Una institución para todo: la función política de las FF. AA. en Honduras

Texto: Knut Walter y Otto Argueta*

Fotografías de archivo: Martín Cálix

Introducción

La pandemia por COVID-19 ha expuesto dos grandes problemas estructurales en Honduras. El primero es que  hizo visibles los efectos que producen en la población la precariedad de las instituciones, su abandono y saqueo. El segundo es la necesidad del gobierno de recurrir al uso de la fuerza jurídica y física para preservar el control sobre una población decidida a no acatar las medidas porque eso no le permitiría sobrevivir económicamente. Ante eso, han sido las Fuerzas Armadas (FF. AA.) quienes asumieron la conducción operativa de las medidas tomadas por el gobierno para enfrentar la pandemia.

Desde el 16 de marzo de 2020, cuando se habían detectado seis casos de COVID-19 en el país, el Gobierno de la República decretó la suspensión de nueve artículos constitucionales en un toque de queda, la medida más estricta con la que se ha enfrentado a la pandemia. Hasta la fecha, esa suspensión continúa y durante todo este tiempo las fuerzas de seguridad —policías y militares— se han desplegado en las principales ciudades del país para controlar la movilidad de la población. Hasta el mes de agosto, esta medida produjo la detención de más de 54 000 personas que luego de 24 horas fueron puestas en libertad. La Policía Militar del Orden Público (PMOP) —el brazo policial de las FF. AA.— también fue parte de la fuerza de choque frente a diferentes manifestaciones de descontento de la población, sobre todo protestas por hambre. Adicionalmente, las FF. AA. han tenido un rol protagónico en asuntos de atención de la pandemia, por ejemplo, un general de brigada es la cabeza de la junta interventora más importante en estos momentos, tras los escándalos de corrupción de la institución de Gobierno con más presupuesto ejecutado en la emergencia sanitaria. Esto ocurrió luego de que esa institución fuera señalada de cometer diversos delitos relacionados con la malversación de fondos públicos, entre ellos el fraude cometido durante la compra de siete hospitales móviles para enfrentar la pandemia. También, los militares han coordinado el trabajo de otras instituciones durante la crisis sanitaria y su participación se diluye en múltiples tareas que van desde repartir bolsas de alimentos a familias pobres, hasta sobrevolar con helicópteros militares la capital, llevando líderes religiosos que interceden por la población ante lo divino.

Sin embargo, todas estas acciones no son nuevas para las FF. AA. en Honduras. Desde 2009, luego de su participación directa en la ejecución de un golpe de Estado, retomaron el rol protagónico en la política que una vez tuvieron en el país. En esta ocasión no lo hicieron de forma directa a través de un Gobierno militar o una junta., como la historia lo demuestra reiteradamente. Han sido, desde ese año, el soporte de tres gobiernos del Partido Nacional que han debilitado la ya vulnerable democracia hasta el punto de ser una autocracia, una forma de dictadura que ha preservado la formalidad de la institucionalidad democrática, pero que ha concentrado el poder en una sola figura. Esa institucionalidad es cada vez más estéril y carente de legitimidad, controlada por un partido político con acciones que califican como mafiosas. Ante toda la inestabilidad que eso produce están las FF. AA. como sostén de un país que parece siempre estar al borde del abismo.

La democracia no salva a Honduras ni se salva a sí misma. La democratización ocurrió debido a presiones externas de los Estados Unidos y fue un proceso marcado por la herencia de una competencia violenta, caudillista y desleal entre los dos partidos tradicionales: el Liberal y el Nacional. Ese proceso —frágil y desconocido en la historia del país— no solo enfrentó la adversidad de su propia clase política, sino también al retraso en que quedó sumido después del huracán Mitch en 1999, del cual aún hoy no se recupera.

La persistencia de los dos partidos políticos más grandes nunca se tradujo en un proyecto de país duradero. El saqueo de los recursos públicos ha sido, al contrario, una constante de la cual las FF. AA. formaron parte, por un lado de manera directa a través de la conducción del gobierno o bien por medio de la tutela que miembros de la institución ejercen en los partidos en gobierno.El imaginario nacionalista, celoso y protector, que caracterizó al ejército de Guatemala durante la segunda mitad del siglo XX y que produjo levantamientos y luchas internas frente al uso del territorio por milicias apoyadas por Estados Unidos para combatir enemigos en la región, nunca existió en Honduras. Al contrario, durante ese período, Honduras fue un país en donde cinco ejércitos tenían presencia y operaciones: el norteamericano, rector y financista de la contrainsurgencia; el salvadoreño y guatemalteco para entrenamiento; la Contra nicaragüense y, por supuesto, el hondureño.

Las FF. AA. hondureñas aceptaron eso a cambio de recursos para la institución, pero también para una oficialidad que controló al Estado. El Gobierno de Estados Unidos entregó equipo, adiestramiento y apoyo político a cambio de convertir al país en un territorio estratégico para la contrainsurgencia regional con la base militar norteamericana de Palmerola como principal símbolo de la importancia del país en la agenda norteamericana.

El protagonismo que tienen hoy las FF. AA. en la política hondureña tuvo su impulso más reciente en 2009, pero la trayectoria es larga. Ha sido el socio confiable de una clase política conflictiva y mafiosa y de los Estados Unidos. Unos buscando la estabilización del país para garantizar el acceso al Estado y el saqueo de sus recursos, y el otro esperando que la conflictividad no rebase ciertos límites. La corrupción ha sido una constante que hoy más que nunca se legitima cuando el mismo presidente de la República tiene el vínculo de su hermano y un buen grupo de sus funcionarios de confianza con el narcotráfico. La reelección de Juan Orlando Hernández en 2017 no solo produjo un estallido social que profundizó la polarización, sino que violentó el proceso electoral. Ni las elecciones de 2009 ni las de 2017 respetaron lo estipulado en la constitución política de Honduras, la que las FF. AA. están llamadas a defender.

El país ha entrado ya en un nuevo proceso electoral que tendrá lugar en 2021, y lo hizo bajo la sombra de una posible segunda reelección del actual presidente, la candidatura del liberal Yani Rosenthal quien cumplió una pena de treinta meses de prisión en Estados Unidos por delitos relacionados al lavado de activos y narcotráfico, y una oposición de izquierda débil y carente de legitimidad. En Honduras no es la institucionalidad democrática la encargada de proteger la democracia. Son los militares quienes, por delegación constitucional, deben garantizar —incluso por encima del Tribunal Electoral— los procesos electorales y la democracia, pero los resultados de eso son hoy todo lo contrario: una autocracia con procesos electorales fraudulentos y conflictos sociales que hacen del país un territorio inhabitable para miles de sus ciudadanos. ¿Qué han sido, entonces, las FF. AA. en la vida política hondureña? ¿Cómo entender una institución tan sólida en un país de instituciones precarias? ¿Cómo se explica que la institución sea el socio fiable de las élites económicas y políticas y de los Estados Unidos?

