Son mujeres que acompañan, que cuidan, que sanan a otras mujeres sobrevivientes de violencia. Y lo hacen con las manos atadas. Llevan once meses sin cobrar su sueldo, porque el Gobierno no les ha pagado. La pandemia las obligó a reinventar la manera en la que ayudan a otras mujeres, en un momento en el que las caricias y los abrazos se convirtieron en lo más necesario, pero lo más prohibido. Esta crónica es parte de un proyecto regional de periodismo narrativo y mujeres, impulsado por el Centro Cultural de España en Guatemala
Proyecto: Crónicas de cuidado y resistencia
Autoría: Carmen Quintela/ Agencia Ocote
Ilustración Portada: Yavheni de León
Ilustración del contenido: Maritza Ponciano
En los pasillos de la casa, el silencio es tan profundo que te atraviesa.
Afuera llueve. El agua golpea de manera continua, con fuerza, los tejados, el patio, el techo de los vehículos estacionados. De vez en cuando llega de la calle una bocina ahogada, una moto sin silenciador, el chirrido de unas llantas al frenar.
Pero dentro, dentro de esta casa inmensa, laberíntica, con escaleras que suben y que bajan, con puertas cerradas, cuartos abiertos y alguna luz encendida, el silencio, otro tipo de silencio, es tan profundo que te atraviesa.
En la casa trabajan mujeres. Mujeres que defienden, que acompañan, que cuidan. Que sanan a otras mujeres que se sienten rotas. La casa tiene un nombre. Centro de Atención Integral para Mujeres Sobrevivientes de Violencia, se llama. Caimu, para abreviar.
Los Caimu son espacios que organizaciones de mujeres gestionan y que reciben (que deberían recibir) fondos del Gobierno. Hay siete en toda Guatemala y este es uno de los cuatro administrados por el Grupo Guatemalteco de Mujeres (GGM). Está en Ciudad de Guatemala.
El espacio es grande. No llegas a ver cómo de grande, pero lo es. Tres niveles. Cuatro, cinco, seis salones por cada uno, algunos grandes, otros chiquitos. Hay puertas que no se intuye qué guardan y gradas que serpentean por las paredes hacia saber dónde.
Al mirarla desde la calle, se puede adivinar que la construyeron de a poquitos, piso a piso. Un primer nivel de block, un segundo de ladrillo y un tercero con paredes de lámina atravesadas por unos grandes ventanales.
Al entrar, la sensación se confirma. Aquí dividieron este cuarto con un muro de tabla yeso. En este pasillo levantaron una pared con listones de madera, para hacer una oficina. Este acceso lo cercaron con una pequeña puerta improvisada. La casa parece estar viva. Cambia según vaya haciendo falta para esto o para esto otro.
Lo único que se mantiene en cada espacio es el color de las paredes. Mitad amarillo, mitad marrón, para imitar un zócalo que en algunos cuartos es real, de madera oscura y los mismos relieves de las puertas originales, anchas, pesadas, macizas.
Cada salón tiene lo mínimo, lo imprescindible. Un par de sillas por mesa, algunas computadoras, impresoras, un paquete de pañuelos desechables. Lo que más hay, eso sí, son muebles archivadores, donde se apretujan cientos, miles de expedientes.
Antes, la casa solía estar llena. Mujeres en terapia de grupo, en sesiones individuales. En reunión con abogadas. Mujeres que esperaban que las escucharan por primera vez, para empezar sus procesos.
Y niños. Niños bajo las faldas de sus mamás, deseosos de apilar bloques de plástico de colores, de jugar con peluches y de hacer que los muñecos cobraran vida. Las acompañaban, en ocasiones, para contarle a una psicóloga cómo se ve la violencia a medio metro de altura del piso. En otras, porque sus mamás no tenían con quién dejarlos en casa.
