El número de mujeres de El Salvador y Honduras solicitantes de asilo en Guatemala aumentó en 300 % en los últimos cuatro años. Dentro de esta población crece, imperceptible, la cantidad de mujeres trans que piden refugio en el país. Francesca, de Honduras, fue la única mujer trans de la caravana migrante de octubre de 2020,que eligió quedarse en el país. Esta es su historia.
Texto: Cindy Espina
Fotografías de Oliver de Ros
Editada por Elsa Cabria
Originalmente publicado en Agencia Ocote
Llevaba el pelo negro a la altura de las orejas. Tenía un corte paje. Llegó a Guatemala el 1 de octubre de 2020. Vestía pantalón de lona y una camisa de los Rugrats, una de sus caricaturas favoritas. Hasta ese momento, públicamente, solo se había identificado como hombre gay.
La llamaremos Francesca. Pero no es su nombre. Por cuestiones de seguridad, la organización que la acogió le recomendó no decir su verdadero nombre, ni compartir el contacto de sus amigas, ni de su familia. La historia de Francesca la cuenta Francesca.
Habla rápido, sin pausas. Se muestra elocuente y segura de lo que dice. Mira al frente. Usa mucha jerga de su país, pero de inmediato, explica qué significa. Dice «está largo» para referirse a que ahora se encuentra lejos de su barrio. Guatemala está largo de Honduras.
Es 25 de noviembre. Está de pie a un costado de la que ahora es su cama, en un refugio en Ciudad de Guatemala. La viste con una colcha rosada con estampado de las princesas de Disney. Desde pequeña había querido una así. Pero su familia se la negó. Por primera vez, en 17 años, se identifica como mujer trans. Tiene el pelo rubio, como un amarillo desteñido. Ahora, lleva el cabello a un lado y el fleco le cae al lado derecho del rostro.
Francesca se atrevió a existir en Guatemala, cuando solicitó al Instituto Guatemalteco de Migración (IGM) la condición de refugiada, a finales de 2020. Le permitiría tener un documento de identificación personal oficial y un permiso para trabajar. Un papel, el permiso, poco práctico porque las empresas privadas, bancos y hasta instituciones estatales no lo aceptan porque lo creen falso.
La única solicitante de asilo trans en Guatemala, de la segunda caravana de migrantes hondureños de 2020, se llama Francesca. Ella fue una de las 486 personas que pidieron refugio en Guatemala el año pasado. De este grupo, 13 se autoidentificaron como lesbiana, gay, bisexual, transexual, intersexual —persona con características biológicas masculinas y femeninas— o queer —individuo que se percibe fuera de las categorías preestablecidas— (LGBTIQ+).
El número de mujeres que pidieron asilo en el país creció un 300 %, entre 2016 y 2020. Once de ellas fueron mujeres trans. La última fue Francesca. Para entender este aumento, hay que pensar en cómo la política del Gobierno de Donald Trump limitó las posibilidades de pedir asilo en EE. UU. y en cómo forzó en 2019 a los países del norte de Centroamérica (Honduras, El Salvador y Guatemala) a constituirse como «países seguros», sobre el papel, para los migrantes que buscaban protección. Los tres países y México endurecieron su seguridad fronteriza. Y las caravanas fueron cada vez más reprimidas, muy lejos de EE. UU.
El bloqueo político derivó en un movimiento invisible y creciente, que ni una pandemia frenó: mujeres trans centroamericanas solicitantes de asilo en Guatemala. Mientras una mujer trans hondureña pidió refugio en Guatemala en 2016, en 2020 fueron cuatro.
De negro a canche*
Aquel 1 de octubre, Francesca no tenía planeado hacer un cambio de estilo en su cabello. Su plan era huir. Iba con una de las llamadas caravanas, esas muchedumbres que optan por migrar en masa y que salen periódicamente desde la estación de buses de San Pedro Sula, en Honduras. Un éxodo que ilustra miles de razones para abandonar su país. La de Francesca, el rechazo social a su género.
El destino final de esta hondureña era San Luis Potosí, México, porque ahí vive uno de sus dos hermanos. Dos cosas la detuvieron en Guatemala: los peligros que enfrentan los migrantes en México y la lejanía de su mamá.
