Siente, piensa, decide y acciona a partir de internalizar nuevas prácticas como el autoerotismo, el disfrute de la dimensionalidad sexual en libertad, el placer, el arte, la palabra, el ocio y descanso, la sanación interior, la rebeldía, la alegría…
– Lorena Cabnal, feminista indígena maya q’eqchi.-
Texto: Lizbeth Guerero
Fotografía: Clarissa Donaire
El pasado 28 de junio se cumplieron once años del golpe de Estado del 2009. Las heridas de aquellos días insólitos se profundizaron en la última década. Pareciera que aquel sueño de nación libre se quedó estancado en una cárcel de máxima seguridad, una donde las huellas del pasado contrainsurgente se mezclan con las nuevas políticas represivas y extractivas del capitalismo neoliberal.
Al actual escenario de horror, se suma la llegada del punto más crítico de la pandemia por la COVID-19 y la guerra contra los cuerpos feminizados (cacería de brujas), que consolida una cofradía extensa de impunidad e indefensión en todo el país. No obstante, para no caer en el abismo, las mujeres nos seguimos acuerpando, soltando dolores, sanando de manera individual y colectiva. Seguimos reivindicando el cuidado como la primera militancia política.
Con esa deuda histórica, cargada de cientos de muertes y miles de violaciones sistemáticas de derechos humanos a toda persona «que se oponga al sistema heteropatriarcal y racista que sostiene este mundo de dueños», como dice Rita Segato, las revoltosas (de siempre y las agregadas) seguimos insistiendo.
La rabia acumulada es mucha. Cuando la ciudadanía salió con antorchas en manos (2015), y el Movimiento Estudiantil Universitario (2016), —con fuertes liderazgos de mujeres jóvenes—, en nuestro imaginario se sembraba la ilusión de un proyecto de nación, poniendo en alerta a los guionistas de la ficción estatal. Pero antes del último Fraude Electoral (2017) y las protestas de la Plataforma de Salud y Educación (2018), el fantasma de la represión ya recorría las calles y las casas de Honduras. Ahora la esperanza está en quienes se atreven a tejer comunidad a pesar de tener casi todas las fichas en contra.
«Feministear» la política, politizar la sanación
En este tiempo de pandemia, en el que las violencias contras las mujeres han estado aún más expuestas, el feminismo hondureño le ha dado a la política partidista sus merecidos reveses. La gota que sigue anunciando la tormenta es el grito de las locas, las escandalosas, las mujeres organizadas que se resuelven a salir juntas, a contar sus vivencias, a decirle al mundo que también existimos y que somos violentadas, no sólo por el sistema, sino también por los compañeros que luchan con nosotras contra ese sistema y que ya estamos cansadas de seguir cargando esas múltiples opresiones.
Romper el silencio —aunque con mucho miedo— buscar acompañamiento, recuperar la fuerza en los cuerpos, las cuerpas, las medicinas de las compañeras que han pasado por lo mismo o que sienten empatía con nuestras historias, las historias de todas y todos.
Claro que son pasos gigantes y escupitajos que le tiramos al monstruo de mil cabezas que nos oprime cuando decidimos sanar y sentipensarnos como feministas. Que el patriarca de un partido político con altos misóginos en sus filas, reconozca que la identidad del Partido Libertad y Refundación (LIBRE) es —o debería ser— «feminista y antipatriarcal», nos indica que nuestra cosecha se va asomando. Y ha costado el sudor, la sangre y las lágrimas de muchísimas. El feminismo es nuestra revolución, pero la sanación es nuestro acto de subversión.
Y claro que duele todo, agota la incertidumbre. Forzar los ojos miopes entre tanta oscuridad. La despolitización de la sociedad y la cacería de brujas nos hacen más complicado el camino, pero todavía quedan las conspiraciones, alianzas, narrativas sanadoras, cuidados comunitarios, ternuras radicales y voces inconformes de esos cuerpos femeninos —en su mayoría violentados— que se resisten a morir en la infamia. Ahí radica la esperanza, en Honduras y en todo el planeta, en la necedad de reivindicar la dignidad como forma de vida.
No es que nuestra nave territorial vaya en sentido contrario. Más bien, creo que se quedó estancada entre la vida y la muerte, pero somos —y hemos sido— las mujeres quienes estamos tratando de encontrar los caminos que nos lleven de regreso al futuro. Quizá sea el «llamado» o instinto natural de la Pachamama, para curarnos y salir de esta decadencia sistémica.
El periodista Sergio Bahr en su canal de podcast, Vivir en el Xibalbá, contaba hace unos días, que en el Siglo XVII, la Alcaldía Mayor de Tegucigalpa mandó a asesinar mujeres acusadas de brujería. Otro dato histórico que nos muestra que la cacería de brujas, como sucede en todo el mundo y, como hemos denunciado siempre, aún no ha terminado, al contrario, se tecnifica y se recrudece. Eso nos da una pista fuerte de los temores que siente el poder heteropatriarcal.