Después llegó la pandemia. Llegó para cambiarlo todo. Lo paró por un instante y luego tocó arrancar de nuevo. Cuando se habló de que la COVID-19 había entrado a Guatemala, de que se ordenaba un toque de queda y se prohibían reuniones presenciales, las mujeres dejaron de llegar a la casa. Todavía no sabían muy bien cómo, pero seguirían el trabajo cada una desde sus hogares.
Luego cerraron los juzgados y todo se detuvo. Los procesos que las mujeres tenían abiertos se estancaron. A las que buscaban ayuda por primera vez en el centro, les pidieron paciencia. Seguirían escuchándolas, a distancia, pero debían esperar. Muchas siguen haciéndolo.
Heydi Coyote es la trabajadora social del Caimu. Es la persona que recibe a las mujeres cuando llegan al centro. La primera que escucha sus historias. Ahora lo hace por teléfono. A veces, por mensajes de Whatsapp. «¿Están atendiendo?», le preguntan cada día unas diez veces.
La mayoría de las mujeres que llegan al Caimu son referidas por instituciones del Estado, como juzgados, centros de salud o fiscalías. Pero aquí no siempre pueden atenderlas inmediatamente.
Frente a su computadora, Heydi cuenta que manejan una lista de espera de unas 350 mujeres. Cuando abre la base de datos para verificar esta cifra, las filas con sus nombres son muchas más. «No, perdón. Serán unas 500… No. Más». En la pantalla hay 700 líneas y todavía no llegó al final del documento. Esta lista de espera es para empezar un proceso desde cero. Para que puedan escuchar sus historias y abrirles un expediente en el centro. Hay quienes llamaron hace meses para pedir apoyo y hasta hoy no les han podido devolver la llamada.
La mayoría de las mujeres que contactan al Caimu necesitan salir de la relación en la que están. Necesitan esa respuesta urgente. Y cuando Heydi se comunica ahora con ellas, tiempo después de esa primera llamada o de ese primer mensaje de auxilio, algunas ya no quieren recibir apoyo.
«Yo me he estado frustrando mucho, siento impotencia». A Heydi se le nota esa desilusión en los ojos, por encima de una mascarilla quirúrgica que le cubre la mitad del rostro. «Las llamamos y muchas dicen: “Yo lo necesitaba entonces, ahora no. Ya volví con él”» . Cuando escucha estas palabras, a Heydi le da una punzada en el estómago.
Las citas en persona se pasaron al Whatsapp, al Zoom y al teléfono. Claro, no es lo mismo. Nunca lo es. ¿Que si cambia la manera de atender a las mujeres? Por supuesto, responde Heydi. Las reacciones, dice. Eso es lo que más se perdió. Tener un vínculo a través de una palabra, de una mirada, que lo empieza todo, que hace que las mujeres se suelten y confíen.
Ese «no estás sola», que tanto les repiten, no es lo mismo escucharlo cara a cara, mientras les tienden la mano, que a un teléfono de distancia.
Cuando el Organismo Judicial anunció que los juzgados abrirían a finales de agosto, en el Caimu decidieron volver a la casa un par de semanas antes. Tocó sacar el polvo de los expedientes, poner las audiencias en agenda y llamar a las mujeres. Se hicieron turnos. Se dividieron en los salones. Cada una en su espacio. Distancia, mascarilla, gel.
A la entrada, los protocolos básicos de seguridad. El pediluvio, el termómetro, el alcohol en las manos, la ropa y los zapatos. Dentro, empiezan a verse algunos cambios. Levantaron muros en uno de los salones para dividirlo en tres salitas donde apenas caben una mesa y un par de sillas. El olor a pintura fresca delata el apaño que inventaron para poder desinfectar un espacio mientras se usan los demás.
Faltan mamparas, mejores sistemas de ventilación, pantallas y mascarillas para las mujeres que llegan. Saben que necesitan medidas para que el espacio sea seguro. Por eso prefieren, por ahora, mantener las citas a distancia. No quieren arriesgarse ni arriesgarlas.
