Tres voces que retumban

Foto: Cortesía

 

«Desde el centro de América» es el nombre de la antología de Gloria Hernández que reúne veintidós cuentos escritos por veintiún escritoras de los siete países del istmo centroamericano. Es la primera antología de escritoras de la región publicada por Alfaguara.

 

Esta antología descoloca a sus lectores por muchas razones que no pretendo abarcar aquí en su totalidad así que inicialmente refiero dos que saltan a la vista. ¿Qué abarca Centroamérica? y ¿qué hay dentro de esa delimitación desde la mirada de mujeres narradoras?

 

Acertadamente, el nombre de la antología no se refiere a Centroaoamérica, sino al «centro de América». 

 

Centroamérica es un concepto artificial, delimitado y cambiante de acuerdo con necesidades geoestratégicas, académicas, económicas y políticas. En todos los casos, la definición de lo que es y abarca la región ha provenido desde afuera, de la administración colonial, de los organismos financieros internacionales, del gobierno de los Estados Unidos, de los tratados comerciales, de la cooperación internacional, de las estrategias militares y de seguridad, etc. En esas delimitaciones prevalece la agrupación por condición geográfica, ístmica, que coincide con los legados de una historia convulsa que ha perfilado siete países pobres, desiguales y violentos. Y como toda regla tiene su excepción, también está dentro de esa delimitación un país que transformó esos legados hasta ser una de las democracias más robustas del continente: Costa Rica.

 

La antología nos ubica en una geografía narrativa, un espacio delimitado por la fuerza de la ficción, por las incontables posibilidades de realidad que nos abruman y nos definen, por esas «miradas alternativas» como su nombre lo indica. Sus veintidós cuentos crean una textura de esta región que se aleja del artificio geoestratégico y nos sumerge en la condición humana de sus habitantes, de sus historias y posibilidades. 

 

El centro de América es diverso, contradictorio, tenso, esperanzador y doloroso, liberador y resistente, su geografía es elástica porque aunque sus historias se trasladen hasta Europa o Estados Unidos, siguen estando ancladas a este istmo a través de la memoria, la rabia, las ausencias y los deseos. Al igual que en las mañanas salimos del ensueño con un resuello cuando con nuestras manos nos lavamos el rostro con agua fría, la antología nos despabila recordándonos que este istmo es una torre de Babel, una polifonía de idiomas, sonidos, significados y símbolos tan cercanos y lejanos cuyas historias resuenan en inglés, español y kaqchikel, entre otros muchos idiomas más.

 

Lo anterior ya es suficiente para mover el piso en el que creemos estar parados y es solo una de las dimensiones de la antología. Como en las playas del pacífico centroamericano, en donde no nos hemos terminado de incorporar del primer revolcón cuando ya viene otro, la narrativa de mujeres que habitan múltiples texturas de este istmo nos interpela, expone y desnuda a través del cuento.

 

Borges no escribió novelas porque decía que estas tenían mucho «ripio», todo lo que se debe decir se puede condensar en un cuento, con las palabras justas, con la extensión necesaria para que un lector se sumerja en el universo narrativo sin distracciones. Tan poderoso es, que Augusto Monterroso escribió el cuento más corto, aquel que dice «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí» y, ante sus críticos, Monterroso decía con sarcasmo y razón, que este en efecto no era un cuento, sino una novela. Un cuento puede ser, como el Aleph de Borges, uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos, una diminuta esfera narrativa que abre todas las posibilidades de libertad, interpretación, reflexión, placer, dolor, vergüenza, fuerza y furia. 

 

Quiero centrarme en tres de esas esferas narrativas del centro de América, tres aleph hondureños. Con una intencionalidad completamente justificada, la antología abre con los cuentos de tres escritoras hondureñas. Honduras se conoce por una serie de etiquetas marcadas por la tragedia: un Estado precario, construido y sostenido por agentes externos como la United Fruit Company en la primera mitad del siglo veinte y por los Estados Unidos por razones estratégicas contrainsurgentes en la segunda mitad de ese siglo. Y cuando finalmente el país daba sus primeros pasos en la modernización del Estado durante los procesos de democratización de los años noventa, un huracán arrasó con todo; vidas, infraestructura, instituciones y esperanzas. De ahí en adelante, la cooperación internacional ha sostenido las precarias instituciones y amortiguado limitadamente la pobreza extrema, la violencia y la corrupción de la cual escapa masivamente la población a través de la migración. De su literatura, y especialmente de la producida por mujeres, poco se conoce. Los autores, mayoritariamente hombres, se publican solo dentro del país con una difusión precaria en un país en el que el promedio de años escolares apenas alcanza a seis, ni hablar de la calidad educativa de esos pocos años de escolaridad. Pero el país tiene narradoras y la antología las honra poniendo a tres de sus representantes en una portentosa obertura.

 

Los cuentos de María Eugenia Ramos, Jessica Isla y Sara Rico-Godoy no evaden esa realidad hondureña, sino la desdoblan, como dando vuelta a un calcetín, para mostrar su interior más íntimo, más doloroso y también más liberador. Más que historias de mujeres, estas son historias de la condición humana en y desde Honduras vistas desde una intimidad aplastante, soterrada por la norma del silencio frente a las crudas realidades que marcan nuestras vidas. Son también historias de escape, de rompimiento, en las que la violencia no está ausente.