En este artículo se recurre a la historia como herramienta explicativa. En una sociedad los cambios ocurren cuando fuerzas sociales y políticas compiten e imponen sus proyectos en momentos críticos, que son períodos de alta tensión social. En Honduras esos momentos han sido el resultado de una competencia de actores políticos diferentes por su signo pero que buscan con frecuencia el mismo objetivo: el control de lo público para el beneficio privado. No ha existido fuerza suficiente en actores políticos que busquen objetivos diferentes: democráticos en el sentido de gobernar, con eficiencia y eficacia, en beneficio de la colectividad. A eso se suma que la presión internacional para la democratización, especialmente la de Estados Unidos, ha sido a medias, siempre consciente de que en el país basta con la contención casi siempre represiva del descontento social. Los militares son el fiel de una balanza que, por lo general, no se ha inclinado hacia la democracia en Honduras y con la cada vez mayor expansión de sus funciones no militares, la posibilidad de que otras instituciones o actores políticos asuman ese papel parece esfumarse.

Honduras, país sin ejército (1900-1954)

Honduras nació a la vida independiente con el resto de Centroamérica y pronto se vio envuelta en los conflictos entre las nuevas naciones del istmo. Su posición geográfica en el preciso centro de la región —compartiendo fronteras con tres países más— convirtió a Honduras en ruta de paso de ejércitos y campo de batalla, a lo cual se agregaron múltiples conflictos internos entre bandos políticos que luchaban por controlar el gobierno radicado en la primera capital de Comayagua y posteriormente en Tegucigalpa, el histórico centro minero que se convirtió en la capital en 1880. El problema de las guerras con los países vecinos se resolvió en gran medida cuando todos los países centroamericanos suscribieron un tratado de paz y amistad en Washington, en 1907, que, entre otras cosas, declaró a Honduras como país neutral. No obstante, el país siguió siendo escenario de enfrentamientos armados entre sus dos fuerzas políticas principales a comienzos del siglo XX —Liberales y Nacionales— que terminaron finalmente en 1932 cuando el general Tiburcio Carías Andino asumió la presidencia y puso fin a las luchas políticas violentas al implantar una dictadura severa.

Antes de que Carías acabara con las guerras civiles, el uso de la fuerza para alcanzar objetivos políticos en Honduras ha sido descrito como «militarismo sin militares», en tanto que los oficiales y la tropa no habrían recibido mayor formación. El gobierno estableció una escuela militar en 1904, pero fue clausurada ocho años después por otro gobierno de filiación diferente. Esto no impidió que proliferaran generales y coroneles nombrados a dedo por sus hazañas militares y lealtades políticas. Por ejemplo, en 1899 había 53 generales de división y de brigada, 242 coroneles y tenientes coroneles, 592 capitanes, 972 tenientes y 932 subtenientes, es decir, un total de 2791 oficiales y suboficiales al mando de 36 686 miembros de tropa en ese año, una relación de aproximadamente de uno por cada trece, sin embargo, el verdadero poder militar se concentraba en los comandantes de armas de las cabeceras departamentales, quienes hacían y deshacían casi a su antojo. En la capital, el presidente ejercía un mando directo sobre su guardia presidencial pero las distancias y la condición de las comunicaciones terrestres y telegráficas en Honduras a comienzos del siglo XX no le permitían controlar mucho más que eso.

Las mismas constituciones políticas de 1894, 1904 y 1924 se refieren al Ejército como una «fuerza pública […] instituida para asegurar los derechos de la nación, el cumplimiento de la ley y el mantenimiento del orden público» que se organiza a partir de «milicias» conformadas por reclutas de un «servicio militar obligatorio» que recaía, obviamente, sobre los sectores más pobres de la población. Fue solamente hasta la constitución de 1924 que se mencionó la creación de un estado mayor del Ejército y de academias militares «para la enseñanza e instrucción de las diferentes armas del Ejército». Para entonces buena parte del norte de Honduras se había convertido en un enclave bananero donde la seguridad de las empresas estaba a cargo de sus propios cuerpos policiales privados. Los gobiernos en Tegucigalpa no tenían mayor necesidad de preocuparse por la zona norte del país sino para asegurar los ingresos provenientes de los impuestos de exportación del banano. El presidente que sentó las bases de un ejército profesional en Honduras fue Tiburcio Carías Andino, el déspota por excelencia que gobernó durante 16 años sin interrupción (1932-1948), pero quien, irónicamente, siempre desconfió de los posibles designios políticos de los jefes militares. El brazo preferido del dictador fue la fuerza aérea que él prácticamente creó a comienzos de su mandato, mediante un convenio con el piloto neozelandés Lowell Yerex, quien posteriormente fundaría la empresa de aviación centroamericana TACA. Carías conocía las condiciones precarias del transporte terrestre en Honduras y le apostó a una flota de aviones con los cuales acortar los tiempos y las distancias con miras a desplegar fuerzas militares en caso dado. Al finalizar su mandato, Honduras contaba con la fuerza aérea más poderosa de Centroamérica, una posición que no ha dejado de ocupar desde entonces.

En cuanto al Ejército, su organización moderna comenzó en 1946 con la llegada de una misión militar estadounidense, la cual se hizo cargo de la dirección de varias escuelas para entrenar oficiales y soldados. Bajo su supervisión, se crearon los primeros batallones de infantería que fueron concentrados en las principales ciudades del país, desde donde se podrían movilizar a otros puntos del territorio, dando lugar al debilitamiento progresivo de los comandantes de armas en las cabeceras departamentales de la vieja fuerza pública. Esta nueva organización militar se vio respaldada por un Estado Mayor y una Policía Nacional, nominalmente civil, pero organizada bajo líneas de mando militar.

La importancia del Ejército se incrementó notablemente hacia el final de la dictadura de Carías, y no solamente por la dinámica interna de Honduras. En 1947, se firmó el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (Pacto de Río de Janeiro) y el año siguiente se fundó la Organización de Estados Americanos, ambos dedicados a impedir la expansión de la influencia soviética en el Hemisferio Occidental. A Honduras le tocó participar en la primera operación anticomunista organizada por Estados Unidos al servir de trampolín para la columna armada que invadió Guatemala, en junio de 1954 para a derrocar al gobierno del presidente Jacobo Arbenz. Justo el mes anterior, el Gobierno de Honduras había firmado un convenio de asistencia militar con Estados Unidos que con modificaciones se mantuvo vigente hasta la década de 1980. Y en el mismo mes de mayo de 1954, comenzó la gran huelga de los trabajadores de la costa norte liderada por los que laboraban en las plantaciones de banano.

La huelga en la Costa Norte concluyó en julio de 1954, pero sin haber resuelto los problemas principales que le habían dado origen. Es más, las empresas bananeras despidieron a miles de trabajadores quienes años después dieron vida al movimiento campesino. En realidad, la fisonomía social y económica del país estaba cambiando rápidamente en muchos sentidos: la población comenzó a crecer a grandes pasos, aumentando así la demanda de servicios sociales; en San Pedro Sula ya se perfilaba el surgimiento de una clase empresarial vinculada a la industria que no se sentía debidamente representada en los pasillos del poder de Tegucigalpa; la clase obrera se estaba organizando y adquiriendo más conciencia de sus derechos y su fuerza política; y la fuerza armada empezó a interesarse por la problemática nacional más allá de su misión estrictamente militar.

