Texto: Edilberto Borjas
Ilustración: Pixabay
pobre y grave mandamás
tan llenador y tan hueco
tan púgil y tan pacheco
y tan sin pueblo detrás.
–Mario Benedetti
Todos asistían a las representaciones, no por el interés de escuchar las palabras codificadas en computadoras que los jefes del teatro habían dado a los artistas, sino para ver cómo cada día el personaje principal iba perdiendo sus movimientos originales, sus palabras claras, sus facciones auténticas, su olor a trabajo de campo o fábrica antigua de habitantes terminados.
Él, que no conocía el límite del lujo ni la transparencia de la traición, que era un líder, un compañero, como le decían los que en un tiempo vieron en él la representación de la esperanza, un día apareció, en una escena, imitando saludos, ensayando reverencias militares y besando anillos de finas damas de papel; ese día, entre dudas y remordimientos se había dejado colocar un hilo en una pierna, entonces la gente empezó a mirar cómo su movimiento al caminar no era equilibrado: la derecha se movía más que la izquierda en una forma grotesca.
Empezó a machar junto a los deshonestos: ese día se dió cuenta que los aplausos comenzaron a ser menos.
Después le colocaron otro hilo en la mano derecha y empezó a firmar documentos que dañaban los derechos de gente de su pueblo; escribía manifiestos que endiosaban las virtudes desconocidas de personajes de oro: se dio cuenta luego, que no solo los aplausos eran menos sino que el escenario se llenaba de ruidos y murmuraciones irónicas y raras.
Se apartó totalmente de los coros colectivos y empezó a soñar con reyes y princesas encantadas y a creer en milagros celestiales.
Le colocaron otro hilo en los ojos y sólo los abría cuando el principal magnate del país cortaba cintas o descubría placas de construcciones atadas a convenios onerosos. Finalmente le colocaron un hilo sobre la boca y sus labios que en un tiempo reclamaban justicia y cambios, solamente se abrían para dar a conocer las últimas disposiciones arbitrarias del jefe de estado.
Las luces del teatro se apagaron, lentamente el telón se corrió para ofrecer a la vista de los espectadores una sala excesivamente lujosa; en uno de los sillones de la escenografía; estaba sentado una especie de fantoche. Uno de los hilos se movió y el muñeco empezó el parlamento con voz prestada:
–Compañeros sindicalistas, hermanos campesinos, reciban mis más expresivos saludos, quiero explicarles que se me acusa de traicionar los intereses y derecho de las bases, pero lo único que he hecho es cumplir con el mandato que ustedes me otorgaron… Si vivo en esta pequeña casa de este pequeño barrio aristocrático, si viajo de una ciudad a otra en mis autos, si mando mis ahorros, que son como de ustedes, a bancos extranjeros, si mis hijos, que también como de ustedes, estudian en instituciones privadas, es para demostrar la justicia del régimen hacia nuestra clase explotada y si colaboro con él es para ceñirme al principio histórico del «orden y progreso», por eso compañeros…ñeros…eros…eros…
Mientras la voz prestada del pelele se oía en el recinto como una cinta mal grabada, el cuerpo empezó a ejecutar giros extraños, casi mortales. Por una falla intencional del obrero que ese día manejaba las marionetas del pequeño teatro, uno de los hilos se enrolló en el cuello del actor-muñeco que sin comprender el error se desplomó agonizante.
Este cuento forma parte de Antología del Cuento Hondureño (1989, Guaymuras), recopilación de Jorge Luis Oviedo.