Texto: Otto Argueta
Portada: Jorge Cabrera
Es terrible decir que «esas cosas solo pasan aquí». Para empezar porque tal vez no sea cierto, es posible que «esas cosas» también hayan pasado o pasen en otro lugar. No se sabe. No falta quien diga –en defensa o resignación– que «esas cosas» pasan en todos lados, hasta en los países desarrollados. Algunos, menos fatalistas, harán una selección de países en donde «eso» pasa o no, de acuerdo con efervescencias ideológicas muy propias de ventilar durante las conversaciones sobre la situación del país. «En Cuba eso no se ve» o «ese es el problema de tener estados tan grandes» «el problema de todo es el capitalismo y su democracia liberal burguesa» o «el problema es que los comunistas ahora están por todos lados» y así sucesiva y creativamente. Más allá de la certeza sobre la excepcionalidad que implica la frase, el solo decirla es terrible porque proviene de una profunda sensación de irrealidad, de que lo impensable, lo extremo, en efecto, solo es posible «aquí», porque aquí «todo es posible». En otro lugar tal vez «algo queda» que hace poco probable que «eso» suceda, pero «aquí» ya nada sorprende, incluso «eso».
Sórdido y perverso son los adjetivos adecuados para describir «eso», un Estado que abandona a sus ciudadanos, literalmente, hasta después de la muerte.
Los fiscales y el resto del personal del Ministerio Público de Honduras (MP) decidieron entrar en huelga para exigir el aumento de los salarios, el ajuste económico por calidad de vida y el mejoramiento de las condiciones laborales. Argumentan que desde hace muchos años no ha habido aumento de sueldos. Ante la indiferencia de la institución y del resto del Estado a sus demandas, el personal del MP decidió llevar la medida de presión al extremo sórdido: no levantar cadáveres.
Supongamos que esto ocurriera en Suiza, donde las muertes violentas son excepcionales. La medida sería inefectiva, además de innecesaria, pues es poco probable que un servidor público en ese país tenga que llegar a un extremo tal para demandar un derecho laboral. Pero resulta que ocurre en Honduras, un país que se ha ganado los primeros lugares en los índices de homicidios a nivel mundial, donde las muertes violentas se cuentan por decenas diariamente. Si fueran los diputados los que entraran en huelga, la medida sería también inefectiva, pues casi nadie notaría la diferencia de si trabajan o no. Si fueran los maestros, su impacto sería terrible en la vida de los niños, pero en un país con una educación tan precaria, la medida también sería poco efectiva. El gremio médico ha entrado en huelga varias veces, pero siempre dejan algo de personal para atender las emergencias, hay un juramento que no pueden traicionar tan bruscamente. Hasta los policías entran en huelga en Honduras y lo han hecho en momentos de crisis cuando dejaron de reprimir a la población como medida de presión. Sí, surreal. También fue poco efectiva la medida, pues para eso estuvo el Ejército que no entrará en huelga nunca so pena de traición a la patria y, además ¿qué sentido tenía una protesta sin enfrentamiento con la policía? Disuasión total.
Volviendo al tema, si solamente los fiscales entraban en huelga, el impacto también sería dudoso ya que Honduras es uno de los países con los niveles más altos de impunidad. Nadie se escandaliza demasiado porque las investigaciones criminales no se están haciendo si, en efecto, la mayoría no se está haciendo.
Es perverso que uno encuentre tantos argumentos para reducir el impacto de un gremio que dejó de prestar un servicio público, porque, en el balance general, el contexto de precariedad generalizada de las instituciones del Estado es incluso más grande que dejar de prestar los servicios como medida de presión. Es como si los trabajadores de la municipalidad de Tegucigalpa entraran en huelga e interrumpieran el servicio de distribución de agua como medida de presión. Poca diferencia haría eso en una ciudad en la que la mayoría de las personas recibe agua apenas para llenar un bote cada tres semanas, pero el cobro que le hacen es como si la recibiera ilimitadamente.
No se trata aquí de juzgar la validez o invalidez del reclamo laboral de los trabajadores del MP. Es plenamente sabido que el Ministerio Público es una institución que ofrece condiciones precarias a su personal, bajos salarios y un abandono que eleva el riesgo personal de quien decide entrar ahí. Ante la orfandad en que muchos de sus trabajadores realizan sus labores, la corrupción o la indiferencia son opciones lógicas cuando se tiene que sobrevivir en medio de grupos criminales poderosos y una institución indiferente y distante.
La crisis no es nueva. Como toda crisis en un estado en crisis, la respuesta estatal se limita a calmar los ánimos, negociar con líderes, prometer soluciones sabidas imposibles, reinventar todo para que todo siga igual…en fin, ganar tiempo.
Esta crisis ocurre justo en el año en que el gobierno de Xiomara Castro tendrá que sacar adelante la elección de fiscal general y fiscal adjunto del Ministerio Público. El desprestigio pesa sobre los hombros del fiscal general actual debido a una cuestionable trayectoria como magistrado de la Corte Suprema de Justicia y una elección descaradamente irregular que lo llevó al MP. Durante lo que va del año, la estafeta del interés político pasó de la elección de la CSJ a la elección del MP. El debate gira en torno a quién va ganando el pulso: el Partido Nacional, desprestigiado por sus últimos 12 años o, Libre y asociados, sedientos por obtener la mayor cantidad de llaves que abren y cierran instituciones y poderes del Estado. No han faltado los diputados que, aprovechando la crisis en el MP, hacen gala de sus conocimientos proponiendo soluciones extraordinariamente simples, tratando de demostrar así un alto nivel de calificación para el puesto en disputa y subestimando la precariedad laboral en la institución.