Melisa Cardoza, escritora feminista hondureña, en su artículo Vivir al día, publicado en Radio Progreso el 6 de abril del 2020, dice: «Que estemos encerradas no quiere decir que hemos claudicado. Y como del mismo palo viene la cuña, también nos queda atesorar la huella de las más sabias gentes de nuestros territorios rebeldes, prepararnos juntas para enfrentar el contagio, no abandonar a nadie como en una foto espantosa de Guayaquil, dar de comer a todas las personas que podamos, tomarnos los tés y comidas que nos criaron, cuidar a la gente mayor, sembrar para comer, volver a pensar juntas y abrazarnos muy fuerte para sabernos vivas como nos queremos».
La represión, las múltiples violencias (físicas, sexuales, emocionales, políticas) y la pandemia de femicidios que se desató en Abya Yala en la última década, son los síntomas de un sistema de muerte y despojo (patriarcado-capitalismo), que primero ejerce todas sus opresiones en los cuerpos, en las mentes, en los corazones y también en los animales y en ecosistemas enteros.
La sanación como un acto de subversión
Si bien es cierto, desde los feminismos comunitarios de Guatemala y los decoloniales de Bolivia, Argentina, Chile, entre otros, las mujeres se han replanteando la lucha política organizada, luchando desde sus territorios, buscando nuevas formas de (re)encontrarse en dolores propios y colectivos, contarse nuevas narrativas para sanar, cuidar y defender sus cuerpos-cosmos, su energía vital como una forma radical de militancia. La defensa de la tierra comienza en nuestros cuerpos.
Aunque con otros matices, en el país más violento y pobre del denominado «Triángulo (patio) Norte», también surgen nuevas propuestas políticas para sanar esta multiplicidad de heridas. Entre las nuevas dinámicas organizativas de mujeres jóvenes, las colectividades, los legados de resistencia ancestral, pero también desde la herida abierta, nos seguimos haciendo muchas preguntas: ¿cómo le hacemos para sanar estas heridas profundas?, ¿quiénes o qué son esos monstruos que nos subyugan?, ¿cómo politizamos toda esa rabia?, ¿por dónde empezar?
Los caminos que he tomado para responder esas preguntas —además de generarme muchos duelos y pérdidas—, me han convencido que esos monstruos también habitan en mí, que algunos ya los traigo conmigo a través de mi genealogía y otros me los ha impuesto la máquina de muerte. Sin embargo, cuando nos atrevemos a crear otra retórica y nos apropiamos de nuestros espacios, empezando por nuestra primera nave espacial, la redención comienza a ser una posibilidad palpable.
Entre compañeras y esas mujeres imprescindibles (brujas) que reivindican el cuidado como una acción política transformadora, comprendí que un proceso integral de sanación atraviesa y remueve todas las máscaras. En otras palabras, si no cuestiono toda mi estructura vital y el rol que desempeño en este juego (intimidad, familia, sociedad, profesión, militancia, cosmos), continúo parchando las heridas, en vez de curarlas de raíz, pero sobre todo, sigo reproduciendo el cáncer de crueldad en todos los seres y territorios con los que coexisto.
Un ejemplo de estos cuestionamientos viene desde las feministas que se interpelan desde la empatía, en vez de la mal comprendida sororidad, —cuando se invoca como un discurso superficial de «amor» y no como una práctica ética constante entre mujeres—, llevando estos hallazgos personales a la colectividad.
Así retroalimentamos el proceso de sanación sin el sello capitalista y colonialista de algunos feminismos que pretenden institucionalizar nuestras luchas, nuestros sentipensares, nuestras medicinas, para responder a sus intereses neocoloniales. Para el caso, Leka Paz, artista feminista hondureña, publicó en su muro de Facebook el 26 de junio del 2020: «Dejemos de creer que el panfleto que nos dieron en la escuela política es un dogma que hay cumplir sí o sí, somos seres humanas, aprendamos a cuidarnos y a buscar alternativas éticas y políticas para poder colectivizar desde el reconocimiento de nuestras propias vivencias. Bastante tenemos con el colonialismo que duele en la espalda baja, las rodillas y el corazón, como para volver a caer en un feminismo colonialista y sus conceptos pensados desde contextos nada parecidos a los nuestros».
El trabajo que tenemos pendiente en Honduras en cuanto a procesos de sanación es descomunal, eso lo tenemos claro. Tampoco pretendemos idealizar la sanción pero antes también hubo y también habrá miles de cuerpos-mentes-corazones que igual se rebelarán contra los monstruos, los propios y los implantados, los de aquel lado, pero también de los que están de nuestro lado. Así vamos reafirmando la vida, escribiendo nuestra historia.
La gran pandemia patriarcal lleva unos seis mil años, pero las resistencias feministas organizadas, siempre han encontrado la manera para sacar la cabeza por debajo de la tierra —parafraseando a Alfonso Guillén Zelaya—. A las centroamericanas nos toca el doble de trabajo, pero lo estamos haciendo.
2 comentarios en “Mujeres que sanan y otras formas de «feministear» la política en Honduras”
Que bello artículo!!
Lorena Cabnal es maya xinca, NO q’eqchi’. A propósito de borramientos y violencias 🙁