Cifras de homicidios cuestionables, una depuración policial oscura y una gran desconfianza generalizada hacia las autoridades en Honduras revelan profundas fallas estatales que permiten la violencia y la impunidad.
Autoras de investigación: Marna Shorack, Elizabeth G. Kennedy y Amelia Frank-Vitale.
Publicado originalmente en inglés por la revista NACLA
El oficial Méndez* no se hacía ilusiones acerca de combatir el crimen o hacer de su país un mejor lugar para vivir cuando decidió unirse a la Policía hondureña. Después de un intento fallido de migrar a Estados Unidos, necesitaba un trabajo y para ese momento la Policía estaba contratando personal.
La pintura descascarada y unas sillas en estado lamentable era lo que adornaban una sala de espera también en ruinas. A su vez, unos ventiladores medio rotos son los que aparentemente enfriaban el aire húmedo de aquella sala casi en estado de desmoronamiento. «¿Saben por qué la gente se va?», nos pregunta el joven oficial, no mayor de 21 años, en un raro momento de convicción. «Por la delincuencia… y las autoridades», agrega, moviendo la cabeza afirmativamente, «no hacen nada». Casi escupe sus propias palabras: la gente se va de Honduras por la delincuencia y las autoridades no hacen nada.
Todas nosotras habíamos escuchado esta afirmación antes, por parte de diversas víctimas y sus familias, migrantes, niños desplazados y madres que lloraban ante los cuerpos de sus hijos acribillados a balazos. Quejarse de lo poco que hacen las autoridades para proteger a las personas, detener el crimen y la corrupción, y llevar a los perpetradores ante la justicia, es común en Honduras. Sin embargo, escuchar a un joven oficial de policía pronunciar estas palabras, nos mostró cuán profundo es el enardecimiento y la impotencia.
En el 2012, tres años después del golpe de Estado que destituyó al presidente electo democráticamente Manuel Zelaya, Honduras conmocionó al mundo cuando se demostró que su tasa de homicidios se había convertido en la más alta que cualquier otro país fuera de las zonas de guerra ya que superó los 90 asesinatos por cada 100,000 habitantes. Con una tasa de homicidios de casi el doble, la segunda ciudad más grande y capital económica de Honduras, San Pedro Sula, se ganó el título de «Capital Mundial de Asesinatos». Desde entonces, muchos periodistas han dirigido su atención a Honduras, ansiosos por conocer las violentas acciones regentadas por las pandillas y los cárteles de la droga. Muchos medios de comunicación importantes continúan publicando imágenes de jóvenes tatuados, cuerpos ensangrentados extendidos en calles de tierra, niños excesivamente flacos con armas y mujeres angustiadas llorando.
Sin embargo, las pandillas, por más violentas que sean, son una consecuencia de la profunda violencia estructural que forma parte de los sistemas de control —y aparentemente, también de protección— de Honduras. En el año 2019, entrevistamos a policías, médicos forenses (MF) y fiscales en seis municipios de Honduras. Buscamos comprender la enorme brecha entre los sentimientos de inseguridad en las comunidades donde trabajamos y las cifras de homicidios promocionadas por el presidente hondureño Juan Orlando Hernández y, a la vez, en los Estados Unidos, con datos que parecían sugerir que existía una Honduras más segura. Nos quedamos con una imagen muy confusa de procesos dificultosos, ineficaces e inconsistentes; simpatía por los funcionarios públicos desilusionados y con exceso de trabajo y escasos recursos; y a su vez, una clara sensación de que, en general, las mismas autoridades no confían en las autoridades de Honduras.
Mejor es reaccionar y huir
Para muchos fiscales, la interdependencia de las instituciones estatales y las jerarquías duales de poder hacen que sea más difícil y más peligroso hacer su trabajo. El fiscal dirige las investigaciones sobre homicidios en colaboración con los forenses, la policía de investigación y, en ocasiones, la Policía Militar. Los fiscales y los forenses son parte del Ministerio Público (MP), la institución estatal que alberga tanto a la Fiscalía como también a MF. El fiscal autoriza las autopsias, supervisa la recopilación de pruebas, hace acusaciones formales y se presenta en la corte. Los fiscales trabajan con la Dirección Policial de Investigaciones (DPI), que está bajo el mando de la Policía Nacional y responden de manera directa al presidente hondureño.