Cinco días después de haber emprendido la ruta, Lambda —una organización que defiende y asiste a la población LGBTIQ+—, le propuso pedir refugio en Guatemala. Un delegado de la asociación encontró a Francesca y a otras cuatro mujeres trans cerca de Puerto Barrios, al oriente del país. Ellas decidieron frenar su camino porque el Ejército y la Policía Nacional Civil (PNC) detuvieron a casi toda la expedición de hondureños. Francesca aceptó quedarse. Se convirtió en una excepción a la regla de migrar más hacia el norte, como hicieron sus otras compañeras.
Al saber que las otras mujeres trans habían cruzado la frontera, Francesca se vino abajo. Se arrepintió de haberse quedado. Pero, oculta la frustración, solo la expone con quienes la ayudaron en el albergue de Lambda en Ciudad de Guatemala.
Francesca tiene 27 años, pero legalmente 32. Su padre le otorgó cinco años más de vida, porque fue borracho a inscribir su nacimiento. Con un metro sesenta de altura, presume que tiene bonitas piernas. «Es que me luce porque soy bien piernuda», dice con mucha emoción. En Guatemala se puso su primera falda.
Francesca no existía en Honduras. Allá era un hombre gay que solo llegó al tercero de básico por falta de dinero. Intentó trabajar en una maquila, pero se sintió discriminada por su orientación sexual y terminó renunciando. Entonces, junto a su mamá, se dedicó a la venta de tortillas. Por respeto a su progenitora, quien tampoco aceptaba su identidad como hombre gay, explica que no se atrevió a decir que era mujer.
En el clóset, junto a las blusas, shorts, pantalones y faldas que le regalaron en el refugio, tiene la vieja Biblia que le regaló su madre. Está abierta en la página del Salmo 91, un pasaje del Antiguo Testamento, donde Dios promete proteger a los que creen en él.
«No tendrás más que abrir bien los ojos, para ver a los impíos recibir su merecido», sentencia el Salmo 91, en su octavo verso, para referirse a las personas que no cumplen con las prácticas establecidas por su religión. «Yo siempre voy a tener abierta la Biblia en la parte de ese Salmo. Siempre», dice Francesca, sobre un hábito que heredó de su mamá.
Desde el 5 de octubre de 2020, Francesca vive en las instalaciones de Lambda. Es la encargada de ayudar con la limpieza, ordenar, apoyar a decorar y organizar actividades. Sentada en una pequeña sala, en el segundo nivel del albergue, se muestra feliz, como si nada malo le hubiera pasado.
Dice sentirse segura de ser una mujer trans en Guatemala, un país donde el 10 de enero de 2021 encontraron muerta por lapidación a una mujer trans en Escuintla. Un país donde el 16 de agosto de 2020 una mujer trans salvadoreña de 27 años, solicitante de refugio por violencia de género, fue asesinada a golpes en su domicilio.
Francesca prefiere hablar de perros, porque dice que le gustan mucho. Tenía un perro en Honduras, era un pastor alemán, se llama Jhon. «Gran perrote, solo su presencia daba miedo, pero era regalado y juguetón».
Negro
«Soy una chica que le gusta tener las uñas pintadas, el pelo pintado». Es 4 de noviembre y Francesca cumple un mes de estar en Guatemala. Su pelo aún es negro, con leves recortes en las puntas, que tocan sus orejas y sus cejas. Con mucha ilusión cuenta que en una semana se pintará el cabello, quiere que sea rojo. Una compañera, que vive con ella, se lo hará. Espera que sea antes de su primera cita para solicitar refugio.
La tormenta tropical Eta golpea Guatemala. Francesca se muestra preocupada, porque en Honduras, Choloma ha sido uno de los municipios más afectados. Y ella es de ahí. Su familia está bien, dice de un lugar que se convirtió durante semanas en un enorme lago.
Choloma está en Cortés, el departamento industrial de Honduras. Es el tercer municipio con mayor tasa de homicidios en el país. En Trincheras, su colonia en Choloma, ser trans es sinónimo de peligro. Ahora este barrio, que se levantó sobre las tumbas de las personas fallecidas por la fiebre amarilla que arrasó en 1905, donde un obelisco recuerda la primera guerra civil de Honduras, es un lugar muy violento.
