En la aldea El Calán en Villanueva una bandera azul ondea en lo alto de un árbol de mango. Bajo su sombra hay cuatro casas que fueron entregadas a damnificados por Eta y Iota. Fueron las únicas en un sector donde sus habitantes fueron afectados por las tormentas pero aún permanecen en total abandono. A pocas horas de las elecciones, las familias quebradas de las comunidades afectadas ven su voto con escepticismo y desesperanza.
Texto: Alberto Pradilla y Allan Bu
Fotografía: Antonio Gutiérrez
Héctor Hernández apenas tuvo dos semanas para ordenar su nuevo departamento en El Calán, en Villanueva, departamento de Cortés. Hace 15 días todavía estaba con su esposa, su hijo de cinco años y el resto de su familia refugiados en un aula de la escuela del municipio. Ahora duerme en un cuarto de bloque recién construido. Su nueva casa. En realidad, la única vivienda nueva del lugar, uno de los más devastados por los huracanes Eta y Iota. A su alrededor, en la orilla de la quebrada El Calán, las casas continúan con las cicatrices de la tormenta: medio derruidas, salpicadas de barro seco y con surcos en el suelo que marcan el lugar donde antes se levantaban paredes.
«Vivíamos ahí amontonados con más gente. Estuvimos casi cuatro meses para que hicieran las casas. Es una gran bendición», dice Hernández, feliz como niño con zapatos nuevos. Su familia residía antes en varios cuartos, algunos de bloque y otros de adobe, que el agua se llevó por delante, alguna de aquellas interminables jornadas de noviembre de 2020. Lo perdieron todo. Trataron de salvar los electrodomésticos colocándolos encima de la cama para evitar que se mojaran, pero era como intentar vaciar una piscina con una cuchara.
«A nosotros nos pilló desprevenidos, compa. Allí también había un puente peatonal y también se lo llevó», dice el joven, que todavía recuerda cómo cruzó el río con el caudal por encima de la cintura porque su hijo estaba en la escuela y pensó que estaría aterrorizado. «¿Te acordás cómo me decías que no siguiera adelante?», le dice a un vecino. «Esta calzoneta y una camisa son las únicas ropas que salvé».
La casa de los Hernández es una anomalía en esta zona. Limpia, nueva, sólida. Recién pintadita de un verde algo algo chillón y con las puertas de madera relucientes. En cada una de las fachadas, una placa con la inscripción «Por una vida mejor» y la firma del presidente Juan Orlando Hernández. «No nos dejan quitarla», explica el joven. No es reclamo, solo constata un hecho. También podría ser peor. Asegura que hay otros lugares en los que la placa mide más de un metro. No en esta zona, donde estos cuartos son los únicos que se han construido.
El Calán es uno de los sectores más poblados de Villanueva, donde unas 150 casas fueron destruidas por la quebrada Chasnigüa. Un año después luce completamente apacible, aunque los efectos de su violencia son todavía visibles, salvo en casa de los Hernández. ¿Qué hace que esta familia tuviera la suerte de contar con este apoyo directo?
Hace exactamente un año, el propio Juan Orlando Hernández se paseó por la zona y le prometió que le construiría una nueva casa. Su cuenta de Twitter lo recuerda con una imagen en la que aparece el presidente hincado de rodillas dibujando un plano ante la vista de don Lencho, el abuelo de Héctor, un hombre menguado y con dificultades de audición pero que aún tiene la vara de mando familiar. Dos semanas antes de las elecciones presidenciales, casi un año después de aquella visita, el mandatario cumplió.
«A veces la gente dice cosas», dice el joven, ante la pregunta de por qué ellos, y no otros, fueron los primeros que recibieron la casa. «Esto fue por la visita del presidente, él vio que estábamos en la calle», afirma. Los huracanes, dice, fueron una maldición que se sumaron a las condenas con las que carga el 73 % de los hondureños, según la última encuesta del Instituto Nacional de Estadística, (INE) que vive bajo el umbral de la pobreza: falta de empleo, falta de expectativas.