En otro municipio, las oficinas del MP recién construidas, con pintura fresca, un logotipo llamativo y con aire acondicionado son parte de los signos reveladores de la ayuda que Estados Unidos destina al sistema de justicia hondureño. Sin embargo, a pesar del mejor espacio físico ofrecido, un fiscal estima encontrarse con 110 casos antiguos sin resolver, además de los 10 nuevos casos que recibe al mes.
Las manos del Abogado Gerry tiemblan mientras nos sentamos en una pequeña oficina sin ventanas. Es diplomático pero inequívoco. Durante diez años como fiscal, ha sido amenazado varias veces, con diversos grados de severidad. «Las amenazas son parte del trabajo», afirma. Un colega le aconsejó que no denunciara estos incidentes por su propia seguridad. De esa manera, él, como otros fiscales que entrevistamos, cambió de puesto cada vez que surgieron amenazas. Ahora, sin embargo, teme problemas más profundos.
«La policía… no confío en ellos», dice el Abogado Gerry en voz baja. «Están vinculados al crimen organizado». Aunque dirige las investigaciones, la policía responde a sus propios jefes, no al MP, por lo que, en última instancia no puede contar con ellos para que sigan sus instrucciones. También sospecha que los agentes policiales manipulan las escenas del crimen. Cuando no encontraron los casquillos de bala en un tiroteo, por ejemplo, él pensó que posiblemente la Policía había ocultado esta evidencia que es crucial. Tampoco confiaba en todos los miembros del MP y sintiéndose desamparado y desprotegido, el abogado Gerry considera renunciar por completo. «Mejor reaccionar y huir», concluye.
En otra ciudad, la abogada Marilyn estaba por terminar su turno de 24 horas, visiblemente agotada. Por lo general, los fiscales están de turno por 24 horas al menos dos veces por semana. Como ocurre con la mayoría de sus colegas, la reubican de lugar de trabajo cada dos o tres años por seguridad. El riesgo es parte del trabajo, explica. El día antes de hablar con nosotros, por ejemplo, se presentó en una audiencia judicial contra un pandillero acusado de violar a una menor. Él la miró. Cuando salió del juzgado, vio a alguien fotografiándola y grabándola. Llamó a la policía, solicitando un escolta, pero no se sorprendió cuando nunca aparecieron.
Otro fiscal presentó denuncias después de presenciar ejecuciones extrajudiciales por parte de la Policía Militar. La Policía Militar del Orden Público (PMOP) luego lo amenazó a él y a su familia. Años después, y tras retirar por completo su nombre del expediente, su caso quedó marcado como «resuelto». Ante esto, le empezamos a preguntar: «Y si usted, como fiscal, no puede obtener justicia…», nos respondió: «imagínense, los demás».
El mal viene con ellos
Después de los asesinatos de alto perfil registrados durante el año 2011, la presión aumentó para reformar la policía hondureña que ya era conocida por ser corrupta. En 2015, el presidente Hernández disolvió la unidad de investigación, la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC), creada en sí misma a raíz de las denuncias por violaciones a los derechos humanos, y la reconstituyó como la DPI. Sin embargo, los problemas policiales se extendieron mucho más, de tal manera que, en el año 2016, una comisión especial creada por decreto presidencial inició un proceso de depuración. Esta comisión estaba compuesta por representantes de la sociedad civil estrechamente vinculados a la Embajada de Estados Unidos y encabezada por el ministro de Seguridad, Julián Pacheco, quien fue implicado junto con el presidente Hernández en una investigación por narcotráfico en Estados Unidos en 2019. La comisión fue poco transparente ante sus decisiones de despidos de agentes policiales. Desde entonces han proliferado las unidades policiales. La última incorporación a este estado de seguridad en constante expansión es una unidad especializada en la vigilancia de los expolicías.
Así, de más de 5,000 agentes depurados a partir de 2018, ninguno había sido condenado por participación en actividades delictivas, pero al menos el 90 % de ellos recibió una indemnización total, según la comisión.
