o no tenemos acceso suficiente a la información, al debate o al conocimiento.
Por eso hago una invitación para convertir la esperanza en un camino por el que transitemos, llamo a quienes tienen los privilegios de la libertad y el conocimiento para que compartan su pensamiento, sus esclarecimientos, su poder. Menciono privilegios y ya no derechos humanos, pues que estos estén escritos y dictados en y sobre un mundo que constantemente nos pone en contra para beneficio de muy pocos, no significa que los derechos humanos y el bienestar común son un hecho alcanzable y no mera ilusión todavía.
Por el poder de pensar, actuemos en la medida de nuestras posibilidades y capacidades, contra el abuso de poder.