Para la fuerza armada, al compromiso de la defensa del territorio y de la soberanía nacional se le agregó la seguridad nacional, un concepto que combina tanto la prevención del ingreso de la ideología comunista en su versión soviética como su supresión dentro del territorio nacional. En otras palabras, las FF. AA. debían ver hacia afuera así como hacia adentro. No pasó mucho tiempo antes de que dejaran su marca en la historia del país cuando el presidente Julio Lozano Díaz, una herencia del régimen de Carías, intentó mantenerse en el poder más allá de lo que establecía la ley y fue derrocado por un golpe militar en octubre de 1956, el primero que darían las FF. AA. de Honduras en el siglo XX. La junta militar que sucedió a Lozano Díaz se identificó con los ideales democratizadores que expresaban los grupos opositores al continuismo. En la proclama que emitió al día siguiente del golpe se comprometió a «entregar el gobierno a un elemento civil de extracción auténticamente popular. En consecuencia, solo permaneceremos en el poder por el tiempo que el criterio democrático aconseje y el interés nacional exija». Procedió a liberar a una cantidad de presos políticos y decretó una amnistía por delitos políticos cometidos en los dos años anteriores. También convocó a elecciones en septiembre de 1957 para una asamblea constituyente, la cual se reunió con una mayoría del partido Liberal dos veces mayor que la del partido Nacional. Además de promulgar la nueva constitución en diciembre de 1957, esta asamblea constituyente procedió a elegir al nuevo presidente de la República, Ramón Villeda Morales, del partido Liberal.

Se ha especulado mucho acerca de unas supuestas negociaciones que antecedieron a la constitución de diciembre de 1957, especialmente en torno a la elección en segundo grado de Villeda Morales y el articulado referente a la fuerza armada en la nueva constitución. Lo cierto es que Villeda Morales asumió la presidencia el 21 de diciembre, dos días después de que la constitución fuera promulgada bajo la firma de dos miembros de la junta militar, uno de las cuales fue del coronel Oswaldo López Arellano, quien habría de jugar un papel de primera línea en la política hondureña durante los siguientes 18 años.

La Constitución de 1957 le otorgó un peso mucho más grande a la fuerza armada, nada más al comparar los siete artículos dedicados al Ejército en la constitución de 1936 con los 16 de la de 1957. La más importante novedad de esta última fue la creación del puesto de jefe de las FF. AA., que sería ocupado por un oficial de alta jerarquía, nombrado por el Congreso de la República, por medio de quien el presidente ejercería su papel de comandante en jefe. Las órdenes del presidente debían ser obedecidas, pero la Constitución también aclaró que «cuando surja alguna diferencia deberá ser sometida a la consideración del Congreso, el que decidirá por mayoría de votos. Esta resolución será definitiva y deberá ser acatada». Como el mando directo de las FF. AA. lo habría de ejercer el jefe de las FF. AA., quien solamente podrá ser removido por el Congreso, el poder real de la rama ejecutiva del gobierno se vio reducido a las labores «meramente administrativas» que realizará el ministro de defensa nombrado por el presidente. Hasta el manejo de los fondos asignados estaría a cargo de su propia pagaduría, no sujeta a inspección por las autoridades del gobierno.

La organización operativa y sus funciones se definieron y centralizaron sustancialmente. El Jefe de las FF. AA. se vio apoyado por un Consejo Superior de la Defensa Nacional, un órgano consultivo nombrado por él mismo e integrado por los principales cargos de Estado Mayor y mando de tropa. Para asegurar una «mejor eficiencia del servicio», el país se dividió en zonas militares, lo que solo puede entenderse en función de un mejor control territorial y no tanto de una defensa de las fronteras nacionales. También se crearía una escuela militar dedicada a la formación de los nuevos oficiales. Finalmente, las FF. AA. adquirieron responsabilidades completamente fuera del ámbito militar en tanto que la Constitución estableció que «cooperarán con el Poder Ejecutivo en las labores de alfabetización, educación, agricultura, conservación de recursos naturales, vialidad, comunicaciones, colonización y actividades de emergencia». En resumidas cuentas, lograron una altísima cuota de poder y autonomía dentro del Estado hondureño.

El gobierno de Villeda Morales operó bajo estas disposiciones constitucionales hasta octubre de 1963, cuando fue derrocado por un golpe militar encabezado por el jefe de las FF. AA., el coronel Oswaldo López Arellano, quien había ocupado ese puesto durante todo el gobierno de Villeda Morales. Lo cierto es que al presidente Villeda le tocaron años difíciles, incluyendo el impacto de la Revolución cubana de 1959, un creciente activismo sindical y la inserción de Honduras en el Mercado Común Centroamericano. Aunque se proclamó ardiente anticomunista y defensor de los derechos ciudadanos democráticos, la proclama de los militares que lo derrocaron subrayó los supuestos nexos de Villeda Morales y de su Partido Liberal con el comunismo internacional, una posición que fue aplaudida por los gobiernos centroamericanos gobernados por militares (todos menos el de Costa Rica, que rompió relaciones diplomáticas con Honduras) y que no alteró las siempre importantes relaciones con Washington. Dentro de Honduras, el golpe fue respaldado por el Partido Nacional, que se convirtió en el aliado electoral de los golpistas para la siguiente ronda de comicios.

Como casi siempre ocurre después de un golpe de Estado en Centroamérica, la prioridad de un nuevo gobierno de facto es legitimar su propia existencia y abrir el camino para el siguiente, eligiendo una asamblea constituyente que redacte una nueva constitución para proceder después a elegir al nuevo presidente. Eso fue exactamente lo que ocurrió en Honduras después del golpe de Estado de 1963. Las elecciones para la asamblea constituyente se realizaron en febrero de 1965 y le dieron al partido Nacional una victoria muy cuestionada después de que se denunciaron abundantes irregularidades en la votación y el conteo de los resultados. Ya instalada, la asamblea procedió a ascender a López Arellano de coronel a general de brigada y a elegirlo presidente de la República para el período 1965-1971.

El general López Arellano provenía de las filas de la Fuerza Aérea, dentro de la cual comenzó su carrera militar durante la presidencia de Tiburcio Carías. Su dominio del idioma inglés le facilitó el trato con los oficiales estadounidenses que fueron clave en el suministro de aviones y el entrenamiento de los pilotos y el personal de tierra. Como Jefe de las FF. AA. en el gobierno de Villeda Morales, una de sus principales desavenencias con el presidente surgió debido a la formación de la Guardia Civil en sustitución de la antigua policía nacional. La Guardia Civil se percibió como cercana al Partido Liberal, especialmente cuando pasó a depender del Ministerio de Gobernación, mientras que los liberales identificaban a las FF. AA. con el partido Nacional. Cuando el candidato liberal para presidente, Modesto Rodas Alvarado, se perfilaba como ganador en las elecciones de octubre de 1963 para suceder a Villeda Morales, López Arellano dirigió el golpe de Estado para impedir el acto electoral y sacar a los liberales del juego político.

Durante su presidencia, López Arellano impulsó políticas abiertamente represivas, persiguiendo a los liberales e imponiendo resultados electorales que le dieron el control al partido Nacional de casi todos los municipios del país. Los sindicatos de oposición fueron suprimidos, al igual que los comerciantes y los industriales de la costa norte cuando objetaron ciertas políticas fiscales del Gobierno de Tegucigalpa. La Constitución de 1965 le otorgó a López Arellano un control prácticamente absoluto sobre la fuerza armada porque la figura de jefe de las FF. AA., aunque se mantuvo, ya no tendría la potestad de apelar al Congreso en caso de que surgieran diferencias entre ambos funcionarios.