Para tomar la decisión de huir de su país, Francesca cuenta que se sucedieron varios hechos. Los muchachos mañosos, —como llama a los pandilleros— la extorsionaban. A escondidas de su mamá, que padece de diabetes, les entregaba la cuarta parte de las 800 lempiras semanales (258 quetzales) de los ingresos de su venta. Cuando el propietario del local que alquilaban para vender tortillas, regresó de Estados Unidos (EE. UU.), las desalojó. No le gustó que un homosexual vendiera en una de sus propiedades. Dijo que iba en contra de su religión cristiana evangélica.
Su mamá la culpó del desalojo, y el hermano de Francesca y ella la sacaron de su casa. Se mudó a tres kilómetros de distancia, a la colonia López Arellano, conocida popularmente como La López, el barrio más grande de Choloma. Vivió gratis durante dos meses con dos amigas trans. Luego tuvo que buscarse un cuarto. Sin dinero y sin empleo, ellas la ayudaron a buscar una plaza en esa área para prostituirse como hombre gay.
A inicios de agosto, en La López, conoció a su primer y único cliente: un agente de la Policía Nacional de Honduras. Él sería su principal razón para huir.
Francesca se acomoda en el sillón de Lambda, eleva un poco la voz, pero titubea. La chica que parece confiar en los extraños, duda al hablar de él con una extraña.
Todavía es 4 de noviembre y una nube gris anuncia la tormenta que atravesará la región. Dice que el policía la amenazó con golpearla si la veía con otros hombres. Pero ella se la jugó: «Yo como soy bien lista hice como que le obedecí, pero fue en ese momento cuando me obligó a darle la dirección de mi casa porque quería llegar cuando él quería».
Francesca recuerda que sintió mucho miedo. No podía cumplir la exigencia de no prostituirse. No encontraba otra forma de ganar dinero. El policía se negó a darle un sustento económico mensual. No encontró otra salida, tenía que abandonar Honduras.
Dice que vio el anuncio de su caravana en redes sociales. Antes de irse, fue a despedirse de su mamá. La misma persona que no aceptaba que fuera gay, le dio dinero y una pulsera de oro suya. En toda historia de migración, subyace contradictoria una historia de amor.
Rojo
El cabello ya no es completamente negro. Ahora está un poco recortado y tiene mechones rojos muy anchos. Resaltan más que el negro. Ese color será temporal, porque tiene planes de cambiarlo a un tono más claro, más rubio. Ya no planea huir, ahora planea ser.
El 11 de noviembre, Francesca asiste, a las 10 de la mañana, a su primera cita a la Oficina de Relaciones Internacionales (ORMI). Lleva puesta una camisa rosada en la que se lee Positive Vibes. Solo espera 15 minutos. No es lo normal. Detrás de ella, hay una larga fila en el área de atención a refugiados. Va acompañada por Estuardo Moscoso, cofundador de Lambda. Él domina ese laberinto burocrático, Francesca aún no.
Dice que está segura de lo que va a decir, que no está preocupada. Porque es la verdad, afirma. Su verdad la tiene apuntada en un cuaderno de cubierta amarilla. Lo lleva por si se le olvida mencionar un detalle. Para distraerse, prefiere hablar del clima. Para una mujer de clima cálido, es frustrante no poder vestir falda. Ciudad de Guatemala, con un clima promedio de 23 grados, le resulta helada. Hoy hacen 20 grados.
En el cuaderno amarillo, Francesca tiene apuntado «el miedo fundado». Así llaman las autoridades migratorias a las causas que obligan a una persona a huir de su país. O sea, el relato que argumenta y sostiene la solicitud de protección que hace al Estado guatemalteco.
El problema, en parte, es que Guatemala cuenta con un Instituto Guatemalteco de Migración (IGM) apenas desde 2019. Esta es, quizás, la razón de la lentitud del trámite de refugio. Hasta hoy, las personas reciben una cartilla morada que las otras instituciones no reconocen.
Las reformas al Código Migratorio de 2016 definieron que sería el Registro Nacional de Personas (Renap) la institución que debía extender el documento oficial para refugiados. Como el IGM se constituyó hace solo un año, el Renap aún no emite la credencial.