Dice Héctor Hernández que la gente es complicada. Que es cierto que un gobierno del Partido Nacional le dio su casa nueva y que por eso los llaman «cachurecos» o «nacionalistas de corazón», pero que si hubiesen sido los liberales, le acusarían de ser liberal. «Aquí los nacionales estuvieron dando bonos, y no me ha salido esto. Y yo nunca renegué», dice.
¿Votará entonces el domingo? «No lo sé. Igual lo decido entonces».
En Villanueva gobierna desde hace 12 años el liberal Walter Perdomo y la mayoría de propaganda electoral luce el rojo y blanco de este partido. Se observa en los mototaxis, las tiendas, las fachadas. En la casa de los Hernández, una enseña azul nacionalista se levanta como un estandarte sobre las láminas recién estrenadas.
Amparo Caballero vive en la cuadra que sigue a la nueva vivienda pero pasa la jornada en una pequeña tienda construida con láminas y en la que vende frijoles y frutas. Antes esta era una casa en la que vivían sus hijos, sus nietos y hasta dos inquilinos. Pero el agua se desbordó y ella se quedó sin nada. No se queja de la buena suerte de sus vecinos. Dice que es un acuerdo al que llegaron ellos con el presidente.
Un año después del desastre provocado por Eta y Iota, miles de personas siguen sufriendo las consecuencias de los huracanes. En una intervención reciente, el mandatario Hernández afirmó que los daños causados al país alcanzaron los 45 mil millones de lempiras. Según el Comité Permanente de Contingencias (Copeco), al menos dos millones y medio de personas se vieron afectadas por los huracanes, la mayoría de ellos en el Valle de Sula. Según estos cálculos, dos de cada diez hondureños sufrieron de alguna manera el castigo de la naturaleza y de la vulnerabilidad en la que han estado condenados a vivir por mucho tiempo.
En diciembre del 2020, días después de la tragedia, el gobierno nacionalista de Juan Orlando Hernández anunciaba la inversión de 2 500 millones de lempiras en la construcción de viviendas permanentes para aquellos que las perdieron por los huracanes. En aquella ocasión, la ministra de la Secretaría de Inclusión y Desarrollo, Sedis, destacó que, de las 5.133 soluciones habitacionales permanentes, unas 3.283 estarían localizadas en el Valle de Sula, con una inversión de 1.067 millones de lempiras.
Pero en El Calán, el gesto de Juan Orlando Hernández es el símbolo de un estado ausente y arbitrario. Y ahora deben elegir entre Nasry Asfura, Xioamara Castro o Yani Rosenthal, los candidatos con más opciones de estar al frente de esa administración en la que no se confía. En diversos municipios hay alcaldes que aspiran a la reelección y que olvidaron por completo que en sus localidades malviven miles de afectados por los huracanes. En otros lugares, la ayuda se entiende como un mecanismo clientelar, como una forma de ganar adeptos o agradecer a los fieles.
No se puede decir cómo votarán las víctimas de las tormentas de hace un año porque no existe una organización que las aglutine. Hay quienes lograron subsistir gracias a las ayudas oficiales mientras que otros llevan un año malviviendo precariamente.
Lo explica Elesin López, de 69 años, quien vive en un pequeño ranchito de cartón y lámina, que tuvo que levantar él mismo, luego que su casa fue sepultada por un alud de tierra. Cuando llegaron las máquinas se preocuparon por despejar la carretera, pero él no recibió apoyo. «Yo soy liberal, pero ni siquiera ellos me ayudan. Bueno, me dieron una bolsa de comida, y cuando llegaron las primeras me lo recordaron», relata.
Alguien llegó y le dijo: «¿Recuerda la bolsita que le dimos? Para que vote». «Si queres te la pago», se queja López, alto y huesudo. Dice que le entregaron dos kilos de frijoles, otros dos de arroz y uno de manteca. A él, que ya estaba convencido de su voto, no le llegó más en el reparto de esa bolsa. «Muchos de los que se quedaron sin casa ya están reubicados», afirma.
Habla junto a un destartalado campo de fútbol que hace un año era el centro de reunión del sector. Ahora sigue desolado, con las gradas devastadas y grandes montañas de tierra sobre el césped. Nadie jugará ahí durante un tiempo.
