TV Encendida

Texto: Josué R. Álvarez

Portada: Pixabay


Desde aquí, desde el balcón me gusta ver a Miguel. Él siempre está mirando la tele. Recuerdo que todos los días desde su ventana me saludaba y me hacía señas con las manos de que en diez minutos salíamos. Desde aquí, yo también miraba a otros vecinos que eran mis compañeros de grado, pero ninguno me hacía señas. Tampoco se iban conmigo a la escuela. Por eso quiero tanto a Miguel.

A Miguel le gustaba ir a clases, hasta que un día, en el baño, vio cómo los Rocker, una pequeña pandilla escolar, me golpeaban. Cuando terminaron de zarandearme, Miguel corrió hacia mí para ayudarme. Me revisó y supo que estaba casi inconsciente. Me informó que los moretes me cubrían casi toda la cara y supuso que me habían roto una costilla.  Me llevaron muy grave al hospital.

La golpiza no le habría causado tanto miedo si no hubiera encontrado en ella un patrón. A inicios del año escolar el mismo grupito, me había quitado la comida en el recreo durante una semana entera. A la semana siguiente quien se quedó sin comida en el recreo fue Miguel. Después, los mismos chicos, le habían robado los marcadores a él, una semana antes, la víctima había sido yo. Y así con los demás acontecimientos: la orinada, bombazos en la cabeza, y empujones gratuitos. Siempre era primero yo y luego Miguel.

Como todos los acontecimientos habían sido calificados por nosotros mismos como menores, no habían llegado a oídos de los profesores y, ni mis papás ni los de él se habían enterado. Nuestro miedo era reforzado por las amenazas de los miembros de la pandilla. «Miren monos cachetones, si se van a quejar como niñitas, les va a ir peor» nos decían siempre. «¿De qué sirve contar?» le dije a Miguel en el último ataque antes de la tunda del baño, de la cual, lógicamente, sí se enteraron todos.

Los días que quedaban de esa semana y toda la siguiente Miguel no fue a la escuela. Aunque los Rocker fueron expulsados, eso no descartaba que lo esperaran afuera de su escuela o en el camino. Tampoco eliminó la posibilidad de que se metieran a la escuela, por los mismos huecos y puntos ciegos que se solían escapar, sólo para golpearlo. Sus padres entendieron que tenía mucho miedo. Los dos, médicos y dueños de un negocio, carecían de tiempo para ir a arreglar el asunto a la escuela.  Pensaron que los días pondrían todo en orden.

A causa de todo el tiempo disponible en casa, Miguel desarrolló una feroz dependencia del televisor. Se levantaba a las seis de la mañana para ver Bugs Bunny, Popeye, Tom y Jerry, Los Picapiedra, Los Supersónicos y una larga lista que no acababa hasta la tarde. A esa hora comenzaba a ver programas musicales, así descubrió cantantes y bandas que le gustaban muchísimo.  Recibía la comida de la muchacha que lo cuidaba sin dejar de ver el televisor y no escuchaba sus consejos y posteriores regaños. Yo lo veía todo desde aquí.

Por la noche Miguel miraba telenovelas, partidos de fútbol y noticieros. Así hasta llegar a la una o dos de la mañana cuando los canales cerraban la programación. En lugar de irse a dormir inmediatamente repasaba en su cabeza lo que había visto. Al día siguiente iría por más. Como no admitía ver repeticiones, apenas aparecía un episodio que ya hubiera visto, se pasaba a otro canal. Creo que lo hacía para no pensar en mí.

Cuando sus papás, de vez en cuando le insinuaron que debía volver a la escuela, él decía que no, que un día más, que no quería volver a «ese sitio».  Su aspecto estaba muy desmejorado: tenía ojeras muy marcadas, los labios secos y los párpados le tapaban la mitad de la pupila. Además, había adelgazado esqueléticamente y palidecido también. Yo no reconocía ya a ese niño alegre y regordete que una vez fue.

Una tarde, sentado en posición de loto muy cerca del televisor, mientras miraba el programa de concursos El Gran Premio, le dio una especie de ataque de epilepsia. Se golpeó la parte posterior de la cabeza en la caída. Convulsionó. No hubo nadie para asistirlo.

Desde ese día mira más la televisión. Siempre en posición de loto, siempre con sus ojeras y sus labios secos.

A veces voltea a ver a mi balcón y, como si viviéramos, nos sonreímos.

Sobre
Nació en Tegucigalpa, Honduras, en septiembre del 1991. Es licenciado en Letras con orientación en Lingüística y máster en Lengua y Literatura Hispánicas. También pasante de la Carrera de Periodismo. Labora como docente en educación superior y media, también como consultor. He ganado múltiples premios nacionales como el Certamen Nacional de Narrativa Dowal School (segundo lugar) en 2015, el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 2017 y Concurso de Cuentos Cortos Rafael Heliodoro Valle en 2018, Concurso de Microcuento Dentro de la Botella en 2018, entre otros. Ha publicado cuentos, poemas, ensayos y trabajos académicos en periódicos, revistas y antologías nacionales e internacionales. Ha publicado dos libros: Instrucciones para un taxidermista (2017) y Guillermo, el niño que hablaba con el mar (2017). Es miembro de la Asociación Centroamericana de Lingüística (Acaling).
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