El permiso de refugio será como el DPI, solo que será rosado. Incorporará un chip y eso evitara el rechazo que existe al documento actual, porque algunas empresas y bancos ya cuentan con lector de chip para los DPI.
El formulario solo da la opción para identificarse como sexo femenino o masculino. No reconoce otros géneros. Como si no existieran las personas no binarias —no identificadas con los géneros tradicionales o directamente con ningún género—.
Desde su pequeña oficina, Carla Ramírez, jefa de la ORMI, acepta la falta de diversidad de género en el formulario. Asegura que existen planes para modificarlo. Ella, una de las empleadas más antiguas de esa oficina, no aclara cuándo se hará esto ni qué categorías de género incluirá.
Además, Guatemala no ha creado un protocolo para atender a la población migrante LGTBIQ+. Esto ha ocasionado que la oficina de migración rechace muchas peticiones de refugio, principalmente porque las personas han tenido miedo, al momento del proceso de petición, de revelar su identidad de género o su orientación sexual.
Rubio cobrizo
El 25 de noviembre, casi dos semanas después de su primera cita en Migración, Francesca consigue un permiso de trabajo en Guatemala. Este trámite no le asegura el refugio. Tiene que renovarlo cada 30 días. Recién ha cambiado el color de su cabello.
Su pelo ahora es rojo cobrizo. No es el rubio que Francesca quería. Pero es lo suficientemente claro. Espera que al lavarlo, el agua haga lo suyo y se lleve el rojo hasta dejar su cabello con un tono más amarillo.
Los trámites siguen con el apoyo de Lambda. También su vida en Guatemala. Suele salir en grupos. Visita el zoológico la Aurora y la Antigua Guatemala. Pero sus paseos solo los registra en sus fotos de perfil de Whatsapp. Contrario a lo que solía hacer en Honduras, en donde cada fiesta, celebración o visita la dejaba registrada en Facebook. Vivir dos vidas en dos países es parte de su transición.
Dice que aquí, cuando ha salido del refugio a hacer unas compras cerca, los hombres «solo la han enamorado» y no la han insultado, como lo hacían en Honduras.
—¿A qué te refieres cuando dices que los hombres solo te han enamorado?
—Que me han dicho piropos, pues. Como: «mi amor, qué lindas estas» y me tiran besos. Eso es enamorar en Honduras.
En comparación con Honduras, Francesca minimiza el acoso.
El 14 de enero de 2021, Francesca escribe en Facebook un mensaje que después borra. Sube dos fotografías de ella en Honduras, cuando se presentaba como hombre gay. El mensaje habla de cerrar ciclos o terminar etapas. Francesca aún vive en Lambda. Su tiempo en ese lugar se acaba. Se irá en febrero, dice. Las medidas de seguridad de Lambda la tienen muy desesperada. Ahora no puede salir o usar su teléfono móvil.
Lleva tres meses en Guatemala. No tiene una vivienda y tampoco un trabajo. No tiene algo específico en lo que quiera laborar. En un mensaje de texto escribe que está dispuesta a aceptar de todo. Recepcionista, mesera o de encuestadora, quizá.
«Yo le voy a decir una cosa. Yo me voy a tener que acostumbrar a vivir en dos mundos», dice la mujer que no quiere cambiar su nombre legal, pero quiere conservar el nombre que considera artístico.
Cuando habla por videollamada con su mamá, siempre lleva camisa y pantalón. En esos momentos, Francesca deja de existir y regresa el hombre gay que dejó en Honduras. Oculta su nuevo atuendo, pero no puede tapar su pelo que cambia de color, que crece. Con su mamá se ha mostrado pelinegro, pelirroja y rubia.
Francesca cuenta con un permiso de estancia y trabajo en Guatemala. Eso no le garantiza que conseguirá empleo. Es probable que deberá que enfrentar a la discriminación y la violencia. Pero, al menos en Guatemala, su familia no la obligará a ocultar su identidad de género.
En una llamada a mitad de noviembre, le hace un anuncio a su mamá, un aviso de que no solo le verá nuevos tintes de cabello: «Que no le extrañe si algún día me ve vestida de mujer».
*Canche: rubio