Abrieron la puerta a algunas mujeres, que llegan en cuentagotas, si logran pagarse un pasaje de bus o un taxi que las acerque a un precio prohibitivo. Llegan si su caso es imprescindible conocerlo en persona o si lo necesitan, porque en el que debería ser su hogar no se sienten seguras.
Eso también las obliga a buscar nuevas formas de comunicarse. Algunas de las mujeres que atienden viven con sus agresores. Antes, para muchas, salir de casa para ir al Caimu era relativamente sencillo, hasta una manera de catarsis. Buscaban una excusa, hacían coincidir algún viaje en el que fueran a hacer mandados y se pasaban por el centro.
Ahora, por teléfono, la cosa se complica. Las mujeres buscan momentos en los que sus parejas no están en la casa, o en los que pueden llamar sin que ellos se den cuenta.
Heydi tuvo que aprender a entender las claves. Cuando un «ajá, ajá, ajá» significa «ahora no puedo hablar, mi esposo está escuchando». Y un «no, gracias, seño» es «llámeme mejor en la mañanita que él sale a trabajar».
Wendy Tobar es la abogada encargada del área legal del Caimu. Es difícil seguirle el ritmo. No para.
En su despacho, rodeada de carpetas nutridas por cientos de folios, empieza el baile de cada día. Primero, revisar notificaciones. Algunas mañanas, como la de hoy, son apenas dos. Otras pueden ser veinte. Luego, actualizar los expedientes. «Mi trabajo es desentrampar procesos», dice sin dejar de escribir, como si pudiera dividir en dos el cerebro.
Suena su celular. «Sí, mirá pues, el problema es que hubo un error en la sentencia y se está resolviendo por esta vía…». Cuelga. Suena de nuevo. «¿Cómo te fue? Mirá, ella no tiene que aceptar ninguna pensión que no le convenga». Teléfono fijo. Un dispositivo en cada oreja. «Ahora sí estoy contigo, decime». Una colega le pide la firma de un documento. «Mirá, aquí falta esto, esta palabra no está bien, mejor vuelve a imprimir». «Te escucho, te escucho». Cuelga. Llega un mensaje. Cierra expediente, abre otro. Otra firma. El celular.
Celebra que su hijo le enseñó a usar el Whatsapp en la computadora. En el Caimu les salvó la vida. Cuando lo abre, empiezan a caer mensajes. «Estos ya los contesté anoche, así que hoy no hay tantos». De reojo se ven unos cinco. ¿Hasta qué hora responde? No lo sabe. Hasta cualquiera, de madrugada incluso, «mientras esté en mis cabales».
Wendy hace un chasquido con la lengua cuando abre el primer mensaje. «Ay, “hijuelagran…”», se le escapa. Teclea con rapidez para contestar. La mujer con la que habla les contactó hace un par de días, por la noche. Al día siguiente tenía una audiencia. Su pareja la había demandado y le quería quitar la custodia de sus hijos.
Después de dos horas al teléfono y de resolver todas sus dudas, Wendy le recomendó llegar a la audiencia, no excusarse, aunque fuera sin abogada. Media hora después, la mujer la volvió a llamar. Un amigo le había dado otro consejo («“siemmmpre” pasa lo mismo», dice la abogada, resignada), que no fuera, que dijera que estaba enferma.
Ella le hizo caso a él, pero no salió como se esperaba. El juzgado rechazó su excusa. Desesperada y sin saber qué hacer, de nuevo, contactó con el Caimu. Wendy vuelve a suspirar y termina de contestarle.
Lo del Whatsapp y la atención remota viene de antes de la pandemia, del año pasado. Después de mucho pedirlo, Wendy consiguió que les autorizaran un teléfono, cuando se vieron desbordadas por los casos que llevaban las cuatro abogadas del área legal. Crearon un grupo con más de cincuenta mujeres que llevaban procesos de negación de asistencia económica. Por ahí las convocaron a una reunión.