Por lo demás, el único momento en que López Arellano recibió un apoyo político generalizado fue durante los días en torno a la guerra con El Salvador en julio de 1969, cuyo trasfondo de demandas de acceso a tierras agrícolas tuvo consecuencias tremendas en ambos países. En el caso de El Salvador, el retorno de decenas de miles de campesinos que se habían trasladado a Honduras en busca de tierras obligó al gobierno de ese país a contemplar una reforma agraria para impedir un estallido social. En Honduras, se estaba gestando un problema similar que se manifestó en choques entre campesinos y fuerzas militares y paramilitares vinculadas a latifundistas y grandes empresas agrícolas. Sin embargo, al acercarse las elecciones presidenciales de 1971 ninguna de las fuerzas políticas tradicionales -—Liberales y Nacionales— entendió que se requerían respuestas categóricas para resolver la creciente conflictividad social.

El candidato del Partido Nacional, el abogado Ramón Ernesto Cruz, ganó las elecciones pero su presidencia duró solo un año y medio, cuando el general López Arellano, a la sazón jefe de las FF. AA. nuevamente, organizó un golpe de Estado en diciembre de 1972 que lo llevó otra vez a la jefatura del Estado. Sin embargo, en esta oportunidad López Arellano y la cúpula de las FF. AA. manejaron un lenguaje de reformismo social y económico, muy a tono con otros Gobiernos militares contrainsurgentes en Latinoamérica, en ese entonces como los de Torrijos en Panamá, Velasco Alvarado en Perú y Molina en El Salvador, todos ellos amenazados por movimientos guerrilleros reales o potenciales. Fue así que el segundo gobierno de López Arellano decretó medidas de distribución de tierras, planes de desarrollo económico con participación estatal y una reforma educativa ambiciosa, entre otras.

No hubo que esperar la reacción de latifundistas y grandes empresarios presionando al Gobierno para que desistiera de su reformismo. López Arellano tuvo que entregar la jefatura de las FF. AA. y quedarse nada más con el cargo de presidente de facto, que tampoco le duró mucho más cuando se reveló que había recibido un soborno millonario de una empresa bananera a cambio de una reducción del impuesto de exportación de la fruta. El 22 de abril de 1975 fue apartado del poder por una junta militar, poniendo fin a su presencia determinante en la política hondureña que había comenzado 19 años antes cuando participó en el golpe de Estado contra el presidente Lozano en octubre de 1956. Como militar de carrera que comenzó como recluta y ascendió por habilidad y antigüedad hasta general, López Arellano siempre estuvo en el centro del poder político después del derrocamiento de Lozano, como miembro de juntas militares, como jefe de las FF. AA. o como presidente de la República. A eso habría que agregarle su desempeño como accionista mayoritario de una línea aérea y socio de una empresa bancaria, entre otros. En resumidas cuentas, representa una figura de transición entre los antiguos gobernantes al estilo caudillo y el nuevo poder emergente de una institución militar que se creyó imprescindible para asegurar la estabilidad del país.

Durante los siete años siguientes al derrocamiento de López Arellano, los militares siguieron al frente del Gobierno hondureño, primero en la figura del general Juan Melgar Castro (1975-1978) y después de una junta militar (1978-1980) que convocó a elecciones para una asamblea constituyente a celebrarse en abril de 1980, que a su vez escogió al general y triunviro Policarpo Paz García para ocupar la presidencia hasta 1982, cuando entregaría el cargo a un presidente electo bajo las providencias de la nueva constitución. Se repetía entonces el procedimiento acostumbrado para darle seguimiento a un golpe de Estado, como los que hubo en 1956 y 1963, mediante la promulgación de una nueva constitución pero que contenía buena parte del articulado de la anterior.

La constitución de 1982 —todavía vigente casi cuarenta años después con las debidas reformas— no se apartó de momento del patrón histórico en lo referente a las FF. AA. que siguieron organizadas bajo criterios similares a las de la constitución anterior: a) el presidente de la República siempre sería el «comandante general», pero se mantuvo el cargo de jefe de las FF. AA. quien ejercería el «mando directo», incluyendo la potestad de nombrar al personal de las mismas; b) el territorio nacional seguiría dividido en regiones militares «por razones de seguridad nacional» bajo el control de jefes militares de región; y c) los fondos para el estamento militar serían administrados por la pagaduría de las FF. AA., que las recibiría de las autoridades fiscales «por trimestres adelantados». Lo cierto es que estas se opondrían a cualquier alteración de su rol debido a la situación que se hacía cada vez más tensa en la región centroamericana en la medida que el Gobierno de Estados Unidos intentaba frenar el avance de la guerrilla en El Salvador y revertir el cambio revolucionario que se había producido en Nicaragua a raíz del triunfo del FSLN en julio de 1979.

A Honduras le tocó ser la pieza clave de la estrategia político-militar de Washington en la región. Desde territorio hondureño se organizó, entrenó y aprovisionó a un ejército de contrarrevolucionarios para atacar al Ejército Popular Sandinista, en territorio hondureño se entrenaron oficiales y tropas del Ejército salvadoreño para combatir a las guerrillas en el vecino país, y en territorio hondureño se realizaron múltiples maniobras militares conjuntas y se montaron bases de operaciones de tropas de Estados Unidos en caso de que fuera necesaria una intervención directa. De mucha importancia fue la construcción y ampliación de pistas de aterrizaje en diversos puntos del país, entre ellas la de Palmerola, en la ciudad de Comayagua, donde Estados Unidos estableció una base aérea que todavía utiliza y en donde hoy se construye el nuevo aeropuerto internacional del país. Las FF. AA. de Honduras se mostraron receptivas a las iniciativas de Washington, en buena medida porque la ayuda militar estadounidense se incrementó sustancialmente y porque sus inclinaciones ideológicas anticomunistas encajaban con los objetivos de Washington, hasta permitir que militares salvadoreños se entrenaran en el Centro Regional de Entrenamiento Militar (CREM) que Estados Unidos montó en Trujillo, en la costa norte del país.

La presencia cada vez mayor del Gobierno de Washington en la persona del embajador en Tegucigalpa no estuvo ausente de críticas y protestas, especialmente después de que la presidencia del país pasó a manos de un civil, el liberal Roberto Suazo Córdova, quien había ganado una elección contra el candidato del Partido Nacional en 1982. Suazo Córdova tuvo que enfrentar críticas por su postura abiertamente pro estadounidense en tanto que defendió las maniobras militares conjuntas y la presencia de los elementos de la Contra nicaragüense en territorio hondureño. También tuvo que resolver un problema mayúsculo que se presentó en el seno de las FF. AA.: las ambiciones del jefe de las FF. AA., el general Gustavo Álvarez Martínez, quien no solamente ejercía influencia desde su cargo militar, sino que también fundó y dirigió una organización político-empresarial, la Asociación para el Progreso de Honduras (Aproh). Desde su cargo en el ejército y su liderazgo de la Aproh, Álvarez Martínez proyectó un mensaje militarista, altamente represivo que recordaba la forma de proceder de los gobiernos militares del Cono Sur. La resistencia que creó entre sus mismos compañeros de armas culminó con su detención y expulsión del país en marzo de 1984.

