Las maras y pandillas: el demonio a perseguir 

Crecí en un barrio que tiene los mismos problemas de toda comunidad que convive en medio de la pobreza y la marginalidad. Los primeros años de mi infancia viví en una cuartería (vecindad). Ahí crecí junto con mis hermanos y aprendí a conocer las primeras redes de protección feministas: nunca ir al baño sin mi hermana o mi mamá. No permitir que ninguna persona me llegase a tocar. Nunca entrar a otro cuarto sin antes avisar. Luego nos mudamos a una casa (siempre en el mismo barrio), entonces las reglas eran las mismas. Ya para ese entonces se miraba un grupo de jóvenes del barrio que «cuidaba» sus territorios a puño limpio. Nada fuera de lo que parecía normal entre la convivencia diaria: piedras, palos y vergazos.

Fui entonces a la escuela donde estudiaba junto con los hijos e hijas de las dueñas de las chicleras y pulperías, vendedores ambulantes, maestros, costureras, bodegueros del mercado, y también con los hijos y hermanos de los mareros de la zona. Aprendimos a estudiar y convivir juntos en el mismo ambiente, con la misma realidad comunitaria. Desde entonces aprendí a tener empatía con las historias de abuso de drogas, violencia intrafamiliar, abandono familiar, delincuencia, violencia sexual, persecución, narcomenudeo, extorsión, corrupción policial y un sin fin de cosas que eran las pláticas de pasillo, que con asombro escuchábamos. Pero yo, hija de una secretaria (profesión que nunca ejerció, sino más bien mesera) y un empleado público, no estaba tampoco exenta de esa realidad. Pero aún no me daba cuenta. 

Un día mientras me encontraba en la escuela, escuché una ráfaga de disparos que parecía no acabar. Lo que yo no esperaba, es que en poco tiempo alguien llegaría a recogerme a la escuela. Recuerdo que me desviaron y me llevaron a la casa de mi abuela. Por las expresiones en sus rostros, sabía que algo malo había sucedido. Y en efecto así era. En horas de la mañana, en mi casa mientras mi mamá disponía a sacar una silla para sentarse en el patio con su amigo, casi hermano, llegó un hombre, y asesinó frente a mi mamá a este hombre tan querido por mi familia. Yo lo llamaba tío, por el cariño con el cual habíamos crecido. Mi mamá vivió con ese trauma y miedo durante muchos años. Sin darse cuenta que solo estaba esperando que llegaría otro peor. 

Mi mamá lavó la sangre del patio, como quien intenta limpiar los errores y complejidades de un sistema al que le valés verga. Y ese fue el tema de conversación durante días en la calle. Yo escuchaba a todos cuestionar lo que ya parecía «normal»: ¿por qué habrá sido?, ¿quién lo habrá matado?, ¿seguirá sucediendo esto en el barrio? De esas tres preguntas, la única que tuvo respuesta afirmativa fue la tercera. Aquellos grupos iban creciendo, eran más violentos y también más poderosos. La policía ya no les perseguía. Llegaban, pusieron posta policial, negociaban con ellos y los dejaban trabajar. 

Pasó el tiempo y me inscribieron en un colegio público ubicado también en una zona de mucha peligrosidad. Algunos (muy pocos) de mis compañeros lograron conseguir trabajos de lo que aprendieron en los talleres del colegio: mecánicos, electricistas, soldadores, carpinteros, etc. La otra mayoría de ellos fueron asesinados, desplazados y como siempre marginados. Durante el período de Pepe Lobo, en varias ocasiones, los mareros decretaban (como todo gobierno interno) toque de queda, para salvaguardar la vida de los jóvenes, ya que los escuadrones de la muerte (militares) llegaban a hacer limpieza social. De mi colegio en una de esas redadas mataron a cinco estudiantes (no eran mareros ni nada, solo estudiantes). Y así fue cómo aquellos grupos decidieron implementar, un plan de control territorial para establecer circuitos de seguridad (banderas, punteros, mensajeros, vendedora de baleadas, etc.).

Cuando ya casi terminaba el colegio, llegó el episodio que nubló del todo a mi familia: asesinaron a mi hermano Walter. Y fue ahí cuando desperté de golpe. Apagaron la vida de mi hermano y los dolientes no eran los vecinos, ¡éramos nosotros! Y menciono a mis vecinos, porque justo el día en que mi hermano murió, estábamos saliendo de la misa de cuerpo presente de mi vecino y novio de infancia, quien fue brutalmente golpeado por integrantes de una barra deportiva o barra brava, como se le llama (otro asunto con el que también tenemos que lidiar). Mi mamá, mi papá y yo salimos de la iglesia junto a mi hermano, y ahí afuera, frente al templo en el que nos congregábamos, apagaron su vida. No pudimos acompañar a los vecinos al cementerio. En ese momento solo pensé en venganza. El odio me ayudaba a minimizar el dolor. El café me mantuvo despierta durante la vela. Mis amigos me consolaban y me entretenían, pero la realidad siempre impera, siempre se queda. 

