Foto y Texto: Jorge Cabrera
Jesús Morán ha viajado miles de kilómetros junto a su pequeña hija y un grupo de migrantes desde su natal Venezuela. Al igual que miles de migrantes centroamericanos, se aferran a la esperanza de una mejor vida en Estados Unidos. Una vez llegaron a suelo hondureño, lo primero que recuerda este padre de familia es la travesía por la selva colombiana. Morán dice que estuvo varias veces a punto de «tirar la toalla», pero que fue su hija, a quien llevaba colgada en su espalda, la que le dio el ánimo para seguir adelante.
«Yo a ella la traía en un canguro, y mira como ando todo esto pelado (muestra su espalda). ¿Tú sabes qué es eso? Es donde van los bebés. En la selva hay precipicios de siete u ocho pisos, me imagino yo, uno mira hacia abajo y eso es feo. A veces buscaba de dónde agarrarme, ¿me entiendes? Yo tenía que confiar en el canguro donde llevaba a mi bebé, porque tenía que tener las manos sueltas para poder sujetarme; si yo soltaba alguna de mis manos para agarrar a la bebé, nos caeríamos los dos. Así que me sujetaba fuerte de algunas raíces y tenía que confiar en el canguro, de que eso mantendría en mi espalda a mi bebé», dice Morán.
Este padre venezolano hace referencia a lo que sufren los migrantes en la región selvática y pantanosa del Darién, que se ubica entre la parte sur de Panamá y Colombia, y donde deben atravesar 575,000 hectáreas. «Hubo un momento en que dije: “No puedo, me voy a quedar, váyanse ustedes porque no puedo más”, pero yo miré para atrás y eso era pura selva, y entonces me dije: “Está bien, no me puedo quedar aquí, tengo que seguir para adelante”. Y dale y dale, pero después hubo otro momento en la que esa vez sí, ahí sí dije: “Hoy sí, ya no puedo más”. Y me tiré al piso. Fue ahí cuando la bebé me dijo: “Papá, papá, papi te amo, te amo”, y eso me dio más fuerza», relata este hombre que ahora se encuentra en Honduras, donde se registran 37 crímenes por cada 100.000 habitantes, una tasa que sigue siendo muy alta para una nación que no vive una guerra interna.
Morán pensaba que el viaje por el Tapón de Darién sería más fácil. Ahora no le recomienda a nadie hacer ese viaje tan peligroso. «Yo antes decía, yo me voy, paso la selva, y después le cuento mi experiencia a mis hermanos y a mis primos para que también vengan por ahí. Pero no, no soy capaz de mandar por esa selva a nadie. A nadie. Ni por esa selva, ni emigrar así; porque esto es duro, y uno lo hace por un bien: por los niños. Allá (en Venezuela) ellos no estaban estudiando, comían solo dos comidas; me partía el lomo para buscar la comida, pero hasta ahí me alcanzaba, no me alcanzaba para más nada. Hoy ya estamos en Honduras esperando en este albergue mientras nos dan el salvoconducto para seguir nuestro camino», cuenta.
Atendiendo al grupo con el que se encontraba Morán había hondureñas como Mabel Castillo, que vive frente a la oficina de Migración en Danlí, y que junto a otros hondureños se han convertido en un apoyo para los migrantes que pasan por el país.
«Ha sido un poco difícil, humanamente difícil, económicamente se les ha apoyado en lo que se ha podido. Nos desvelamos porque los buses vienen en la madrugada; ellos (los migrantes) duermen en las aceras, platican toda la noche y nosotros nos dormimos escuchando sus historias: casos terribles», dice Castillo.
En su búsqueda del «sueño americano» se les observa una mezcla de melancolía y esperanza. Melancolía por lo que han dejado atrás (familias, amistades, una faceta de su vida) y la esperanza de tener en el mediano plazo un futuro prometedor. En cada rostro se refleja cansancio; desánimo en ciertos momentos, sobre todo cuando han sido víctimas del maltrato de hondureños que, más allá de brindarles ayuda, buscan aprovecharse de la necesidad y falta de conocimiento que tienen de las ciudades que deben transitar para continuar su camino.
El día que Jesús Morán llegó a Honduras, las autoridades reportaron más de 300 migrantes que ingresaron al territorio hondureño; en su mayoría de Cuba, Venezuela y Haití.
Según cifras oficiales de Migración de Honduras, desde que inició el año 2022 hasta el 26 de abril habían ingresado a territorio hondureño un total de 24,230 migrantes irregulares; de los cuales 17,274 son de nacionalidad cubana; 2,474 vienen de Venezuela; 885 de Ecuador; 862 de Haití; y el resto de Angola, Senegal, Nicaragua, Brasil y Ghana. Abril ha sido el mes en el que más se ha incrementado la migración irregular por la frontera del oriente de Honduras: 11,113 migrantes han entrado en tan solo 26 días, según Ricardo Centeno, delegado de Migración en Danlí, El Paraíso,
Gran parte de los migrantes que pasan por Honduras y cuentan sus historias, no solo señalan a la selva del Darién como uno de los pasos más difíciles del camino migrante, también identifican a Nicaragua por la situación política y el trato «inhumano» de las autoridades y coyotes.
Ronaldo Barreto, otro migrante venezolano que llegó a Honduras, dice que «lo que es Panamá y Costa Rica no hay problema, el problema empieza desde Nicaragua, que la policía es un poco estricta y si no pagas el salvoconducto, te maltratan, te pegan, pero si tú pagas no tienes ningún problema, pero vale 5,250 córdobas (150 dólares), ¿me entiendes?».
Ya en Honduras Barreto dice que tiene que pagar 5,412 lempiras (220 dólares) por un salvoconducto, después de haber recorrido alrededor de 20 días para acercarse a la frontera con México.
El pasado 03 de mayo 2022, el Congreso Nacional Aprobó una amnistía luego de que migrantes de Venezuela, Cuba, Haití se la solicitarán a la presidenta de Honduras Xiomara Castro para seguir su caminoeximiéndolos del pago de multas por infracciones a la ley de Migración y Extranjería.
Stanly Italian, un migrante que llegó de Haití, asegura que en cada país el tratamiento a los migrantes al final –aunque parece diferente– es igual: «No fue tan fácil, yo pensaba que aquí en Honduras sería diferente de los otros lugares, por ejemplo Nicaragua, pero es la misma cosa siempre: duro, porque la ruta migratoria no es una cosa tan fácil».
Diego Sánchez, quien salió el pasado 19 de enero 2022 de Colombia, coincide con Stanly. Sánchez dejó atrás a su hijo de cuatro años y a su madre con la promesa de mejorar sus vidas al llegar a Estados Unidos; sin embargo, asegura que el camino no ha sido nada fácil para él.
Al llegar a Honduras, casi sin nada de recursos, tuvo que trabajar unos días recogiendo arena para pagar el salvoconducto de 5,412 lempiras (220 dólares) y poder seguir su travesía por Centroamérica. «Sí, pues estoy trabajando para poder seguir adelante reuniendo dinero; la meta es llegar a los Estados Unidos si Dios nos lo permite, y bueno, para ayudar a mi familia y trabajar fuertemente», cuenta.
Pero el cansancio de Sánchez no lo hace desmayar y sabe que tiene un propósito por el cual salió de su país: «Bueno, hay muchas situaciones en Colombia que lo ameritan a uno salir; ayudar a la familia porque somos de bajos recursos, entonces ese es el propósito: salir para poder ayudar a mi familia».