Texto: Daniel Fonseca
Fotografía: Jorge Cabrera
Archivo Honduras Cuir
Las mujeres de la fotografía no sonríen a la cámara.
En la imagen capturada hace treinta años, cuatro trabajadoras sexuales esperan clientes en la banca de un parque de Comayagüela, bajo un árbol. De izquierda a derecha posan Gaby Spanik, Bessy Ferrera, Abigaíl Galindo y Michelle: cuatro figuras importantes del movimiento trans en Honduras. La noche es densa, sus miradas penetrantes.
Flash. Un relámpago cercena la noche y, de repente, son inmortales.
En unos años, a dos de ellas las van a matar.
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Cuelgan de la pared, se apilan en álbumes, reposan en retrateras. Al principio eran nada más la colección personal de fotografías que guardaba Abigaíl Galindo, quien fotografió por 35 años a sus compañeras solo como un pasatiempo. Ahora Abigaíl tiene 52, dejó el trabajo sexual hace 20 y sus imágenes son parte de la memoria colectiva de las personas LGTBIQ+ de Honduras.
Se digitalizan para Instagram, se imprimen tamaño póster, miles de personas las han visto. De aquella Abigaíl que recorrió las calles de la capital de Honduras con tacones, lentejuelas y furia queda una figura delgada, casi tímida, que avanza despacio en su silla de ruedas, con una pierna menos, y que todavía se sorprende cuando encuentra a cientos de personas, reunidas a su alrededor, escuchándola.
Durante la mayor parte de su vida, la fotografía no fue más que un pasatiempo aficionado para ella. No esperaba, ni hubiera soñado, que sus fotos iban a ser parte de exposiciones ni que iba a guiar recorridos por los fragmentos de su memoria. Su intención era atrapar momentos en una película de 60 milímetros, recordar junto a sus amigas las fiestas, los amores y las noches, una vez fueran ancianas.
—Siempre me gustó eso de andar tomando fotografías en todos lados —dice— . Andaba con un rollo de 36 películas. Cuando íbamos a algún evento o salíamos, lo primero que agarraba era la cámara, lista para tomar las fotografías a mis compañeras, a mis amigas.
En junio de 2022 Abigaíl conoció a un fotógrafo llamado Dany Barrientos. Él le habló de «memoria histórica» y de un proyecto para «reconstruir y deconstruir» la historia de personas como ella: el Archivo Honduras Cuir, una iniciativa que buscaba, a través de cualquier pedazo de papel que encontraran, evidenciar que las personas LGTBIQ+ existieron y existen. Abigaíl, con sus fotos y con sus historias, iba también a convertirse en una pieza crucial de la memoria viva de las que quedaban y de las que ya no están.
—Tomaba tantas fotos para tener mis recuerdos —dice—. Las fotografías son muy importantes porque son la historia reflejada en un papel. Si nosotros tenemos memoria y nos acordamos de todo, lo podemos explicar, pero sin una fotografía… Ninguna historia se puede contar sin tener una prueba, ¿verdad?
Pero las historias tras las imágenes de Abigaíl también revelan lo que diversas organizaciones LGTBIQ+ en Honduras han denominado un «transgenocidio», del que ella es una sobreviviente. El resto de sus amigas, como las que posan en la foto del parque, tuvieron destinos parecidos a estos: una noche dos hombres se subieron a un carro de vidrios oscuros y condujeron por la ciudad con la muerte en la mano. Bessy fue asesinada a balazos. Su cuerpo quedó tendido sobre la acera en la que trabajaba.
Un día un cliente le dijo a Michelle: te llevo conmigo a Guatemala, y ella dijo: me voy a Guatemala con el cliente. Lo que pasó en medio no se sabe, lo que se sabe es que pudieron identificar lo que quedó de Michelle por sus tatuajes. A Abigaíl le da un escalofrío cuando recuerda.
—De ahí solo dos estamos vivas, la Campero (Gaby Spanik) que está en Alemania y yo, que estoy acá.
Acá: Honduras. Según la organización internacional TransRespect, en este pedacito de tierra entre el Caribe y el Pacífico se mata a más personas trans por millón de habitantes que en ningún otro lugar del mundo; de esta violencia, las trabajadoras sexuales se han llevado la mayor parte. Diferentes organizaciones se han dedicado a registrar los ataques, las armas homicidas, las resoluciones judiciales y todo lo que haga falta para explicar la complejidad de toda esa muerte, pero la conclusión es que en Honduras las mujeres trans, con un promedio de vida de 35 años, no llegan a viejas.
— Yo siempre les digo a las chicas: «Tomémonos una foto, porque no sabemos si es la última».
