Caperucita roja

Por Oscar Fernando Sierra

Portada tomada de Pixabay

 

Caperucita roja, dejó el mundo de la inmundicia en el wifi del hogar. Antes de ser una mujer entera en cuerpo y alma. Decidió convertirse en una asidua lectora de novelas rosas de Corín Tellado y de literatura de hadas madrinas. Con una especie de enciclopedismo aunado en las enseñanzas esotéricas de su abuela materna. Exalumna de una famosa bruja que actúa en Hansel y Gretel. «No es muy buena la película», me dijo Caperucita. Adquirió modales ortodoxos apegados a la iglesia luterana. Aunque no comulgaba con la santa iglesia católica, es obvio que simpatizaba con el marqués de Sade y Masoch. Se acomodó vertiginosa en el viejo sofá desgreñado en la sala maltrecha de la casa de tabla rolliza. La abuela en los últimos años, apareció con el mal de Alzhéimer y el síndrome del olvido prematuro. Su incursión en el Moulin Rouge fue estupenda. Ajada por la experiencia de ser mujer. Mucho recorrido en las autopistas del acto amoroso. Caperucita se acostó ahogada, un cansancio la dejó desmayada por unas horas. El silencio se dispersó entre el murmullo de ruidos quejumbrosos de la ciudad. 

—¿Pero vivían en un bosque? —me preguntó bajo la ecuación de dudas. —Perrault, no pudo hilar la verdadera historia de Caperucita roja —exclamó en la trama de la afirmación. 

Caperucita se hundió en un sueño profundo como en el cuento de La bella durmiente. Nada más que sin el beso del supuesto y dudoso príncipe hermafrodita. Sin el beso de sapo en invierno. Ni bajo el hechizo de alguna bruja famosa del condado. Su cara jovial y sus mejillas suaves y rosaditas como la superficie de una flor en primavera. Sabía que vivir en el bosque traía desconfianza, por eso la abuela hipotecó la casa de campo, más que el bosque empezó a ser taladrado por los señores feudales, y por futuros negociadores de madera en una de las mega urbes cercanas. Quedó varada en una inapelable deuda. Por eso, la abuela decidió salirse de ese desgastado cuento de Caperucita roja. Cansada de ver repetidamente que el lobo llegaba primero, le abría la panza a la abuela y se la comía. Me parecía que eran de esas crueldades aunadas en las novelas de Christon y King. También el lobo confirmó su retiro del menguado y viejo cuento de Perrault y de los famosos mediocres gramáticos alemanes, hermanos Grimm.   

El lobezno personaje, ya rayaba el CD-ROM, engañando a la inocente Caperucita media roja. Ya tenía decolorado el vestido y la caperuza de tanto usarla en el stunt del cuento. Incluso unos pintores descendientes de artistas renacentistas y de algunos seguidores de Goya, decidieron pintarla de blanco y negro como en los inicios del cine, a principios del siglo XX. Aunque, lo blanco es luz, y lo negro es oscuridad, no pueden ser contemplados como colores en la rosa cromática según la ley de Newton—me dijo mascullando. 

—¡No se le olvide la Caperucita azul de Antonio Rato!—

Además, a la abuela se le concedió la jubilación entre los personajes del cuento. Fueron calculados sus derechos de acuerdo a las reglas de Wall Street y las demandas de Walt Disney.  Incluso, todos los personajes de los cuentos de hadas, se organizaron en un sindicato, al estilo de Gramsci. Ogros, madrinas, brujas, gnomos, magos, duendes y gárgolas. Excepto las que salen en la película de Frankenstein (la reciente versión), y Van Helsing.  Donde los máximos directivos de Pixar y de la galaxia Gutenberg decidieron cambiar lentamente la trama desahuciada de Caperucita roja, por la bella y la bestia, que fue un ripio de la angustia romántica. En el casting, Caperucita Roja, tejió el vestido en la mejor sastrería de modistas de la ciudad, con policromía de hilos de seda de gusanos extraídos de la China Antigua. No de Wuhan. Despertó con cierto tono de terror y había soñado con el famoso payaso It de King. Sintió que el hombre con cara de payaso y solapa de colores en las mejillas la miraba subliminal con un acto de lujuria. 

—Soñé que me había engullido un venado de un solo lengüetazo, así como cazan los camaleones en la punta de las ramas —dijo con gesto de zombi en cuarentena.

El cannabis y los deseos de ninfómana en serie, puso punto final a su adolescencia o pubertad.