En ese entorno de una presencia militar y política de Estados Unidos cada vez mayor, se dio en Honduras el primer traspaso de poder apegado a la ley de un presidente a otro desde 1948: Suazo Córdova le entregó el mando a su correligionario liberal José Azcona. Aunque no se puede negar el protagonismo de los actores políticos hondureños en este notable suceso, también puede entenderse como otro resultado de la política que Estados Unidos venía impulsando desde el gobierno de Jimmy Carter (1977-1981) de distanciamiento de soluciones militares en el ámbito de la gobernabilidad. A pesar de que el Gobierno de Ronald Reagan (1981-1989) se identificó abiertamente (mediante procedimientos a veces clandestinos) por la vía militar para imponer la estabilidad en Centroamérica y evitar su acercamiento a la órbita soviética, también tuvo que hacerle frente a una creciente oposición dentro de Estados Unidos a la tragedia que su apoyo a la guerra estaba provocando en Centroamérica. También tuvo que negociar con un congreso en manos del Partido Demócrata para que le autorizaran los fondos con los cuales seguir financiando las guerras en Centroamérica. Es así como el Gobierno de Washington apoyó, irónicamente, la democratización en El Salvador y Honduras.

A la larga, el fin de la Guerra Fría eliminó la preocupación de Washington sobre la influencia soviética en Centroamérica, aunque no eliminó la herencia del peso de los ejércitos. En el caso de Honduras, después del traspaso de Suazo Córdova a Azcona, las contiendas electorales y la sucesión presidencial se normalizaron —al menos por unas décadas— después de 30 años de estira y encoge entre militares y civiles por la conducción del Estado. Lo que no significa que Honduras ya encontró el camino definitivo hacia la democracia. Como se verá en la siguiente sección, las FF. AA. no han dejado de ser parciales y manifiestan sus preferencias partidistas a través de diversos medios. Además, han tenido que enfrentar una realidad social y económica que hasta puede decirse que es más problemática para la gobernabilidad democrática que la que vivió el país durante la década de 1980.

Reforma militar, huracán, violencia criminal y golpe de Estado

En la década de 1990, el Estado hondureño empezaba a vivir un período de gobiernos civiles en el que se buscó profundizar el proceso de democratización. Durante el Gobierno del liberal Carlos Roberto Reina (1994-1998) se impulsó una serie de reformas militares que redujeron por primera vez el protagonismo de las FF. AA. en el país. Este proceso fue altamente influenciado por el clima internacional y regional de reforma del sector seguridad que en Honduras solo podía ocurrir por presiones externas, ya que desde adentro no se tenía la excusa y el antecedente del fin de los conflictos armados internos como en los países vecinos.

En marzo de 1994 se eliminó el servicio militar obligatorio, se redujo el presupuesto asignado a las FF. AA. y se sustrajo a la policía de investigación del ámbito militar, lo cual dio inicio al proceso que culminó en 1996 con el traslado de la policía al poder civil y la creación del Ministerio Público. Adicionalmente, se retiró a las FF. AA. del control de instituciones que habían sido dirigidas por militares como la empresa de telecomunicaciones HONDUTEL, la Marina Mercante, la Dirección Nacional de Migración y el Instituto Geográfico Nacional.

También se llevaron a cabo reformas constitucionales que, por un lado, redujeron el protagonismo institucional de las FF. AA. pero, por otro lado, dieron continuidad a funciones de tutela de los procesos electorales y abrieron la puerta a la expansión de funciones secundarias o no estrictamente militares. Así, se abolió el cargo de jefe de las FF. AA., lo cual les restó protagonismo y las colocó directamente bajo el mando del presidente como «comandante general». Se ratificó a nivel constitucional la abolición del servicio militar obligatorio que en adelante se prestaría «en forma voluntaria en tiempos de paz, bajo la modalidad de un sistema educativo, social, humanista y democrático» (sin especificar en qué consistía esa modalidad).

Por otro lado, las reformas a la constitución también ampliaron las funciones de las FF. AA. para colocarlas a tono con los tiempos: «Participarán en misiones internacionales de paz, con base a tratados internacionales, prestarán apoyo logístico de asesoramiento técnico, en comunicaciones y transporte, en la lucha contra el narcotráfico […] Además cooperarán con las instituciones de seguridad pública, a petición de la Secretaría de Estado en el despacho de seguridad, para combatir el terrorismo, tráfico de armas y el crimen organizado, así como en la protección de los poderes del Estado y del Tribunal Supremo Electoral, a pedimento de estos, en su instalación y funcionamiento».

La continuidad de la tutela militar sobre los procesos electorales quedó asegurada al confirmarse una tarea que las FF. AA. habían realizado de manera esporádica (y no del todo imparcial) durante las décadas anteriores: «A efecto de garantizar el libre ejercicio del sufragio, la custodia, transporte y vigilancia de los materiales electorales y demás aspectos de la seguridad del proceso, el presidente de la República, pondrá a las FF. AA. a disposición del Tribunal Supremo Electoral, desde un mes antes de las elecciones, hasta la declaratoria de las misma».

Finalmente, las prerrogativas de la carrera militar, fundamentales para garantizar la lealtad de la oficialidad, quedaron plasmadas en las reformas constitucionales mediante la creación del Instituto de Previsión Militar, bajo la dirección del jefe del Estado Mayor que, junto con el Banco de las FF. AA. fundado años atrás, sentó las bases de la seguridad social de los militares y su incursión en el mundo de los negocios.

El liberal Carlos Roberto Flores Facussé (1998-2002) fue el primer presidente que asumió también el cargo de comandante en jefe de las FF. AA. Se iniciaba un período prometedor en materia de reforma militar que fue interrumpido, como todo en el país, por el huracán Mitch en 1999. Ese huracán fue, literalmente, el parteaguas de los procesos que se habían iniciado recientemente en el país. Por un lado, la democratización, incipiente y frágil no logró echar raíces en una sociedad devastada que además de la pobreza estructural del país, se encontraba en medio del ajuste estructural promovido por el Fondo Monetario Internacional en la región. Se calcula que en ese momento el 73 % de la población era pobre y el 50 % era indigente. Los partidos políticos no lograron canalizar los fondos nacionales e internacionales de ayuda para superar la catástrofe en algo que compensara mínimamente el drama humano que se vivió. Fue la cooperación internacional la que financió la mayor parte de los planes y estrategias de reconstrucción nacional y los intentos de promover la participación política de la ciudadanía. El huracán Mitch fue devastador, pero en el largo plazo lo fue más la corrupción y la incapacidad de las instituciones de utilizar los recursos de forma adecuada para superar las consecuencias del fenómeno natural.

Ricardo Maduro, del Partido Nacional, asumió la presidencia en 2002 en un país devastado por el huracán. Eso no evitó que su elección ocurriera en medio de polémicas por sus orígenes panameños, exacerbadas por el tradicional juego desleal de los dos partidos tradicionales. En un país políticamente polarizado —nuevamente— y empobrecido y golpeado por el aumento de la delincuencia, Maduro promovió el regreso de los militares a la seguridad pública y apoyó una serie de reformas legales para endurecer la persecución a las maras y pandillas que ya empezaban a perfilarse como un problema social que sería, como en el resto de la región, abordado a través de un conjunto de políticas represivas. Durante los siguientes años la emigración masiva y la inseguridad aumentaron estrepitosamente. En 1999 se calculó una tasa de cuarenta homicidios por 100 000 habitantes, la cual saltó a 57.3 en 2003 y para 2009 alcanzaba ya 64.7.