 

En «La cinta roja» de María Eugenia Ramos se sobreponen los tiempos de la memoria de nuestras experiencias de infancia que acompañan la vida adulta y la condicionan, memorias difusas e incompletas y emocionalmente poderosas. El silencio atraviesa generaciones, los secretos guardados en cajas fuertes con cerraduras de dolor dan forma a la vida de las personas sin que estas muchas veces sepan de dónde vienen las sombras que las acompañan. Un cuento escrito en primera persona en diálogo con el pasado y con un presente que se materializa en la vida obtusa, tierna y rústica del personaje principal y también en diálogo con una figura materna sustitutiva, una abuela moribunda que como una represa contiene un secreto de dolor que ha cambiado el paisaje de la vida todos. Hay fantasmas que están siempre presentes, esas figuras que a pesar de haber muerto siguen produciendo dolor por las marcas dejadas en la vida de las personas. Inevitablemente, esta poderosa ficción nos hace recorrer nuestros rincones oscuros, esos que no queremos ver pero que, en un momento determinado, a veces casual, se nos revelan y le dan sentido al dolor, a lo que somos, y es tan poderosa esa revelación que, como al personaje de este cuento, nos superan hasta los extremos mismos de la violencia.

 

Si en «La cinta roja» nos sumergimos en cómo el dolor se hereda, en «Correr desnuda» Jessica Isla nos introduce en la herencia del escape, del punto de inflexión que la mayoría de mujeres enfrenta en una cotidianidad abrumada por la condena que estas sociedades impone: callar y aguantar. Si, mi madre también lo decía con sus variaciones «me dan ganas de salir corriendo y arrancarme la ropa». Cuántas veces lo escuchamos atónitos, cuántas veces no lo hizo, ni siquiera simbólicamente. Con contundencia, Jessica Isla nos brinda ese poder liberador a través de la ficción, esa puerta en la que la libertad es absoluta, en la que mi madre sí habría salido corriendo desnuda. La metáfora es poderosa porque devela la opresión, la necesidad de escape en la que la ropa es las rejas de la prisión, pero también nos revela el castigo por la búsqueda de romperlo todo. Nosotros los hombres no podemos entender eso, al contrario, estamos inmersos en un sistema de poder que automáticamente nos hace entender las cosas al revés: es una exageración, una histeria, que se calme y, si por casualidad ella (quien sea) sale corriendo, es la loca que avergonzó a la familia. También narrado en primera persona, este cuento nos hace ser, por un instante, esa mujer que lleva sobre sus hombros todo y que debe soportar la violencia de la incomprensión llevada al extremo, lamentablemente cotidiano, de hombres que solo ven calentura y lascivia allí donde hay dolor, necesidad, cansancio. En unas pocas páginas este cuento nos sacude más que toneladas de reportes con datos fríos, números indiferentes y consignas a veces incomprensibles. Las posibilidades que abre son múltiples, reconocimiento y liberación para muchas y —ojalá— vergüenza muchos. La autora inyecta una tensión que se acumula inevitablemente hasta el rompimiento, una invitación a «correr desnuda» como signo de libertad. Para los que nos quedamos atrás, con la lapicera estampada en la cara, nos queda la vergüenza y la invitación a correr desnudos para escapar de este lastre machista que portamos de nacimiento.

 

Sara Rico-Godoy nos estrella la nostalgia en la cara con «Aquellos que fuimos». En una narrativa lineal, testimonial y casi predecible, el cuento nos golpea por su obviedad: las personas cambian, las relaciones también. Pero lo que puede ser una norma, se convierte en condena cuando la incomprensión por esos cambios revela la incoherencia destructiva que yace entre los ideales de lucha política e ideológica y la realidad de las relaciones de pareja que terminan reproduciendo aquellos patrones violentos y desiguales que la retórica combativa y efervescente dice querer transformar. Visto así, la protagonista del cuento, decepcionada por la incomprensión machista de su pareja que una vez portó, hombro con hombro con ella, los estandartes de la liberación de toda forma de opresión, se convierte en una poderosa metáfora del fracaso de los ideales. Llevando esta provocación a sus extremos, vemos la misma nostalgia y decepción en gobiernos que una vez enamoraron con su retórica y luego no solo decepcionan sino incluso agreden con su práctica. Y la metáfora se extiende y la extrapolación también. Si para una mujer divorciarse del hombre que traicionó con su machismo los ideales fundacionales de su amor significa enfrentar la condena social, para una sociedad reconocer la incoherencia de sus líderes políticos y divorciarse de ellos, también implica un castigo. La retórica ideológica traicionada por el poder que se sustenta con el machismo no distingue entre lo individual y lo colectivo, la incoherencia duele.

 

Desde tres perspectivas diferentes, estos cuentos abren muchos caminos para llegar al punto más crudo que contiene todos los puntos de la condición humana: el dolor producido y reproducido por las relaciones violentas y dispares entre seres humanos por su género. En esto el determinismo y reduccionismo son válidos porque si hay un mal de origen es ese, fundacional y atávico, hondureño y universal.

 

 

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