En Tegucigalpa, el director nacional de la DPI, oficial de policía civil de más alto rango en el país, habla con soltura pero no con franqueza. Está orgulloso del trabajo que ha hecho la policía, de los cambios y la profesionalización. Señala que sus oficiales todavía tienen poco personal, son mayormente jóvenes, y les falta capacitación, pero insiste en que su principal desafío está en el aspecto tecnológico: no tener los recursos para investigar completamente el delito cibernético.
El director explica que la DNIC era «ineficaz» y «ya había perdido la confianza» de los hondureños. No menciona que el exjefe de la DNIC, Carlos Alberto Valladares Zúñiga, admitió haber llevado a cabo asesinatos en nombre de un cartel de la droga, ni tampoco que fue sentenciado en un tribunal de Estados Unidos en el 2018 por tráfico de cocaína y cargos relacionados con armas. El director estima que casi el 95 % de los aproximadamente 2,000 agentes de la DNIC fueron depurados porque habían «cometido delitos» o «simplemente no eran de la calidad necesaria». Aun así, admite que «muy pocos fueron procesados». Antes de que pudiéramos terminar la entrevista, recibió una llamada telefónica del presidente de la nación, cerrando la conversación.
A pesar de la evaluación positiva del director, los oficiales y civiles emiten críticas mixtas a esa depuración. Un agente de la DPI comenta que se despidieron de sus cargos a «personas buenas y malas». El Abogado Gerry no se anda con rodeos y afirma: «La depuración no funcionó… Los actuales agentes son los mismos. Los entrenaron a medias, pero el mal vino con ellos». Entretanto, muchos civiles en San Pedro Sula, por ejemplo, creen que la depuración en realidad, lo que hizo fue eliminar a los oficiales honestos para proteger a los de arriba, es decir a los que están en altos cargos, ya sea, en la cadena de mando policial como también en las alianzas narco-policiales.
Esta desconfianza permanente significa que cuando los agentes intentan investigar, luchan por conseguir testigos que cooperen. En una ciudad que registra más de 200 homicidios al año, un agente de la DPI de mayor edad y experimentado se asegura de investigar solo el requisito mínimo de dos delitos al mes, y señala que se basa principalmente en los videos de vigilancia para «investigar». El oficial Méndez también reconoce que los testigos en las escenas del crimen rara vez hablan. Estima que la gente tiene miedo, afirmando que «no existe una verdadera protección para los testigos. Son vulnerables porque tienen que depender del fiscal para mantener la confidencialidad de sus identidades, en los documentos oficiales y en los tribunales, pero no hay garantías». Los fiscales y agentes de la DPI con quienes hablamos, conocían de varios testigos que habían sido asesinados.
Alguien está encubriendo algo
Durante un turno de 24 horas, la Abogada Marilyn a veces levanta 7 cuerpos y en un fin de semana, puede haber 11 muertos. Sin embargo, su ciudad registró oficialmente menos de 150 homicidios en el 2019. Le preguntamos qué es lo que explica esta reducción. «¿Reducción?» Repite ella, se ríe y abre sus ojos ensanchados. «No, no hemos visto ninguna reducción. Muertes hay… muertes horribles. Más que nada, muertes violentas y de jóvenes». ¿Cómo explicar las estadísticas? «Políticamente». dice ella, «quieren hacer parecer que se gobierna bien, y es exactamente lo contrario». Como dice otro fiscal, el Abogado Martín: «Alguien está maquillando algo». Se sospecha que «la gente está encostalando cuerpos y enterrándolos». El abogado Gerry insiste en que las tasas de homicidio y criminalidad no han disminuido. «Es política de Estado de que bajen los números», dice, y agrega que «son cosas que no se pueden tapar».
En un período de 6 años, desde el 2012 al 2018, la tasa de homicidio de Honduras disminuyó año tras año, generalmente en todos los departamentos. Para el año 2018, la tasa era de 41.4 homicidios por cada 100,000 habitantes, aún así la cuarta tasa de homicidios más alta del mundo, se había reducido a más de la mitad, y en los departamentos de más alto índice, como Atlántida y Cortés, había reducido a aproximadamente un tercio o menos. Esta notable disminución debería significar que las personas sientan una marcada diferencia en cuanto a su seguridad y protección. Pero las colonias con tasas de violencia particularmente altas no parecieron cambiar y a medida que disminuyeron las tasas nacionales de homicidio, las muertes indeterminadas y desapariciones siguieron siendo altas, al igual que la violencia sexual, la extorsión y otros delitos continuaron sin cesar y subcontados. Cuanto más escuchábamos las opiniones de las autoridades sobre la policía, más se comprobaba lo dicho por una experta en materia de homicidios que nos comentó que si la policía quisiera falsificar los números, simplemente instruiría a los mareros para que escondieran los cuerpos.
