Aúllan los perros en la ciudad

Texto: Nicolle Barahona
Ilustración: Pixabay

Aúllan los perros en la ciudad; son estos los testigos mudos de los crímenes que cometen los bárbaros, de los romances de los indecentes y de todas las tristezas que se lavan en las calles de piedra construidas en los años cuarenta.

Con hambre y paso apresurado, caminan los semovientes pardos, buscando un bocadillo ligero para apaciguar el hambre con la que nacieron.

Los más longevos ya saben qué calle no cruzar, a qué palo no arrimarse y qué acera no orinar.

Estos saben que para quitarse la sed solo falta acercarse temprano al mercado, cuando los vendedores están lavando frutas y, si es su día de suerte, comerán alguna sobra vencida.

 Los perros de la calle no tienen miedo de su destino: le tienen miedo al humano, quien cree que, por ser más grande y más autónomo, tiene la facultad de disponer de ellos, de golpearlos y de terminar con sus vidas.

Yo fui un perro callejero, tenía amigos que también eran perros, y todos buscábamos lo mismo. Comida. Un poco de diversión. En mis tiempos de perro, pude ver atardeceres y disfrutar de una tarde templada; también pasé frío. Y también hambre. Mucha hambre. Recuerdo ver cómo los humanos se reían de mí al verme revolcarme en una montaña de arena de alguna construcción o al verme perseguirme la cola con histeria (maldita cola). Recuerdo manos amables acariciarme y alimentarme con alguna repostería que traían en sus carteras. Y, finalmente, recuerdo el impacto —metálico— de un imprudente manejando.

Cuando era perro, un día de luna llena mis amigos sin nombre y yo corríamos en el basurero municipal, husmeando las bolsas que acababan de llegar. Cansados de tanto pataleo y mordiscos, nos sentamos en el suelo lleno de plástico y arenilla. Uno de nosotros levantó su carita negra, con grandes ojos miel rodeados de canas perrunas, con lagrimillas oscuras que nunca han sido limpiadas por humanos, y aulló. Su pecho se infló y aulló de nuevo. Conmovidos, mis camaradas y yo comenzamos a aullar en conjunto a la luna, a la sociedad que nos rechaza, al hambre, al destino y a la manada.

Nuestro momento de inspiración fue interrumpido por una piedra que lanzaron los humanos; después de eso, nos dimos a la fuga.

No recuerdo mucho de mi transición a humano, pero el olor al nacer era el mismo y, ciertamente, la sensación de vida es igual. 

A mis 5 años, mis papas dijeron que era tiempo de tener un perro, un acompañante ligero, para hacerme de una responsabilidad, como un buen ciudadano. 

Un mestizo fue mi regalo de navidad.

Recuerdo observarlo a los ojos profundamente para saber qué pensaba, para descifrar si —en blanco y negro— mi perro miraba, pero nunca obtuve más que ladridos en clave, besos babosos y destrozos en toda la casa.

Fue hasta un viernes en la noche, yo ya era adolescente, y estaba enojado con mis padres. Tiré la puerta y me lancé a la cama, cerré los ojos con lágrimas de cólera, cuando escuché en la lejanía del vecindario a un perro aullar. Intenté concentrarme para identificar de dónde venía el sonido, y comencé a escuchar cómo se solidarizaron entre sí y se multiplicaban los aullidos.

Me asomé a la ventana, y mi perro me observó. Y, como si conociera mi pasado, comenzó a aullar. Ahí recordé las calles que —cuando era perro— solía caminar. Recordé el hambre y las verduras podridas. Y, desde entonces, cada vez que veo un perro estimo su vida y estimo sus patas. Sus patas cansadas de caminar.

Sobre
Nicolle Barahona nació en Francisco Morazán, Honduras, en 1995. Es abogada, máster en Derecho Empresarial y aficionada por la poesía y las letras. Desde niña encontró en los libros un universo donde verter sus emociones e inquietudes, publicando actualmente pequeños fragmentos de poesía a través de redes sociales.
Comparte este artículo

8 comentarios en “Aúllan los perros en la ciudad”

  1. Precioso sobrina bella. Le felicito Nicolita.
    De alguna manera fuimos peludos en dimensiones pasadas. Y es de resaltar algunas vivencias cuando fuimos perros. Como las reuniones perrunas bajo la sombra de un árbol el un ambiente campestre. Cuando sentados en círculo todos interpretabamos una melodiosa sinfonía opereta rasgando como si fuera guitarra la panza tratando de eliminar las garrapatas y patacones que nos hacian vociferar sonidos cuál mejor tenor terrestre.

    1. Ramona Betulia Zavala

      Que hermoso relato. Me llama a la solidaridad con los animalitos que no tienen quien los quiera y cuide. Felicidades, muy reflexivo.

  2. Perros son y perros dicen como palabra despectiva, mas despectiva es la existencia del que hace daño a una criatura que ama sin esperar nada a cambio.
    Muy hermoso ❤️ por todos los amigos caninos.

  3. Marianela de Cantarero

    ¡Hagas lo que hagas, hazlo bien! Me encanta esa frase célebre, así como me encantó tu cuento corto, me alegra saber que estas publicando tus obras y con ello estas dando a conocer tu talento tan bien expresado. Sigue adelante Nicolita, allá a lo largo, donde la vista se pierde con el brillo luminoso, allí esta el éxito.
    Felicidades!

  4. Una pluma que describe con grafismo desbordante y a manera de crónica, la vida de un pobre animal que es golpeado por seres sin tacto ni corazón. El mérito de la escritora Nicole es tocar las calles sensibles del alma humana, logrando que el lector se identifique con el personaje y pueda reflexionar sobre la bondad y crueldad a la que es expuesta la especie canina. Felicitaciones a la joven y preparada escritora, quien posee un alma llena de bondad y buenas intenciones. ¡Éxitos!

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.