Por Perla Rivera
Tiene 10 años, es una especie de clarividente. Todo lugar que visitamos juntas siempre termina en conglomerado. Si salimos de paseo, una multitud aparece, sonríe divertida y dice; ¿Viste? Otra vez la magia.
Muchas veces despierta aturdida sollozando por alguna pesadilla o por un sueño incómodo, casi siempre suceden, dice, pero contarlos le alivia como decía su abuelita.
Sus viajes a la tienda son escoltados por su séquito de gatos: Coco, Tiger, Touluse, Negro, Niña y Bolita, seis en total. La escolta felina llama la atención en la calle y más de uno se frota entre sus piernas haciéndola parte de su manada.
Los cura y alimenta religiosamente. Conoce cada parte de su anatomía, y de sus gustos. En el barrio le dicen; La niña de los gatos.
Una de estas noches no podía dormir de un dolor de muelas. Desperté al escucharla quejarse y le pedí que se tomara un analgésico. Ella negó con la cabeza y con sus pequeños dedos tomó suavemente la muela, la arrancó de un tirón y la mostró orgullosa ante mi asombro.
Nada me complace tanto como sentirla cerca, parece que no le tiene miedo a nada y eso es contagioso. Aquella tarde leyó un hermoso cuento sobre un lugar en Japón y comenzó a dibujar gatos-tigres de Bengala y kimonos. La vi revisando en internet hasta el anochecer imágenes de búhos y costumbres asiáticas.
—¿Qué haces?— le pregunté inquieta.
—Me preparo para mi viaje a Japón, mami— me dijo con una seguridad enorme. Yo rezaba para lo que venía.