Les dijeron que no las podría acompañar físicamente a los juzgados, pero sí les podrían asesorar por teléfono. Las mujeres aceptaron. Empezaron a escribir todos los días: «Mire, recuérdeme a dónde es que tengo que ir ¿Cuál es el documento que tengo que pedir? ¿Cuál es mi número de expediente?». Cada una tuvo que empaparse y conocer sus casos con precisión. Cada una se convirtió en experta de sus procesos legales.
La estrategia la reutilizaron para la pandemia. «Usted deje su mensaje y en un ratito que tengamos le respondemos», les dijeron a las mujeres que llamaban. A las abogadas les toma tiempo escuchar los audios y revisar los archivos que les envían, pero ahora ya no pueden acompañarlas a ninguna a las audiencias, ni a presentar documentos, ni a argumentar en una conciliación.
El piloto del Caimu encargado de los traslados es diabético e hipertenso. Una de las abogadas está en edad de riesgo. Así que acompañan a las mujeres distancia, les escriben en mensajes lo que tienen que pedir y cómo tienen que hacerlo. Y ahí van.
En el sofá del salón de psicología de niñas y niños, Mildred Valdez sujeta su celular con la mano derecha, sobre la pierna cruzada, mientras trata de mantener una postura erguida. Frente a ella, una montaña de juguetes que llevan meses sin ser jugados.
Está en medio de una sesión grupal, con otras cinco mujeres. Un espacio para que cada una cuente cómo ha pasado la semana, qué cambios ha notado. Mildred las guía, pero entre ellas se animan, se dan aliento, se entienden. «Qué bueno escuchar que está bien», le dice una a otra. Las voces suenan metálicas a ratos, entrecortadas, algún ruido de fondo, sonido de niños que reclaman atención o un perro que se asusta al escuchar un portazo.
Mildred les pide buscar un lugar tranquilo donde relajarse, y las invita a meditar juntas. Ojos cerrados, respiración lenta, imaginen una luz a la altura del corazón, que va hacia los pies y se convierte en raíces, que avanzan hacia la tierra. «Este es mi lugar seguro, aquí no entra nadie que yo no quiera», repiten todas casi al unísono. Algún audio llega desfasado, como un eco, pero no importa. En la distancia, que se hace más corta, las mujeres encuentran ese espacio de paz.
Mildred lleva ahora mismo la terapia de unas 170 mujeres. Además, las que llegan a terapia grupal. Al día atiende como mínimo a unas 8 mujeres. Antes, cuando no estaba sola en el área de psicología, cuando eran 3 las que daban terapia, se repartían entre ellas a unas 250.
Tuvo que ampliar horarios y algunos días empieza a las siete de la mañana a pasar consulta. Además de la lista de espera que maneja Heydi para una primera atención, Mildred también tiene la suya propia. No tiene el dato de cuántas mujeres tienen que esperar antes de una sesión. Solo le pide a Heydi que las ponga en agenda donde encuentre un espacio, que generalmente no se abre hasta que una mujer termina su proceso. Quisiera poder atenderlas, pero el día no tiene más horas.
Por qué se fueron las demás es una pregunta clave. Mildred, Heydi, Wendy y las otras nueve mujeres que trabajan en el Caimu llevan once meses sin recibir un sueldo. Es el problema de todos los años. Ya casi parecen resignadas a aceptar que la cosa no va a cambiar.
La historia es así. Los siete Caimus de Guatemala reciben fondos del Ministerio de Gobernación desde hace doce años. Antes, el Grupo Guatemalteco de Mujeres se financiaba con cooperación internacional, pero la Ley contra el Femicidio llegó a cambiar las reglas del juego en 2008.
En uno de sus artículos dice que el Estado de Guatemala está obligado a garantizar los recursos de los Caimu. Con los años, los montos han ido cambiando. Se empezó con 8 millones de quetzales, luego con 9,5 y después, cuando otras organizaciones crearon otros centros, se llegó a los 20 millones de quetzales (más de 2,5 millones de dólares).
Solo para los cuatro Caimu del Grupo Guatemalteco de Mujeres, se mantuvo esa partida fija de 9, 5 millones de quetzales (algo más de 1 200 000 dólares). Esto, sobre el papel. El problema es que, para liberar los fondos, el Ministerio de Gobernación debe firmar un convenio que siempre tarda meses en formalizar.
