Texto: Claudia López
Fotografía: Martín Cálix
El paso del huracán Eta por nuestro territorio ha dejado muerte, desolación y sin duda ha profundizado más la pobreza a la que está sometida el 67.4 % de la población hondureña, según datos de la Comisión Económica para América Latina (Cepal). Si antes de la pandemia por la COVID-19 las proyecciones de crecimiento económico real que se traducía en mejorar la calidad de vida de las mayorías empobrecidas no eran esperanzadoras, con la llegada de Eta a Honduras el panorama es más sombrío.
Muchas personas, además del profundo e indescriptible dolor de perder familiares, amigos y compañeros, perdieron sus bienes o lo poco que con tanto esfuerzo habían obtenido intentando vivir con un mínimo de dignidad. Yo me encuentro entre las personas afortunadas y privilegiadas, pues a pesar de que el río Pelo se desbordó a unas cuadras de mi casa, se quedó a unos metros y no continuó subiendo. Fueron noches de angustia sin tener comunicación con nuestras familias y aunque me mantuve informada siempre (a la manera antigua con un radio de baterías y de manera efectiva a través de Radio Progreso), no tenía claridad de la dimensión de la tragedia.
Cuando la lluvia cesó, salí a comprar víveres y confieso que aunque creía estar informada de lo que estaba pasando por lo que escuchaba en las noticias, chocar de frente con esa realidad tan dolorosa y ver a tantas personas en la calle: bebés, niñas, niños, mujeres, hombres, personas mayores con sus rostros desolados y desesperanzados apenas con su ropa y algunos con sus mascotas, me partió.
Luego pensé en las muchas mujeres que observé cargando bebés, amamantándoles o alimentando a sus hijos, cuidando a personas mayores, distribuyendo alimentos, asegurándose que toda la gente se alimentara, incluso antes que ellas. Estas eran escenas que retrataban la secundarización de las mujeres, siempre cargadas de los trabajos de cuidados y siendo las últimas en satisfacer sus necesidades más básicas. Si bien a los hombres también les afecta las consecuencias de una crisis como esta, a las mujeres nos golpea de una manera desproporcionada, por muchos factores, entre ellos el económico y la vulnerabilidad a ser objeto de violencia a la que estamos constantemente expuestas por razones de género.
Con relación al tema económico hay datos concretos que muestran sin lugar a dudas que las mujeres en todo el mundo (Honduras no es la excepción), tenemos las peores condiciones económicas, es lo que conocemos como la feminización de la pobreza. Según datos de la Organización de Naciones Unidas, de cada diez personas pobres siete son mujeres. Por su parte ONU Mujeres señala que «en todo el mundo, las mujeres ganan menos que los hombres. En la mayoría de los países, las mujeres en promedio ganan solo entre el 60 y el 75 % del salario de los hombres» .
Los datos revelan que las mujeres tienen más opción de empleo, pero en el ámbito informal, lo que se traduce en empleos precarios y mal remunerados. Solo con estos datos es clara la desventaja económica y con mayor vulnerabilidad frente a las condiciones que tienen los hombres, mismas que se sostienen por el sistema patriarcal y que en muchos casos se profundiza por factores de discriminación interseccional, es decir aquellas mujeres que además de su condición económica precaria suman factores como el ser niñas, mujeres mayores, con discapacidad, pertenecer a la diversidad sexual o pertenecer a un pueblo originario, entre otros.
Creo que también es oportuno y de vital importancia referirme a la paternidad irresponsable, para esto no requiero acudir a datos estadísticos, pues es una dolorosa realidad que constato todos los días en el trabajo que realizo (abogada y jueza), ya que una de las formas de violencia doméstica más frecuente es la violencia patrimonial o económica. Miles de madres y, en concreto según datos de la Cepal, 700 000 hogares en Honduras son sostenidos únicamente por mujeres, es decir que si previo a la pandemia por la COVID-19 las condiciones económicas de las mujeres y las posibilidades de desarrollo real ya estaban comprometidas bajo el auspicio del sistema patriarcal en contubernio con el capitalismo explotador.
Sumada esta otra crisis causada por los embates de Eta, la situación puede agudizarse si no se toman las acciones necesarias que requieren miradas y esfuerzo estatales con enfoque de género. Significa que muchas de esas mujeres que vi en la calle son mujeres que además de haberlo perdido todo, enfrentan la vida, la alimentación de sus hijos e hijas sin la debida corresponsabilidad de los padres y sin que lamentablemente haya manera coercitiva para que los progenitores irresponsables cumplan con su obligación.
La situación de vulnerabilidad que vivimos las mujeres a ser objeto de violencias —es decir la violencia por razón de género— y hablando específicamente de la violencia doméstica, es la segunda causa más frecuente de denuncia en el país. Según datos del Ministerio Público y de estas acusaciones al menos el 98 % son interpuestas por mujeres. Si en la «normalidad» el «estrés de las deudas o de la vida diaria» ha sido una excusa que los agresores expresan como justificación para violentar a sus parejas, de manera empírica podemos esperar que en el escenario actual esa forma de violencia contra las mujeres se exacerbe.
Recordemos la obligación estatal en el marco de emergencias, tal como ocurrió con la pandemia por la COVID-19: «La CIDH llama a los Estados a cumplir con su deber de debida diligencia, investigando los hechos de manera pronta y exhaustiva, juzgando y sancionando a sus responsables, y reparando a las víctimas y sus familiares. Estos procedimientos deben contener un enfoque de género y la protección integral a las víctimas». Además de la violencia doméstica existen otras formas de violencia contra las mujeres y niñas como la violación sexual y el acoso, que no son denunciadas de manera frecuente por diversas razones, entre ellas el miedo al agresor o que a este se le proteja por ser pariente cercano, enfrentarse a una justicia patriarcal, la culpabilización de las victimas, entre otras. Todo esto evidencia los fallos por parte del Estado que debería ser garante de derechos.
La ONU ha dicho que en todo el mundo, una de cada tres mujeres ha sufrido violencia física o sexual en algún momento de su vida, estas formas de violencia que en situaciones de crisis como la generada por Eta sitúan a niñas, niños y mujeres en situación de mayor riesgo. Sin embargo, con enorme dolor —aunque no con asombro— en este momento he leído denuncias en redes sociales sobre violaciones y agresiones sexuales a niñas y mujeres en albergues.
Debe ser traumante y profundamente doloroso que después de salir huyendo del hogar para salvar su vida, estar en la situación de víctima por agresión sexual.
Estos actos condenables vienen desafortunadamente a reafirmar que la niñez y las mujeres se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad especialmente en situaciones de crisis o emergencias. Ante estos hechos es necesario en primer lugar visibilizar estas realidades, acompañar desde el respeto y la ternura a las víctimas, exigir justicia y continuar accionando y demandando para que el Estado por fin cumpla con sus obligaciones internacionales de protección a la mujer y que en este momento de emergencia, donde niñas y mujeres se encuentran en albergues temporales, refuerce la debida diligencia, en el sentido de tomar decisiones apegadas a los estándares internacionales de protección a mujeres y niñez.
Es de suma importancia que se garantice el derecho a vivir una vida libre de violencias, con un enfoque de género integral de prevención, investigación, sanción a los responsables y reparación de las víctimas. Hoy más que nunca debemos ser vigilantes, pues en una sociedad como la nuestra en la que se «sobrevive» en crisis permanente evoco las palabras de Simone de Beauvoir: «No olviden jamás que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados. Estos derechos nunca se dan por adquiridos debemos permanecer vigilantes toda nuestra vida».