Al Estado, a los gobernantes, a la iglesia y a los empresarios, no les interesa darle solución a estos problemas. Les resulta más útil usar estos grupos como una buena alternativa en función de un mensaje de control social, que como poder político y económico buscan enviar siempre al imaginario colectivo. Y así, usando algunos medios de comunicación nos siguen enfocando en criminalizar las maras y pandillas, como la causa, y no como consecuencia. De esta manera lograron convertir a las pandillas y maras en el «demonio» a perseguir, como la supuesta causa de todos nuestros males sociales: «usted joda al de abajo y deje tranquilo al de arriba». Y con eso también, han venido justificando la aplicación de políticas represivas que nos llevan a todos y a todas de encuentro, mientras tanto los mareros siguen operando. Haciendo de este flagelo un problema únicamente para los sectores más pobres de la sociedad, ya que es donde se mueven como su espacio natural: barriadas pobres de las grandes urbes. ¿O han visto ustedes a la mara extorsionando a grupo Intur, a Diunsa, a cadenas de tiendas? No, extorsionan a Pedro, María, Juan, al que está ahí en su ambiente inmediato. 

Y sí, efectivamente es cierto que, hoy por hoy, sus actos constituyen casi siempre demostraciones de la más espantosa crueldad e inhumanidad: matan, violan, descuartizan a sus víctimas, extorsionan. Pero también ejercen una función de protección comunitaria en sus barrios donde brindan apoyo económico a los ancianos, construyen viviendas, dan alimentación, estudios, «trabajo», y complementan un sin fin de elementos que el sistema niega a esa población empobrecida. Se han colocado como la sustitución estatal en sí misma. Donde crecí, escuchaba más «admiración y respeto a la mara» que al mismo podrido sistema estatal. 

Créanme, miles de familias hondureñas, se verían más beneficiadas, si aquellos que hoy les extorsionan, amenazan, desplazan y hasta matan, no hubiesen tenido nunca razones que los impulsaran a ser sus victimarios. Es decir, ¿de qué nos sirve que una vez muerto tu pariente, cerrado tu negocio, o exiliado tu familiar venga el Estado con sus instituciones de justicia fallidas, a decirte quién lo hizo (algo que ya sabíamos), perseguir penalmente a un sólo individuo? Quitan un marero y nos dejan el huevo incubado de 10. Siguen gobernando a favor de la sostenibilidad de este sistema de mierda.  ¿O para que creen que crearon todos esos cuerpos militares?, ¿para reprimir a la gente o para proteger al régimen? Ambas son correctas. 

Fuimos formados para atacar a los pobres, a nuestros  iguales, pero algunos nos desligamos de esa basura impuesta (muchos aún no). En muchas cabezas todavía existe la narrativa que intenta naturalizar la persistencia de la desigualdad, desde una posición privilegiada de la que no gozan. Aducen que solo se trata de gente exitosa y trabajadora que supo aprovechar sus habilidades individuales y otros poco agraciados y potenciales delincuentes que se merecen su pobreza. Y así los tienen y entretienen, creyendo que en una sociedad desigual, pueden existir igualdad de oportunidades. Y es que lastimosamente muchos no son capaces de contextualizar y relacionar el éxito con el peso de la cuna.  

Ya han pasado 10 años desde el asesinato de mi hermano, y sigue doliendo como el primer día. Pero el tiempo, las experiencias vividas y la empatía hacía el resto de esa humanidad existente (buena, mala y maldita), nos ayudó como familia a no concentrarnos únicamente en la persona que jaló el gatillo. Lo más común es que a alguien que te hizo un daño, le querrás aplicar la ley de talión. Pero el resto de ellos y el resto de nosotros seguiremos existiendo ahí en la comuna violenta. Entonces ¿de qué forma le ayuda a mi barrio o a mi comunidad la muerte o cárcel de un transgresor? Si la convivencia del día a día seguirá estando igual. Y ahí es cuando todo empieza a tomar sentido y te empieza a sacudir la realidad: ¡el maldito asesino no es el problema!

El problema de fondo no son estos jóvenes y hombres en sí mismos, sino las causas por las que se convierten en esos transgresores que tanto daño y odio generan. Yo no los defiendo, y ojalá algún día dejen de existir como grupos criminales, y el sistema les permita ser y convivir como seres humanos. Que le brinde la oportunidad de pescar desde la buena mar, y no desde el naufragio donde ya hace mucho, a la mayoría de la población han ahogado.

Naama Ávila Author
Sobre
Naama Ávila, Corozal, Atlántida. Abogada y consultora privada. Feminista Negra. Activista y defensora de los derechos de las mujeres y pueblos indígenas y negros de Honduras.
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Escritora, no labora en Contracorriente desde 2022.
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