Texto: Alejandro Carrasco
Ilustración: Pixabay
Era de noche. Guazalo manejaba con la espalda tensa y con la sal del sudor torturando sus ojos. El busito saltaba y sacudía a sus pasajeros, que eran tres: dos vivos y uno muerto. La calle de tierra, o más bien de piedra, pertenecía a un barrio escondido de la ciudad. La mayoría de sus casas, en alguna época bares y lupanares, se encontraban abandonadas, con paredes resquebrajadas y amontonados sus cimientos de monte seco y basura.
El busito llegó a la calle sin salida. Al otro lado del muro había un río. Si pudieran lanzar el cadáver por encima del muro sería mejor. Pero no contaban con la logística ni con el tiempo. La puerta deslizadora se abrió con fuerza. El poste de luz que iluminaba la calle emitía un estridente sonido que invadió el vehículo. Los compañeros de Guazalo agarraron y dejaron caer a la calle el cadáver envuelto en cortinas de ducha y sacos de arpillera. El golpe seco era la señal. Guazalo arrancó sin esperar a que cerraran la puerta deslizadora. Por el retrovisor atisbó el cuerpo y, un poco más lejos, en la ventana del segundo piso de una de las casas, Guazalo detectó el rápido movimiento de una persona escondiéndose.
Frenó.
—No jodan, hay alguien en esa casa.
Ninguno de sus dos compañeros habló.
—Qué esperan, vayan a ver —dijo Guazalo.
—Y si hay alguien, ¿qué? —la palidez del polluelo se parecía a la del cuerpo antes de que lo envolvieran.
Catreco, el otro compañero, le dedicó una mirada sarcástica al polluelo.
—Cómo que qué, sacá tu juguete.
La pistola de Catreco obligó al polluelo a salir del busito. Ambos, con el arma en mano y la luz de sus celulares encendida, se dirigieron a la casa.
—Apúrense —Guazalo mantuvo encendido el motor. Suspiró y encendió un cigarro. A Catreco no le temblaba el pulso. Pero del polluelo no podía decir lo mismo. Mientras envolvían el cuerpo vomitó dos veces. «Ojalá ande en ayunas, si no le saldrá la cagazón por la boca». Guazalo se preguntó si la policía podía detectar el ADN en los vómitos.
Un disparo. Otro disparo.
Se deshizo del cigarro y tomó con fuerza el volante. Esperó. Esperó un poco más. Pero ni Catreco ni el polluelo salían. Retrocedió el busito y se detuvo frente a la casa. Esperó de nuevo. Una brisa movía levemente los pliegues de la cortina que envolvía el cadáver. Sus compañeros seguían sin salir.
—Mierda.
Guazalo apagó el motor y se bajó del busito. Desenfundó su Glock 43 y caminó en dirección a la casa. No había puerta principal, así que, aplastando el monte y la basura con sus botas, ingresó a la vivienda en ruinas. La luz de su celular reveló una horda de zancudos que revoloteaba por la sala de estar. Guazalo percibió que el hedor del río se concentraba más dentro de la casa. Había movimiento en el segundo piso.
Subió las gradas. Pensó en romper el silencio llamando a sus compañeros, pero si estaban muertos, llamarlos solo serviría para poner en sobreaviso a la persona que vio en la ventana. Esa persona tuvo que haberles disparado. Fueron dos tiros, uno para cada uno. ¿Qué hacía alguien armado en ese lugar?.
Guazalo subió el último peldaño. La luz de su celular le mostró una puerta al final del estrecho pasillo. Cargó su arma y lentamente caminó al cuarto. Justo antes de entrar se detuvo. Respiró. Respiró de nuevo… y entró apuntando con la luz y con el arma. Al mismo tiempo, el polluelo le apuntó con la suya.
—Bajá eso, qué te pasa.
—Tuve que matarlo.
El cuerpo de Catreco yacía en un rincón. La luz del celular expuso un tiro en el cuello y otro en la frente.
—Con el tiro en el cuello bastaba —dijo Guazalo.
—Quería que matara a los niños —la respiración del polluelo sonaba más fuerte que sus palabras.
«Catreco pendejo. Le dije que no le diera juguete al polluelo». Al lado del cuerpo la luz de su celular expuso a dos niños acurrucados, abrazándose. El mayor, de unos diez u once años, protegía a la menor. Guazalo calculó que la niña no tendría más de cinco.
—Polluelo, bajá la pistola.
—Me llamo Cristian.
—Eso. Cristian. Bajála. Yo no te voy a pedir que te los echés.
—No, antes me vas a quebrar a mí. No soy pendejo.
No, no lo era. Y Guazalo sabía que tampoco tendría problemas para jalar el gatillo una tercera vez. Catreco era la prueba de eso. Pero también lo sabía por los ojos del polluelo. Guazalo había visto esa mirada tantas veces. Esas pupilas dilatadas, esa convicción, esa certidumbre. Un hombre podía temblar entero, insultar, llorar, hasta orinarse, pero sí tenía esa mirada…
Por eso, Guazalo disparó primero.
Catreco habría estado orgulloso del tiro: certero, limpio, en la frente. Los niños seguían en el rincón, abrazados y silenciosos.
No los quería matar de inmediato. No los quería ni ver. Dirigió la luz al cuerpo de Catreco. Después al del polluelo. Polluelo y su juguete. De pronto se acordó. Iluminó otra vez el cuerpo de Catreco y sus dos tiros, uno en la frente y otro en el cuello. Alrededor no había nada más que sangre. Iluminó en dirección a los niños: el mayor le apuntaba. Con el arma de Catreco, le apuntaba.
A Guazalo le causó gracia. Pero rápidamente la sonrisa murió en sus labios. Guazalo acercó la luz del celular a la cara del niño. Detrás, la niña cerró sus ojos y, con sus manitas, tapó sus oídos.
La pistola temblaba. Pero los ojos del niño, no. Era la primera vez que Guazalo reconocía esa mirada en alguien tan pequeño. Cuando se libró de la perplejidad ya era muy tarde.
Afuera, mientras la brisa seguía moviendo los pliegues que envolvían el cadáver, un último disparo retumbó en el barrio de las casas abandonadas.