Los 10 años que se pensó que tomaría la reconstrucción del país culminaron, irónicamente, con el golpe de Estado en 2009 contra el presidente liberal Manuel Zelaya, quien ganó las elecciones de 2005 luego de haber hecho carrera política como diputado por el departamento de Olancho, del cual es oriundo. Durante su gobierno enfrentó el aumento de la criminalidad con decisiones polémicas, como la de transferir personal militar a la policía nacional para supuestamente fortalecerla, algo que en la tradición de las FF. AA. sería inaceptable dada la histórica supremacía jerárquica que han tenido los militares sobre las policías civiles. Una serie de medidas tomadas por su gobierno para enfrentar una inminente crisis económica produjo el disgusto de la élite empresarial conservadora y recelosa de cualquier intento de reforma fiscal o del aumento del salario mínimo, además de que las molestias ya estaban presentes debido a la merma de concesiones de licencias para explotación de recursos naturales en el país. Su simpatía con los gobiernos de Ortega en Nicaragua y Chávez en Venezuela así como la integración de Honduras al ALBA despertaron las alarmas de las élites políticas y económicas por lo que se conocía en ese momento en América Latina como la «venezolización» de los países pobres. Eso, en el país más controlado por Estados Unidos en la región, era inaceptable.

Las maniobras de Zelaya para estabilizar su gobierno ante el cierre de filas de la oposición del Partido Nacional, las élites empresariales, las iglesias y los militares aumentaron la tensión que llegó a su punto máximo, tras la convocatoria a elecciones en noviembre de 2009 para elegir a un nuevo presidente. Zelaya ordenó a las FF. AA. a mediados de junio de ese año la distribución de la boleta electoral adicional para consultar al electorado durante las elecciones generales, la posibilidad de modificar la Constitución para permitir la reelección presidencial. Las FF. AA. desobedecieron la orden por lo que Zelaya destituyó a su jefe, el general Romeo Vásquez, quien fue después uno de los ejecutores del golpe de Estado. Inmediatamente, un tribunal judicial procesó a Zelaya y el Congreso decidió su destitución y ordenó su captura. Los militares no cumplieron la orden de arresto dictada y de manera extrajudicial desterraron a Zelaya conduciéndolo por la fuerza a Costa Rica. El debido proceso fue violentado porque no hubo antejuicio ni el proceso judicial que corresponde legalmente para la destitución de un mandatario. Lo que ocurrió fue un golpe de Estado ejecutado por las FF. AA. y apoyado por funcionarios, iglesias y empresarios que no adujeron razones legales sino ideológicas. Todo esto con la tolerancia y apoyo del Gobierno de Estados Unidos que vio en las decisiones de Zelaya la posibilidad de aumentar la influencia de Venezuela en la región. Zelaya no fue un «socio fiable» para los objetivos de estabilidad de Estados Unidos en la región. Poco tiempo después del golpe, se solicitó a Estados Unidos un «plan Colombia» para Honduras, y no fue casualidad que el expresidente colombiano Álvaro Uribe fuera el primer mandatario en reconocer internacionalmente al Gobierno de Porfirio Lobo después que los Estados Unidos avalaran la victoria del Partido Nacional en las elecciones de Noviembre de 2009.

El poder económico y político de Honduras se reconfiguró con ese golpe e inició una nueva era que, con el Partido Nacional en el Gobierno, entre otras cosas abrió las puertas al reposicionamiento de los militares como un poder político sólido y fundamental para la estabilidad de un partido político, de unas élites económicas y de grupos criminales que encontraron en el Estado su principal fuente de financiamiento y mecanismo para la generación de negocios. El golpe de Estado devastó, otra vez, a la sociedad hondureña. Pero fue la oportunidad para que el Partido Nacional, las élites económicas, las iglesias y los militares iniciaran un nuevo capítulo en la degradación democrática del país que lo ha llevado, en sus páginas actuales, a ser considerado como una autocracia acorazada en el poder militar.

Las Fuerzas Armadas para todo

La democratización de Honduras ha sido un esfuerzo dramáticamente fallido. Los procesos electorales, casi sin excepción, tienen la marca del fraude que se resuelve posteriormente con arreglos mafiosos entre los partidos políticos (los tradicionales y los recientes). Las instituciones públicas no superan la precariedad, algo que durante la pandemia ha sido claramente expuesto. La pobreza alcanzó en 2018 al 61.9 % de la población de la cual más del 67 % se emplea en la economía informal. La migración no ha dejado de ser masiva y alcanzó dimensiones de éxodo con las caravanas de migrantes que desde 2018 cuentan miles de personas integrándolas. El narcotráfico es una actividad normalizada desde la misma familia del actual presidente hasta empresarios y autoridades locales, funcionarios y un colorido espectro de bandas criminales que controlan todos los negocios de la economía ilegal y que nutren impunemente la economía legal a través del sistema financiero. La corrupción es la fuente más importante de financiamiento del sistema político y ha resistido el tímido, pero significativo, esfuerzo de la cooperación internacional y de la sociedad civil por combatirla a través de una comisión internacional anticorrupción, la cual fue finalmente disuelta en 2019. La impunidad le ganó la partida a la esperanza de una famélica sociedad civil que cada vez más pone sus expectativas en la justicia estadounidense para poder vislumbrar un poco de justicia ante los excesos de políticos corruptos y narcotraficantes.

Es en ese contexto que las FF. AA. abarcan, cada vez más, las funciones de dirección, administración y operación que otras instituciones parecen ya no poder —o querer— cumplir. El reciente andamiaje que sostiene el lugar que ocupan hoy las FF. AA. en Honduras inició durante el Gobierno de Porfirio Lobo (2010-2014). Durante ese período se buscó estabilizar al país luego de la crisis que produjo el golpe de Estado mientras se alcanzaban los niveles más altos de violencia homicida del mundo, con una tasa de 83.7 homicidios por 100 000 habitantes en 2011. El Gobierno de Lobo estuvo marcado por la corrupción y la impunidad. Pero fue Juan Orlando Hernández, en su calidad de presidente del Congreso de la República, quien preparó las condiciones de su posterior elección como presidente de la República a través de una alianza política con las FF. AA. que explica en buena medida la situación actual.

La primera pieza de ese andamiaje fue la creación de la Policía Militar del Orden Público (PMOP) en 2013 por el Congreso de la República. Inicialmente, esa fuerza estuvo integrada por dos comandos de brigada y doce batallones, un total de 5000 elementos. Recibió fondos directamente de un nuevo impuesto, la llamada tasa de seguridad, creado para fortalecer la seguridad pública. En ese mismo año se inició la creación de fuerzas especiales híbridas, militares y policías, tales como la Tropa de Inteligencia y Grupos de Respuesta Especial de Seguridad (Tigres). La justificación para la creación de esas fuerzas fue la crisis en que la Policía Nacional se encontraba luego de escándalos de corrupción, vínculos con organizaciones criminales y ejecuciones extrajudiciales. Esa situación dio lugar a un proceso de depuración policial que se extendió por varios años y que también ha dado signos de haber fallado en su misión original, la cual era fortalecer la institución policial. La PMOP asumió rápidamente la conducción de la seguridad pública en el país.

En 2014, cuando Juan Orlando Hernández fue electo por primera vez, la PMOP hizo su ingreso en la función de control del orden público, es decir, de represión de la protesta social producida por el descontento con el proceso electoral. En esa elección participó por primera vez una tercera fuerza política nacida de la unión de movimientos sociales antigolpistas. Las denuncias de fraude se tradujeron en protestas que fueron reprimidas por las recién creadas fuerzas híbridas de seguridad.