Si bien el analista se refirió a ocultar cuerpos de manera literal, un ocultamiento numérico de muertes violentas también puede contribuir a la disminución. En el 2013, Honduras cambió la forma en que se registran las estadísticas de homicidios, creando un observatorio de la violencia separado, el cual es administrado por la Policía Nacional. Así, para que una muerte se cuente como asesinato, un médico forense debe realizar una autopsia y declarar la muerte como homicidio. Sin embargo, en Honduras solo existen tres morgues completamente funcionales, a veces saturadas más allá de su capacidad. Un forense nos dijo: «Solo tenemos capacidad para hacer 16 autopsias por día, trabajando a toda velocidad… y no siempre podemos completar la autopsia». Otro forense afirmó que los cuerpos acumulados a veces presentan una carga de trabajo que, siendo realista, no pueden cumplir.
Y muchos cuerpos probablemente nunca lleguen a una morgue. El abogado Martín estima que en su ciudad, a MF solo llegan 7 de cada 10 cadáveres. En la jurisdicción del oficial Méndez, el fiscal estima que son solo 3 de cada 10. Más allá del reto de levantar cuerpos en zonas remotas, las razones que los fiscales finalmente señalan muestran la profunda desconfianza que tienen los hondureños con relación al Estado. Algunos temen no recuperar los cuerpos de sus familiares muertos, lo cual, suele ser el caso. Otros no pueden pagar el transporte de regreso de los cuerpos muertos de sus familiares a su lugar de origen. Y muchos consideran que las autoridades no investigarán nada acerca del asesinato de sus familiares de todas maneras.
¿A dónde van los grandes presupuestos de seguridad?
Al salir del despacho del director de la DPI, hablamos con dos hombres en una oficina etiquetada como «Asesores Colombianos». Estados Unidos, junto con la Unión Europea y Suiza, financiaron a la Policía colombiana para capacitar y asesorar a los hondureños por períodos de dos años, al igual que lo hicieron los agentes estadounidenses en el pasado. Así lo expresó un consultor policial que se ha dedicado a estas labores durante gran parte de su vida: «Es como el modelo policial gringo… pero latinoamericanizado».
Estados Unidos continúa exportando sus soluciones fallidas de seguridad. Quizás es por eso que uno de los forenses nos confía: «Estados Unidos dice que ayuda, pero no ayuda. Coacciona a los países». Al escuchar a la forense, el abogado Martín pregunta: «¿A dónde van los grandes presupuestos de seguridad?». Dejando la pregunta sin respuesta, niega con la cabeza y continúa: «Debería ir a la investigación y más escuelas … centros de salud y hospitales». Y se recuerda a una comunidad que se había organizado para solicitar este tipo de inversiones. Lo que obtuvieron fue un parque. «No creo que construir una cancha sea suficiente para prevenir actos violentos», agrega.
Su comentario sobre la «cancha» se refiere al tipo de proyectos únicos y altamente visibles que son favorecidos por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid). En todo Honduras, muchas colonias sin agua corriente, acceso estable a la electricidad o escuelas adecuadas, tienen una franja de terreno despejado con un par de postes de portería y una placa con el logo de Usaid. En una colonia con altos índices de violencia, Usaid proporcionó a la policía una máquina para hacer palomitas de maíz, con el propósito de que se pudieran organizar noches de películas comunitarias para mejorar las relaciones entre la policía y la comunidad. Algunas postas de la policía y las oficinas del MP reciben renovaciones y nuevas capas de pintura.