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A Dany Barrientos, el fundador del Archivo Honduras Cuir, le preguntan qué es lo que ve cuando mira las 700 fotos de Abigaíl Galindo; él responde sin dudar.
—La genealogía de la comunidad.
Dany Barrientos estudió arte contemporáneo en La Fototeca de Guatemala y tiene una trayectoria en fotografía documental y editorial. Se inspiró en los proyectos de otros países, como el Archivo de Memoria Trans en Argentina, para contar «la otra historia»: la memoria de la población LGTBIQ+.
En los primeros meses de vida de su proyecto, escuchó de una extrabajadora sexual trans que había registrado gran parte de la década de los 80 y 90. No muchos años después de la última dictadura militar en Honduras, cuando las noches eran más largas, la policía controlaba las calles y se fundaron los primeros colectivos LGTBIQ+ en el país.
Abigaíl dice que el Archivo le salvó la vida. Tras un accidente con agua hirviendo, quedó con serias quemaduras en su pie izquierdo y, por las complicaciones de su diabetes, perdió la pierna por debajo de la rodilla. La muerte, de la que se había escapado tantas veces, venía por ella, así que se sentó a esperarla. Lo único que iba a dejar eran sus fotos, y ahí estaba alguien que prometía cuidarlas.
— Tras el accidente, antes de la amputación, ella veía venir que algo malo le iba a pasar, y creo que ese fue uno de los motivos por los cuales me prestó las fotos —dice Dany.
Las fotos eran lo que estaba buscando.
El Archivo, que almacena todos los documentos relacionados con la población diversa en Honduras entre 1934 y 2015, no tiene un espacio físico. Al comienzo del proyecto, las fotografías y documentos que se habían recuperado se digitalizaban y subían a Instagram, con información de contexto: escenas de la cotidianidad, fiestas, cartas de amor, recortes de periódico, etc.
Cientos de personas de la comunidad LGTBIQ+ de Honduras empezaron, por primera vez, a ver su historia reflejada. Meses después de inaugurada la cuenta de Instagram, comenzaron diversos conversatorios en vivo donde se narraba la historia detrás de cada foto y las vidas detrás de cada nombre.
Grecia O’hara, activista trans y defensora de los derechos de la población LGTBIQ+, resalta la importancia del Archivo Honduras Cuir para la comunidad diversa del país. Permite recordar las vidas, las luchas y el trabajo que las generaciones pasadas hicieron para avanzar en el reconocimiento y respeto a los derechos humanos en Honduras, dice. Pero, además, señala que el proyecto ayuda a construir una identidad LGTBIQ+ nacional.
—Siempre que aquí pensamos en derechos LGTB estamos consumiendo lo internacional: lo de Estados Unidos, lo mexicano, lo del sur del continente —dice Grecia—. Aquí también tenemos una historia propia. Pongamos personas hondureñas, nuestras personas a quienes reconocemos como líderes para que, como comunidad, podamos sentirnos identificados con nuestra propia gente y con nuestro propio contexto.
Es por esa construcción de la identidad LGTBIQ+ hondureña que Dany Barrientos destaca el trabajo fotográfico de Abigaíl Galindo. Su colección de fotos, dice, revela una fluidez en la mirada, soltura con el uso de la cámara y una pulsión por retratar las cosas que amaba y que componían su mundo.
— Me gusta cómo se yuxtapone la mirada que tenían los grandes consorcios de periodistas como La Tribuna o El Heraldo, que también la retrataron. Y la forma en que ella se mira a sí misma —dice Dany, quien explica que muchas de las fotos más íntimas, como las que hizo a su familia o amantes, no son parte del Archivo Honduras Cuir, pero representan una parte del cuerpo fotográfico que, quizá, permiten entender mejor la figura de Abigaíl Galindo más allá de su papel como representante de la población LGTBIQ+, activista trans, showgirl o trabajadora sexual.
—Últimamente tengo mucho afecto por un tramo de los archivos de Abigaíl que son fotos de su familia. En esas imágenes que hay una nostalgia, una melancolía muy linda, no puedo evitar preguntarme qué de la identidad de Abigaíl se contrapone a la identidad de su mamá como un peso en contra, como una rebeldía, y qué de la persona que fue su madre ella tomó para sí.
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La casa de Abigaíl, en un barrio antiguo de Tegucigalpa, es un museo, una tienda de souvenirs y un derrumbe. De las paredes húmedas cuelgan cuadros desteñidos y cientos de artesanías. Flores de papel, de plástico y de goma. Un atrapasueños con plumas de colores y un retrato de su madre. Sobre las repisas hay fotos de su familia, velas aromáticas que nunca han sido usadas y velas de parafina a medio consumir. Hay figuritas de porcelana y un montón de águilas, símbolo del Motagua, el equipo de fútbol del que es aficionada. A la par, colocada con mucho mimo está su compañera: una Canon Sure Shot 38-60 mm.