Desde su inicio, Juan Orlando Hernández dio signos de una preferencia por la opción militar para la conducción de lo público. Durante su paso por el Congreso de la República, fue creado el Consejo Nacional de Defensa y Seguridad, en diciembre de 2011. Ese órgano está integrado por el presidente de la República, quien lo preside, así como por el presidente de la Corte Suprema de Justicia, el fiscal general, el secretario de Estado en el Despacho de Seguridad y el secretario de Estado en el Despacho de Defensa Nacional. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos señaló que ese consejo se ha convertido en un mecanismo para la concentración del poder del Ejecutivo sobre los restantes poderes del Estado. En este consejo participan también el ministro de Seguridad y el de Defensa, ambos militares. Similar al Consejo Superior de la Defensa Nacional creado en 1957, el nuevo consejo ha sido el centro de poder de la política de seguridad, una que se ha inclinado por la opción militar antes que la civil. Pero eso no ha sucedido de manera formal y explícita. La política de seguridad se estructuró a partir de la lógica interagencial, que ante los ojos de expertos internacionales, especialmente de Estados Unidos, era la mejor opción para compensar la precariedad de la institución policial y la pasividad de otras instituciones relacionadas, como el Ministerio Público.

Una de las contradicciones que marcan la función militar durante la gestión de Juan Orlando Hernández es que en las elecciones de 2017 se produjo la reelección del mandatario, a pesar de estar prohibida por la Constitución. La Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia emitió un polémico fallo autorizando lo que el artículo 239 de la Constitución Política prohíbe: la reelección presidencial. Esto dio lugar a una crisis electoral y postelectoral que tuvo como saldo la muerte de más de 20 personas que, de acuerdo a la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, fueron ejecutadas por las fuerzas de seguridad, especialmente, de la fuerza militar. Desde ese momento y durante múltiples episodios de protesta social, la PMOP ha actuado como una fuerza de choque altamente violenta que no ha sido juzgada por las constantes denuncias de violaciones a los derechos humanos. En 2009 el solo intento de hacer una consulta para reformar la prohibición constitucional, que es un procedimiento avalado por la misma constitución, fue entre otras razones el detonante del golpe de Estado ejecutado por los militares. Ese desenlace no ocurrió en 2017 a pesar de que el proceso que autorizó la reelección es cuestionable legalmente. Las FF. AA. reafirmaron con esos dos hechos, uno por obra y otro por omisión, su lealtad a un sector político específico.

La política interagencial de seguridad se profundizó en el segundo período de Juan Orlando Hernández. En 2018 fue reformada la Fuerza Nacional Antiextorsión que pasó a ser la Fuerza Nacional Anti Maras y Pandillas, FNAMP, la cual forma parte de la Fuerza de Seguridad Interinstitucional (Fusina). Una de las características de esa política es la compartimentación administrativa que se traduce en un complejo entramado burocrático que imposibilita cualquier esfuerzo de transparencia y rendición de cuentas sobre los fondos públicos utilizados y las responsabilidades legales que esas fuerzas tienen. Además, gozan del secreto por razones de seguridad, que en un entorno autoritario se ha traducido en impunidad.

La seguridad pública es territorio militar en Honduras y se refuerza a la par de una policía civil débil y corrupta que mantiene a la mayoría de su personal en una situación de precariedad laboral y profesional. En dos ocasiones, en 2017 y en 2019, unidades policiales se declararon en huelga exigiendo mejoras laborales. Esta situación se exacerba debido a las desigualdades laborales y profesionales de esa fuerza respecto de la PMOP. En la lógica perversa de las justificaciones, la debilidad de la policía es necesaria porque hace imprescindible la solución militar al problema.

Esa misma lógica parece aplicarse al resto de funciones no militares ni de seguridad que ejecutan las FF. AA. Se pueden identificar dos mecanismos a través de los cuales las FF. AA. validan funciones secundarias o de apoyo institucional que son cada vez más expansivas. En primer lugar, las FF. AA. asumen la tarea de intervenir instituciones que consideran no pueden cumplir sus funciones. Esto se hace a través de juntas interventoras dirigidas por oficiales activos o en retiro y que nada tienen que ver con tareas militares. En 2018, un general retirado asumió la dirección de la junta interventora del Hospital Escuela Universitario, el más importante de la ciudad capital. Durante la pandemia, esa junta defendió la intervención ante las denuncias del personal médico de que los recursos asignados para enfrentar la crisis de salud pública no estaban siendo utilizados de forma debida y en beneficio del gremio médico. De igual manera, desde 2019, la administración y seguridad del Instituto Nacional Penitenciario y del Instituto Nacional para la Atención a Menores Infractores se encuentran controladas por militares. Ambas instituciones, como tantas otras en el país, se encontraban en crisis y se espera que las capacidades militares resuelvan problemas que son estructurales.

El segundo mecanismo es la entrega de programas a la administración militar para su ejecución desde el momento en que son creados. En 2019 se aprobó un programa para el desarrollo de proyectos agrícolas por un monto de 400 millones de lempiras (aproximadamente 16,2 millones de dólares) que fue entregado las FF. AA. para su ejecución. De igual manera, en 2012 se creó el programa educativo Guardianes de la Patria que es implementado por las FF. AA. en escuelas públicas del país ubicadas en barrios y comunidades conflictivas. Este es un programa orientado a niños, niñas y adolescentes para inculcar valores militares, cívicos y religiosos.

Ambos programas no tienen ninguna relación con lo militar y deberían ser ejecutados por otras instituciones especializadas. Al ser entregados a la administración militar, el acceso a la información es también vedado a pesar de no tener relación alguna con la seguridad nacional. Adicionalmente, la conducción militar de esos programas es promocionada oficialmente como un logro de la administración a través de una supuesta eficiencia y honestidad militar. Todo esto ocurre en detrimento de lo civil que debería ser la base sobre la que se sustenta una democracia.

Una ampliación de responsabilidades también supone un mayor gasto de ejecución. El presupuesto de la Secretaría de Defensa para 2020 fue de 344,6 millones de dólares (8477 lempiras), un aumento de 8,1 millones de dólares (200 millones de lempiras) respecto de 2019. El aumento del presupuesto de defensa ha sido constante desde 2001, año en que el monto asignado a las FF. AA. fue de 62,3 millones de dólares  (974 millones de lempiras). A estos montos se debe sumar lo que los militares perciben por las tareas secundarias, aquellas para las que necesitan adquirir equipo y entrenamiento o contratar personal, dado que no son propias de sus funciones o de su formación, como las descritas anteriormente. Ninguna otra institución en el país tiene ese ritmo de crecimiento presupuestario y tampoco ese nivel de secretismo.

A partir de esa evidencia y extrapolando, es posible argumentar que si el criterio utilizado para delegar a los militares la conducción de las instituciones o programas es que las entidades destinadas a hacerlo no funcionan, entonces se corre el riesgo de que las FF. AA. terminen asumiendo la totalidad de las funciones institucionales del estado hondureño. Ese camino sólo conduce a un lugar, a una dictadura militar, lo que se conoció como Estados burocráticos-autoritarios-militares.