Todos los años, el Gobierno alega demoras en procesos internos para justificar la tardanza. Desde los Caimu lo ven más bien como una estrategia para debilitar a las organizaciones que apoyan a las sobrevivientes de violencia.
El año pasado, por ejemplo, recibieron los fondos el 29 de diciembre. Tuvieron tres días para ejecutarlos. Para pagar salarios y servicios pendientes, antes de que terminara el mes. No hacerlo a tiempo implica que, cuando se les vuelva a asignar la partida en el presupuesto anual, el Estado argumente que no necesitan tanto dinero: cómo van a necesitarlo si no se gastaron el del año anterior. De hecho, para el presupuesto aprobado para 2021, la partida para los cuatro centros Caimu se redujo a poco más de dos millones de quetzales. Este año todo apunta que no será diferente. A finales de noviembre todavía no tienen certeza ni siquiera de si recibirán el dinero o no.
Las mujeres están trabajando gratis. Dedican todas las horas posibles del día a defender, acompañar, cuidar y sanar a otras mujeres sin recibir un salario. Es una carga que pesa.
Mildred tiene que decirles a las mujeres que llegan a terapia que «todo va a estar bien», que «vamos a ver cómo solucionamos su caso», cuando a veces ella está en la misma situación: «Yo no me puedo exponer ante la gente, pero personalmente cuesta un montón. Ya son once meses y mes a mes tienes que ver cómo le haces». Lleva tres años en el Caimu. Tres años de no recibir su sueldo de todo el año hasta diciembre.
Las mujeres se apoyan en sus familias. A Heydi, por ejemplo, la ayudan sus hermanos, sus padres y sus amigos. «Al final, cada una ve cómo sale de la situación». Medio con sarcasmo, medio no, dice que ellas también son sobrevivientes de violencia.
Algunas, con mucho dolor, se bajan del barco. Las demás no les pueden reclamar nada. Por mucha vocación que sientan y muchas ganas de ayudar a las mujeres que tengan, también tienen que comer.
La pregunta parece evidente: ¿Por qué no buscan alternativas? Otros donantes, cooperación internacional, proyectos de fundaciones. Wendy lo ve como un pulso. Un pulso constante, lento, doloroso. De un lado, los centros de apoyo a mujeres. Del otro, el Gobierno. Y en este pulso, el antebrazo de las organizaciones de mujeres está a punto de tocar la mesa. Rendirse, dejarlo caer, soltar la mano entumecida, supone perder unos derechos que costó mucho ganar.
«Si nosotras nos hacemos a un lado, si nos quitamos de los espacios ganados, alguien más los va a ocupar y no lo van a hacer en beneficio de las mujeres», reflexiona Wendy. «Es tremendo, pero ni modo, ¿verdad?».
La abogada se encoge de hombros y vuelve a sumergirse entre sus documentos. Quiere dejar «la mesa limpia» antes de terminar el año, para empezar el siguiente con el menor número de procesos abiertos. De reojo mira una pila de catorce expedientes de casos de negación de asistencia económica que todavía no le dio tiempo a revisar.
Aunque el silencio de sus pasillos parece decir lo contrario, la casa sigue funcionando. De una o de otra manera, tiene que mantenerse en pie. Como un oasis, con un espacio de sanación. Como un refugio a distancia para las mujeres rotas.
*Este es un proyecto coordinado y apoyado por el Centro Cultural de España en Guatemala (CCE/G) en alianza estratégica con Agencia Ocote (Guatemala) —como coordinadora editorial—, Contra Corriente (Honduras) y Alharaca (El Salvador). La publicación de las tres crónicas se realiza entre el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, que se celebra el 25 de noviembre y durante los 16 días de activismo contra la violencia de género. Este proyecto cuenta además con el apoyo de los Centros Culturales de España en Tegucigalpa, Honduras y en El Salvador.