Abigaíl creció con cinco hermanos mayores y un hermano menor. Es hija de José del Carmen Galindo, un soldado de la Fuerza Aérea, y de Eva Soto, una costurera a quien Abigaíl le dedicó una parte considerable de su obra. Los retratos de la madre hechos por la menor de sus hijas destacan la naturalidad de la vida del hogar, en contraste con el resto de su obra, donde el artificio y el exceso son el encanto.
—Me paraba en un lugar y mi mamá estaba distraída, y yo le decía «¡mami!», y ella volteaba a ver y flash, le tomaba la foto. Distraída la agarraba. Me gustó porque se las tomaba así, sin posar.
Eva era una mujer chapada a la antigua: seria, hogareña, bajo el yugo militar de su marido y soñadora. Había llegado hasta el sexto grado e intentó seguir estudiando, pero un día, su marido le prendió fuego a los cuadernos.
La personalidad y las vivencias de su madre, más los años trabajando en las calles de Comayagüela —la ciudad hermana de Tegucigalpa, precarizada y con altos índices de violencia— moldearon a Abigaíl, de una niña retraída y hasta pasmada, en una mujer rebelde, volcánica y con un sentido del humor ácido.
—Al principio ellos no me aceptaban… como siempre ¿verdad? —dice—. En todas las familias siempre les cae como un balde de agua fría. Yo digo que muchas veces no es que no nos quieren nuestros padres… lo que quieren evitar es el rechazo de la sociedad hacia nosotros. Me acuerdo de que mi papá una vez me dijo «prefiero tener un ladrón, un asesino o un marihuanero que tener un maricón en la casa».
Su padre no se enteró por varios años y su madre, quien descubrió la identidad de su hija por un chisme, hizo lo posible por ocultarlo. Fue en vano. A los 16 años Abigaíl se escabullía de su casa mochila al hombro, con un vestido y tacones ocultos y se reunía con sus amigas, varios años mayores, quienes ejercían el trabajo sexual.
—La primera vez solo salí a ver cómo era la cosa, acompañar a las chicas en la calle, a conocer el ambiente. Nos íbamos para los chupaderos. Siempre he sido alta; entonces nos maquillábamos como con un poquito de edad más y nos dejaban entrar. Después las cipotas me regalaron una peluca y yo me miraba al espejo y me sentía bien. Sentía que esa era yo y no la que estaba en la casa.
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Tres círculos de luz, flashes de cámaras o luces reflectoras, rebotan en un espejo detrás de ella. En la foto de principios de los 90 está parada sobre el escenario con un bikini azul y negro y un tocado de plumas en la cabeza. Se balancea sobre un tubo, sonriente. Detrás de ella, bien oculto entre las sombras, un guardia de seguridad vigila, cruzado de brazos y con expresión de te rompo la cara: su trabajo era evitar que clientes borrachos tocaran a Abigaíl en sus noches de espectáculo. La imagen decora su habitación, acompañada de los recuerdos de sus mejores años.
—Ese de ahí estaba enamoradísimo de mis huesos —relata—, pero yo ni en cuenta. «No podemos tener una relación amorosa aquí», le decía yo. Hubiera sido peligroso.
No es que el peligro faltara alguna vez, pero tampoco le faltó el amor. Uno de sus álbumes está dedicado exclusivamente a sus 23 maridos que sobreviven congelados en el tiempo, con la mirada turbia de lujuria. Se recuestan despreocupados y desnudos, sonriendo a la cámara, indefensos. 22 de ellos están muertos.
Las fotos de sus noches de espectáculo son todas una leyenda. Durante años Abigaíl dominó los bares y discos «de ambiente» en Comayagüela y Tegucigalpa, donde se convertía por unos minutos en Selena o Thalía a cambio de comida y todo lo que se pudiera beber. A pesar de tratarse de una adolescente trans de 16 años, ya era una estrella nocturna. Ganaba más con sus clientes en la calle, pero su pasión era el escenario.
En una de sus colecciones fotográficas dedicada a esa época se le ve en fiestas y espectáculos, recorriendo pasarelas en desfiles de belleza, desfilando por las calles en un traje de palillona o en uno de plumas durante uno de sus shows.
—No voy a decir que todo fue oscuro, gris y negro. También ha habido momentos bonitos.