Existe otro ámbito que socava las frágiles bases institucionales en el país: el vínculo político-militar-narcotráfico. Desde los tiempos del afamado narcotraficante Juan Ramón Matta Ballesteros, en la década de 1980, los nexos entre militares, narcotraficantes, políticos y empresarios quedaron expuestos en Honduras. También se expuso cómo esas redes colaboraron con la cruzada contrainsurgente impulsada por Estados Unidos que no solo las toleró, sino también las apoyó como parte de sus operaciones de inteligencia a nivel internacional. Desde ahí se traza una línea que llega hasta el hermano del actual presidente, «Tony» Hernández, quien fue condenado en 2019 en Estados Unidos por traficar droga a ese país. El juicio contra «Tony» develó cómo se canalizaron fondos generados por el narcotráfico a las campañas presidenciales de su hermano y al Partido Nacional y también cómo el tráfico de drogas por el país se hizo con la colaboración de miembros activos de las FF. AA. y de la policía. Y si no es por la vía del Partido Nacional, lo será por la del Liberal, ya que Yani Rosenthal también representa una élite empresarial coludida en negocios ilícitos transnacionales con fuertes vínculos con organizaciones criminales y funcionarios corruptos. En el medio de ese trazo hay alcaldes, funcionarios, empresarios y personas individuales de cualquier índole que se nutren del amplio espectro de actividades económicas ilegales vinculadas al narcotráfico. Todo esto es difícil que pase desapercibido para la institución más poderosa del país, en el país de la región más abierto al control de Estados Unidos que ha sido, como se le calificó en tiempos de los conflictos armados centroamericanos, el «mayor portaaviones norteamericano». Ahora ya no lo es por la contrainsurgencia, pero sí para las operaciones del Comando Sur que sigue teniendo en Honduras un territorio estratégico en el continente.

A pesar de la exposición que el presidente Hernández y su familia han tenido en casos de corrupción y en vínculos con el narcotráfico, el tema de la participación de las FF. AA. sigue siendo un tabú en el país. Como se argumenta al analizar el crimen organizado, este necesita de Estados fuertes, con instituciones sólidas, que garanticen la estabilidad de los negocios ilícitos y sobre todo, la impunidad. Aunque para todo lo demás, especialmente en lo que respecta al bienestar de la mayoría de su población, sean precarias y disfuncionales.

Conclusiones

El Estado hondureño fue formado por una combinación de élites económicas y políticas que adoptaron procedimientos institucionales por requerimiento de fuerzas externas y por una violenta y corrupta competencia política por el acceso a los recursos del Estado. La democratización no fue la excepción y sus resultados fueron sumamente limitados porque el compromiso de los actores políticos locales terminó en donde empezaba su interés por el saqueo de los recursos públicos.

En ese entorno, las FF. AA. han sido un actor más, con poder y privilegios que provienen de su control del ejercicio de la fuerza y la violencia y de una serie de alianzas con los principales partidos políticos, especialmente el Partido Nacional, y con los Estados Unidos. La opción de promover la democracia, aunque sea tutelando la acción política de los actores civiles como ocurrió en Guatemala después de 1963 o haciéndose a un lado para que otras fuerzas políticas la instauren (como ocurrió en El Salvador) no ha ocurrido en Honduras. Ni las Fuerzas Armadas ni la clase política han tenido un compromiso formal o real con la democracia.

La precariedad de las instituciones no tiene excepción en el estado hondureño. Es más, durante los últimos tres gobiernos la apuesta no ha sido el fortalecimiento de las instituciones existentes sino la instauración de una expansiva administración militar de la función pública. De la creciente presencia burocrática de militares en instituciones civiles no se puede esperar un fortalecimiento de la democracia, sobre todo cuando la reforma militar fue un proceso limitado y de corta duración en el país.

Para superar la degradación democrática que vive el país se requiere de alianzas entre fuerzas políticas y sociedad civil que superen la polarización que divide al país. La pugna histórica entre nacionalistas y liberales ya no responde tanto a asuntos ideológicos —si es que alguna vez fue así— sino a una búsqueda por controlar los bienes públicos para el beneficio personal o familiar. Y las nuevas fuerzas políticas arrastran el desgaste que ha producido adaptarse a un sistema político que tiene sus propias reglas poco democráticas y transparentes.

En ausencia de fuerzas locales democratizadoras, el destino del país sigue estando fuertemente influenciado por los golpes de timón ejecutados por actores externos, especialmente los Estados Unidos. Esa presencia permanente ha sido heterogénea en Honduras y recientemente hasta contradictoria. Por un lado, el juicio que se llevó a cabo en Nueva York contra «Tony» Hernández y otros juicios más han dejado clara la tolerancia y hasta complicidad del presidente Hernández en actividades relacionadas con el narcotráfico y con el lavado de activos a nivel internacional. Pero por otro lado, el Gobierno goza del apoyo del actual Gobierno estadounidense aún a sabiendas de que el financiamiento de las campañas electorales del partido Nacional provino, en buena parte, de actividades criminales transnacionales.

Honduras ha sido un territorio abierto al mejor postor. Así lo fue durante décadas durante los enclaves económicos de las compañías bananeras y lo sigue siendo a través de la concesión de grandes extensiones del territorio para la industria extractiva, la generación de energía e incluso la instalación de megaproyectos en las recientes Zonas de Empleo y Desarrollo Económico (ZEDE), que son una edición actualizada del antiguo modelo de enclave económico.

En ese contexto, las FF. AA. siguen siendo el socio fiable para muchos actores locales y extranjeros. ¿Se traduce eso en ser también el socio fiable de una población vulnerable que no necesita más represión sino desarrollo económico y social? ¿Serán también el socio fiable de una democracia que no termina de dar sus primeros pasos? Esto requiere necesariamente que las FF. AA. reduzcan su protagonismo político y su expansión burocrática. Que eso provenga desde el interior de las FF. AA. o que sea el resultado de un impulso ciudadano estará por verse. Tal vez tendrá que ser también el resultado de la presión internacional. Ojalá no como respuesta a un capítulo más de catástrofes, naturales o humanas.

*Knut Walter. Historiador. Ha sido docente en universidades de Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Estados Unidos. Es autor de varios estudios monográficos de historia centroamericana moderna, especialmente de El Salvador y Nicaragua, y coordinó la elaboración de textos de historia salvadoreña y centroamericana.

Otto Argueta. Historiador y doctor en Ciencia Política por la Universidad de Hamburgo, Alemania. Coordinador regional de la Alianza para la Paz. Sus investigaciones se concentran en temas de criminalidad y violencia con especial énfasis en pandillas, crimen organizado, narcotráfico y policía, así como sistemas políticos y procesos de formación del Estado.

El presente artículo es parte de un proyecto de investigación regional desarrollado por Alianza para La Paz con apoyo de la Fundación Heinrich Böll.

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Sobre el autor
Historiador y doctor en Ciencia Política por la Universidad de Hamburgo, Alemania. Investigador asociado del GIGA-Instituto de Estudios Latinoamericanos de Hamburgo. Sus investigaciones se concentran en temas de criminalidad y violencia con especial énfasis en pandillas, crimen organizado, narcotráfico y policía, así como sistemas políticos y procesos de formación del Estado. En materia de construcción de paz, se enfoca en la práctica reflexiva de procesos de cambio social fundamentados en el estudio de los conflictos y su relación con los contextos socio-políticos como base para el aprendizaje institucional. Su libro aborda el tema de la seguridad privada en Guatemala y tiene como título Private Security in Guatemala: Pathway to Its Proliferation.
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