«Mucha gente perdió todo», dice el hombre, que se queja de que al bajar de la casa tuvo un tropiezo y se lastimó la rodilla. Mala suerte para alguien que cargaba con su mochila para iniciar una procesión en busca de trabajo. Con 69 años y más de 6 meses sin conseguir empleo es muy difícil sobrevivir. Y eso no hay voto que lo resuelva. Aunque él tiene claras dos cosas: que nunca votaría al Partido Nacional y que Mel Zelaya fue el mejor presidente que tuvo Honduras. Otra cosa es su mujer, dice, «que nos quiere traer el comunismo».
A varios kilómetros de El Calán, en el municipio de La Lima, se encuentra la colonia Las Mañanitas. Este es otro de los epicentros de la devastación de los huracanes y la antítesis de la buena fortuna de la familia Hernández. Aquí reside Héctor Vásquez, un antiguo marino que lleva meses sin salir al mar y que maldice a todos los políticos que jamás se dieron un paseo por el lugar. «Nadie nos ha ayudado. Ni siquiera nos reconocen como que vivimos aquí, pero pagamos nuestros impuestos en La Lima», dice. En una lodosa calle que separa su vivienda de las colonias Suyapa y Flores de Oriente, aún se observan covachas de nailon y madera en las que familias como la suya se refugiaron durante meses.
«Ayuda de los políticos no hemos tenido, nadie se ha preocupado por nosotros. Hemos sido olvidados por la Municipalidad de La Lima», se queja Vásquez. Su comunidad está formada por 62 familias. Aquí todo el mundo perdió sus pertenencias. De hecho, apenas un par de casas se mantuvieron en pie. Las que ahora se están levantando fue gracias al apoyo de una ONG extranjera. No hay Estado ni municipalidad, ni se les espera.
Norma, la esposa de Vásquez, dice que bombardearon la alcaldía de La Lima con solicitudes para obtener alimentos o materiales de construcción, pero después de un año no han tenido ninguna respuesta por parte del alcalde José Santiago Motiño, quién ahora compite por la reelección con el Partido Nacional.
Sin ayuda, huir a Estados Unidos ha sido el recurso para muchos de los que malviven en la precariedad. Su hija, de 19 años, es una de ellas. Se fue en febrero del 2021 y llegó en marzo. Un familiar que vive en Estados Unidos pagó 12 mil dólares a un coyote para cruzar al norte. Tuvo suerte, aunque sufrió en el trayecto. En el último año, más de un millón de personas fueron detenidas en la frontera. La joven logró eludir a los policías mexicanos y a la Border Patrol, pero justo antes de que la entregasen tuvo un accidente que le dejó dañada la cadera.
«Ella no se quería ir, pero viendo la situación como estamos en la calle, sin casa y sin nada, pues tomó la decisión a última hora. No se quería ir, pero una tía le dijo que la apoyaba para que se fuera», cuenta Norma al borde las lágrimas.
De Las Mañanitas se han ido varias personas huyendo de la devastación que dejó Eta y Iota. «Se iban familias completas y lograron pasar», dice Norma, quien asegura que si encontrara una oportunidad para irse también lo haría.
«La situación aquí es muy dura, lo que dan es muy bajo (el salario) y cuando uno aplica a un empleo le piden cuatro años de experiencia, hasta a los recién graduados les piden experiencia. Eso ha sido una de las situaciones por la que la gente joven emigra a Estados Unidos, por la situación del empleo», dice Héctor.
Es difícil creer en el voto cuando uno no ve sus efectos. Aunque, como ocurre en muchos lugares del país, los habitantes de Las Mañanitas muestran una profunda desconfianza. Héctor dice que ni siquiera votará, que nada espera de las urnas. Su esposa, por el contrario, dice que irá a votar para que no «voten los muertos» y que lo hará por la oposición. Aunque una cosa es votar y otra creer que la papeleta tendrá su efecto.
Poca gente cree que las elecciones vayan a ser un proceso limpio y Norma no es una de ellas.