En esos momentos, dispersos en el tiempo inamovible de la pequeña caja azul donde guarda sus fotos, aparece alguien sonriendo. Un disfraz de Halloween. Ropa militar. Un hombre desnudo. El rostro de su madre. Globos de colores. Un cigarro encendido. Un corsé. Un perrito de bolso. Un amante. Una reina de belleza con su tiara. Una mujer vestida de hombre. Un bautizo católico. Dos hombres dándose un beso. Una peluca imposiblemente rubia. Un almohadón con forma de corazón. El rostro de su madre. Un bebé regordete y rosado. Un muslo con un tatuaje de corazón. Una bandera arcoíris. Un par de pechos. Una camisa que dice «El de al lado es gay». Seis mujeres vestidas de hombre. Un poster de Pamela Anderson desnuda. Un desfile de palillonas. Un sostén de leopardo. Una persona bailando. Una persona que murió de sida. Una persona a la que mataron. Una persona que huyó del país. Alguien que se ríe. Otro amante. El rostro de su madre.
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No hay fotos de los clientes.
Abigaíl cuenta que empezó a ejercer el trabajo sexual a los 17 años. En trece años le había ofrecido el servicio a todo tipo de hombres. Profesionales, diplomáticos, políticos… Querían verla bailar mientras se masturbaban, hablar de sus problemas sin ser juzgados, acostarse con alguien del mismo sexo. También estaban los que llegaban con peticiones que, tantos años después, le siguen asqueando.
Y estaban los policías, los militares.
Encontrárselos podía significar una buena paga o pasar la noche en un calabozo. A finales de los 90, cuenta Abigaíl, la alcaldesa de Tegucigalpa, Vilma Castellanos, ordenó que sacaran a las trabajadoras sexuales de la zona del Hotel Honduras Maya, el más elegante de la época y donde los clientes pagaban más. En este tiempo la arrestaron 25 veces, acusada de escándalo en vía pública.
—Nosotras andábamos como venadas corriendo para arriba y para abajo porque no nos dejaban trabajar —dice—; a cada rato llegaban las patrullas. Una vez me llevaron a la posta de la Ulloa en una paila civil. A mí y a otras ocho. Los policías también andaban de civil, pero armados hasta los dientes. Nos subieron a la fuerza, nos secuestraron. Nos llevaron por Ciudad del Ángel. Era de tierra todo eso. Estaba oscuro, oscuro, y nos dijeron: «Aquí vamos a matar a todos estos culeros» —la voz de Abigaíl se estrecha hasta ser un solo hilo, monocorde, por el que las palabras se deslizan entre los dientes—. Nos abrazamos todas —sigue—, empezamos a llorar y a despedirnos. Y los policías va de reírse. Pensamos que ni modo, que sólo quedaba agarrarnos las manos para que cuando estuviéramos muertas nos fuéramos juntas. Pero empezaron a disparar al aire. Y después, ¿qué hicieron? Nos subieron al carro otra vez y nos llevaron para la posta, donde nos violaron. Mientras nos violaban, nos dijeron que nos iban a matar, que éramos unos culeros, que no valíamos nada. Que la gente ni nos iba a llorar.
De nada de eso tiene fotos, pero no olvida.
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—Si no estuvieran las fotos, ¿cómo explicarías quién es Abigaíl Galindo?
—Diría que es un ser humano sorprendente con una gran capacidad de sobreponerse —dice Dany Barrientos— con una furia ardiente por dentro que lo puede consumir todo…
y también una generosidad increíble.
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Abigaíl piensa en cómo quiere ser recordada. Lo piensa porque a sus amigas suelen recordarlas por su fin. Ella quiere que la recuerden por lo que vivió, por el arte que creó, por los retratos de sus amores y también por esas últimas fotos que tomó de amigas y compañeras, antes de que se convirtieran en estadística y pasaran a vivir solo en sus fotografías y en su memoria.
Aunque ya no se dedica tanto a la fotografía como antes, Abigaíl Galindo ha empezado a explorar nuevos intereses: escribe un libro de memorias, guía un tour del Archivo, actúa en cortometrajes y comenzó a asistir a una iglesia de Los Santos de los Últimos Días, donde encontró una nueva misión: cambiar 200 años de tradición mormona.
—Me dice el obispo: «No sé cómo tratarla». Aquí en la tierra todo se vale, le respondo, así es que usted me va a decir Abigaíl porque es como yo me siento bien. A mí no me diga de otra forma, a menos de que me vaya a dar un cheque con dinero. Entonces ahí sí, ahí ponga mi nombre legal.
1 comentario en “Las últimas fotos de Abigaíl Galindo”
Gracias!! Un articulo muy interesante, entretenido y bien escrito..
Espero que Abigail estè bien .
Pero como hace para tener un ingreso? Y que pasò con El resto de sus amigas ..? .muy amable.