—¿Qué más ha soñado?  —preguntó el hombre de bata blanca con una mascarilla en la boca, anteojos transparentes, vellos gruesos en el mentón y patillas velludas extendidas hasta la orilla de las orejas.

—Soñé    , le repito, soñé que era caperucita roja en blanco y negro —me dijo en un tono de exasperación recostada en el diván. 

—¡Debe saber, señorita, que ese tal cuento que usted interpreta, no es más que episodios reprimidos en su niñez! Ese cuento mal interpretado no es para niños, debe ser calificado en la categoría C.  Eso de que usted se traga el venado de un solo lengüetazo, no es más que la oposición edípica materna y el grado complejo de culpabilidad escondido en la caja negra del inconsciente. 

Coreó las cejas, recostada. El doctor decidió por sí solo concertar una cita psicoclínica.

—Y déjeme decirle, hay tantas caperucitas rojas en el globo terráqueo. Una de ellas, va por una avenida, cruza el tráfico, el lobo acelera para llevársela raptada y violarla.

—¡Si, conozco ese cuento, es del escritor Vindel!

Caperucita Roja, cierra los ojos, parpadea, labios carnosos como Lolita de Nobokov. Con la mano derecha suelta el corpiño. Se despoja de la caperuza curtida de rojo. Cae el vestido transparente. Triángulo de raíz púbica. Su cuerpo suave como una flor nunca deshojada. Entre sus piernas se abre la rosa del ser y, como olas de mar. Se juega los melocotones rosados. Un dedo intermitente se desliza entre sus rojizos delicados labios, en la fórmula travesti de la seducción, el grosor de la saliva, lengua recia cayó sobre sus mejillas como un perro hambriento. Desde la geografía segmentada del ombligo hasta el secreto de su himenlaya. El viento con música choca en las techumbres y contra la ventana. Mano musculuda recorre velocípedo el cuerpo jovial y tierno. Musitó enloquecida.

—¡Sigue no te detengas! El lobo siempre me hacía esto, pellizcaba el pan que llevaba en el círculo de la canasta. Mordía las pasas de mis pezones, lástima que envejeció y lo declararon inútil en los siguientes cuentos.

—¡sigue! —me dijo desaforada, perdida en el laberinto de la pasión estilo La bella y la bestia. El doctor deslizó tembloroso las manos sobre la autopista erógena del ecuador taxidérmico. Oscilatoria mirada en el trampolín de las manos en el beso ofuscado de lo prohibido al final de la enmarañada tarde, en el vientre abandonado por el silencio de los alcaravanes, que escapan en el sudor de sus rostros marginados por el cansancio de los pesares, y la balada de cuerpos en la sinfonía de la oscuridad, se pierden en la longitud del tiempo en la piel erizada por el desacato de mordidas en el tráfago del cuello en la lasitud de la ternura cobijada por la exactitud de la eternidad.

—¡Es el erotismo de Sade o de Masoch, combinada por la erografía del posmodernismo xilográfico en la evidencia concreta de la desnudez oculta! —dijo alguien entre la conversación que se delató entre amigos del doctor.

El fuego amoroso de Caperucita con ademanes entre cortados, abotonándose el diminuto vestido escotado y con dibujos de quimonos en ristre, con el cadáver de un lupus dibujado en la parte inferior del vestido. El doctor se puso la gabacha blanca, después de mostrar la red de vellos que se expanden en su recio pecho de macho cabrío. Después del acto erótico ante el doctor, Caperucita, fue descubierta, por actos pervertidos, retirada por las leyes de censura. Por la representación de canibalismo que reflejó el lobo, y el deseo en líneas de fuga de la famosa adolescente. Ya no es la misma muchacha con espinillas, y pecas. Sus ojos como dos gotas de rocío. 

—Pero ese argumento lo vemos en un famoso cuento que fue llevado a una película mediocre.

Emigró a la ciudad donde formó parte de la pandilla de don Gato. Empezó a escuchar música de calle 13, AC/DC y Ramstein. La abuela murió de un infarto. Se desmintió que haya sido devorada por el lobo. 

Se descubrió, que la anciana, siempre lo esperaba en la cama, con sus cremas Max factor, bolsas protectoras anticonceptivas. Al final se envició en la vieja calle, la encontraron, cadavérica, ojos hundidos, el cabello se le iba cayendo. Otros dicen, que Caperucita, fallecería por una enfermedad que desvanecía la existencia inmunológica, las famosas cuatro letras del doctor Robert Gallo.

Oscar Sierra Author
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Oscar Sierra (Choluteca, 1978). Narrador, ensayista y poeta hondureño.
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