Las soluciones al problema hasta ahora han sido perversas. En plena crisis, con cadáveres en estado de putrefacción bajo el incandescente sol de verano en Honduras, varios funcionarios del Partido Libre han propuesto que lo mejor es crear un instituto autónomo de medicina forense. Hay un principio básico de lógica en la que un problema tiene una solución específica, pertinente y coherente. Puede ser que un instituto así sea necesario, pero proponer crear toda una nueva institución para solventar un problema de tipo laboral es desproporcionado al punto de ser perverso porque denota que lo que prevalece es el interés político antes que atender la necesidad de los trabajadores del MP. El mensaje es bastante autoritario: protesten y cancelo la institución.
Por otro lado, la recién estrenada presidenta de la CSJ ordenó que los jueces recojan cadáveres, algo que la ley estipula en casos en que no hay fiscales. Esto es común en un país en donde hay grandes extensiones de territorio sin personal público, o con unos pocos que son rápidamente abrumados por la precariedad en que deben hacer su trabajo. Por cualquier lado de la administración pública que vea, usted se encontrará con que hay escuela pero no hay maestros, o bien hay escuela pero no es habitable; hay policías pero sin vehículos y si los tienen no hay gasolina o bien el territorio asignado es humanamente imposible de cubrir; hay hospitales pero sin insumos, personal o bien con una infraestructura propia de lo que queda después de una guerra; hay ingenieros forestales, psicólogos, abogados, trabajadores sociales, hay de todo, pero solos, en situación de precariedad y en unas condiciones de vulnerabilidad que hacen de su labor algo bastante inútil. Y aun así, esa burocracia debe estar eternamente agradecida al caudillo político, líder de colectivo o de movimiento que le consiguió el empleo o que luchó para que no lo despidieran con el cambio de gobierno. Entonces, los jueces que ahora deben levantar cadáveres se quejan de que no les da tiempo de atender su trabajo, y tienen razón, porque no se trata de un cadáver, sino de cientos de ellos, y se trata de jueces que no tienen un solo caso, sino cientos de ellos también porque, como todos los funcionarios, la mayoría de jueces labora en condiciones precarias.
No faltan las propuestas animosas y entusiastas. El ministro de Salud ofreció los congeladores de un hospital que ha estado en crisis desde hace décadas; el ministro de Copeco también ofreció congeladores, pero luego se supo que no todos funcionan. La presidenta de la CSJ recomendó que los cadáveres fueran entregados a los familiares para que los entierren donde deseen, ya luego, al salir de la crisis, se harán las exhumaciones respectivas para iniciar las investigaciones criminales como se debe.
Es sórdido que un gremio esté dispuesto a usar una medida tan extrema como la de no recoger cadáveres de la calle. Pero es perverso que las soluciones que han propuesto las autoridades –que por cierto ninguna aborda el problema laboral– pretendan hacer parecer que el Estado tiene capacidad de reaccionar ante la falta de forenses y que, después de la crisis, todo volverá a la normalidad. Así las cosas, en efecto se volverá a la normalidad, esa que tiene los congeladores tan llenos de cadáveres que los vecinos de las morgues se quejen por el mal olor, pero tal vez ahora haya como novedad un letrero fresco con el nombre de la nueva institución.
Los centroamericanos tendemos a matizar las cosas terribles que ocurren en nuestros países. Cuando oímos una historia terrible, contamos otra peor para minimizar la primera en una suerte de competencia por los más altos niveles de sordidez. A veces, hacemos chiste de la tragedia. Algunos expertos dicen que es un mecanismo resiliente propio de sociedades altamente traumatizadas. Otras veces solo levantamos los hombros, fruncimos los labios en una sonrisa plástica y entrejuntamos las cejas para decir «¿Qué se le va a hacer? Al final, le toca todo a la gente, que igual siempre sabe cómo resolver».
Es perverso que a la gente le «toque resolver» incluso hasta levantar los cadáveres de sus familiares. El Estado ya ha abandonado a la mayoría de la población, que nació en hospitales precarios, fue a escuelas derruidas y con pésima calidad educativa, trabajó sin la protección y respeto de sus derechos laborales, tuvo hijos que repitieron el ciclo; se enfermaron y tuvieron que comprar hasta el algodón y las jeringas porque el sistema de salud pública no tiene, fueron asaltadas, violadas y agredidas y no hubo una institución que las tomara en serio y las protegiera, tuvieron que someterse al control de una pandilla o de un capo local narcotraficante, votaron por partidos y candidatos que ofrecieron el cielo y la tierra y terminaron decepcionando; migraron, fueron capturados y deportados y, finalmente, murieron, tal vez víctimas de la violencia rampante e impune del país y, hasta en ese momento, el Estado les dio la espalda, sórdida y perversamente.
Que el abandono del Estado sea ininterrumpido desde el nacimiento hasta la muerte, y más allá, es algo que sí, solo aquí está pasando.