La asistencia de Estados Unidos a Honduras adopta muchas formas, pero cuantificar a dónde va y cuánto de ayuda llega no es una tarea sencilla. De 2016 a 2019, el Gobierno de Estados Unidos aportó al menos 618,18 millones de dólares en ayuda a Honduras. Es difícil precisar el total gastado directamente en la policía y en el ejército ya que la asistencia se distribuye a través de una ayuda bilateral, entre la Iniciativa de Seguridad Regional Centroamericana (Carsi) y el Departamento de Defensa. En el año 2017, de 181 millones de dólares en asistencia total a Honduras, el Departamento de Defensa canalizó 47 millones, según la Oficina de Washington para América Latina (WOLA). Aparte de estas ayudas, empresas estadounidenses también venden armas al Ejército hondureño. Además, se asigna algo de dinero para la región en general y el desglose por países no está realmente claro.
En el año 2019, Trump suspendió la ayuda al desarrollo a Honduras como retribución debido a la migración, pero esto no afectó la ayuda de seguridad canalizada a través de los departamentos de Justicia y Seguridad Nacional. Aunque esto provocó que algunas organizaciones no gubernamentales internacionales y nacionales cortaran programas y despidieran al personal, la mayoría de los ciudadanos y autoridades con los que hablamos no se molestaron. En general, expresan que nunca han percibido que la ayuda de Estados Unidos pudiera significar alguna diferencia en sus vidas diarias.
La mayoría de las autoridades están de acuerdo en que la pobreza es el mayor problema de Honduras. Sin ninguna ayuda estatal, expresa un fiscal, la gente tiene que «organizarse para protegerse». El oficial Méndez lo explica sencillamente: «La gente no nace en una cuna de oro y no tiene para pagar».
Un año antes, dos policías de una colonia con índices de violencia particularmente altos nos dijeron de manera similar que las pandillas de la zona «resuelven necesidades básicas», como la alimentación, la vivienda y el afecto, especialmente para los huérfanos o los niños cuyos padres viven en Estados Unidos. Y expresan que los recursos que se necesitan son «trabajadores sociales, enfermeras y psicólogos».
Muchos de los agentes de la DPI con los que hablamos lamentaron la falta de recursos, personal y capacitación. Los oficiales mencionaron haber recibido cursos especiales en Tampa, Florida, donde aprendieron las mejores prácticas de investigación, como tener cinco agentes en la escena del crimen. En Honduras, apenas con buena suerte, pueden contar con más que uno. Tampoco tienen suficientes agentes, ni vehículos, ni cámaras ni computadoras. Sin embargo, y si incluso se solucionara esta sorprendente escasez de recursos, tampoco se resolvería una realidad subyacente que nadie confía en las autoridades del país. El restablecimiento de la seguridad ciudadana en este contexto no se puede lograr agregando más unidades policiales u oficiales, o mejorando las postas de policía, o haciendo que las cifras aparentan que el país es más seguro. El Estado hondureño enfrenta el desafío que no es solo el de generar la fe en su capacidad para atender las necesidades de los ciudadanos, sino también y más urgentemente, en convencer a los hondureños que el Estado realmente se preocupa por ellos.
*Todos los nombres son seudónimos y las ubicaciones están ocultas para proteger las identidades de las diferentes personas que nos ofrecieron de buena fe su información.
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Marna Shorack, tiene una maestría en Derechos Humanos por la Escuela de Estudios Avanzados de la Universidad de Londres. Exbecaria Fullbright, su investigación de campo se enfoca en niños y jóvenes, violencia estatal y migración forzada en Honduras.
Elizabeth G. Kennedy es una científica social, principalmente basada en El Salvador, Guatemala, Honduras o la frontera entre Estados Unidos y México, desde 2011. Lo ha hecho de manera independiente, como parte de Human Rights Watch y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, con una beca Fullbright, y otros, ella ha entrevistado a más de 1,700 migrantes centroamericanos y 250 funcionarios y proveedores de servicios, compilando bases de datos para triangular la información recolectada en sus entrevistas.
Amelia Frank-Vitale, es candidata al doctorado en Antropología por la Universidad de Michigan. Basándose en trabajo de campo etnográfico de largo plazo realizado en San Pedro Sula, su investigación actual se centra en la subjetividad producida a través de vivir ciclos de migración, detención y deportación. Su investigación para este artículo fue apoyada por la Wenner-Gren Foundation, el SSRC, la IAF, el Fulbright, y el Weiser Center de la Universidad de Michigan.