Foto portada: Martín Cálix
Texto: Guillermo Brune
En espiral hacia el Centro. Paso a paso. La multitud es el camino. Me gusta ser parte, pero también estar aparte. Entrar y salir a mi antojo. Da lo mismo ir a la izquierda o a la derecha. Ocioso. Anónimo. Fantasma sospechoso. Soy yo, y soy el otro. Espero la coyuntura: la historia. No interactúo. Contemplo. Paseo. La peatonal se abre: fuente sin agua, concha acústica, vendedores ambulantes, gritos, iglesia manchada, miradas, olores, sonidos, risas y árboles de liquidámbar, caleidoscopios que me muestran la multiplicidad de la vida.
Cuatro leonas cantan: «¡Olimpia, Olimpia de mi vida, danos la alegría, a mi corazón!». Una de ellas le pide dos lempiras a un águila que va pasando: «para entrar al campo, hoy juega el albo». El ave, apoyada en sus alas, responde sonriendo: «perro, no ando nada». Mientras, del otro extremo del parque, llega el corazón rojo y azul de una manada. Alzan el rezo: «¡Quiero, quiero poder verte, levantar la copa, la copa de campeón!».
Rosita Fresita, sonrisa sin asombro, da la bienvenida a la tienda. Atrás de ella dos estatuas multicolores con peinado afro. Un tipo entra cargando el peso del tejido desechado. Las visitas recorren laberintos en busca de viejos tesoros. Lo viejo es lo nuevo. Una caja llena de maravillas se abre: espejos, pinturas, oro, plata, guitarras, saleros, lámparas. Dios se escucha por lo altoparlantes, hasta que una voz chillona lo interrumpe para anunciar con júbilo: «¡A las siete en punto nos vamos hoy!».
Ella deja la cajita con dulces en el asiento de cemento. Su cuerpo es una cruz que da la bienvenida al muchacho agitado. El descanso no es opción: el tiempo es un correcaminos. Las ondas comienzan en la unión de sus comisuras. Las vibraciones se expanden por simpatía. Dibujan enteros sus cuerpos. Dos son una serpiente que baila. Entonces un grito desbarata el hechizo: deben separarse. El correcaminos se detiene. Antes de partir, él sugiere el trato (encubre la súplica): «Chichí, póngase viva».
Sentada en los pies de la Catedral, carga a una bebé que sueña. Un borracho se acerca y le ofrece un cigarro. Ella solo mira el humo del pequeño sol que él tiene entre sus dedos. El humo que se convierte en espejo. Ella mira su rostro, su pasado y su presente. Se pone de pie. «Esperate, agarrame la niña», le dice. Así, mientras el humo entra como una cascada por su garganta, su hija duerme tranquila en los brazos del arrullo.
Reconoce la esquina. Asegura el sonido. Comparte su alimento: «Hermanos, Jesucristo quiere cenar con ustedes; Apocalipsis 3, 20, dice: “si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo”». Las puertas abiertas se detienen. Caminan hacia adentro. Alimentan lo que creen: «Pero antes de cenar, Jesucristo limpia la casa: separa la codicia, la represalia y la ira». La mesa está servida. Las palabras afiladas. El destino espera: «¿Ah? ¿Entonces? ¿Disfrutarán hoy de la cena con Cristo?, ¿o van a seguir en la misma rutina? ¿Cuánto tiempo quieren para cambiar?».
Un teclado. Un güiro. La avispa. Dos parlantes. Dos tambores. Un árbol gigante. El premio. Tres cantantes. Ocho bailando. Dos borrachos. Un rottweiler. Negro. Kenzo. Como el perfume. La cadena en el cuello. Caricias. Un estuche para el pago. Verde fosforescente. Aplausos. Sombreros. Anteojos. Saludos. Para Luis. Para Carmen. Para el Chele. Ojos cerrados. Ojos abiertos. Vista al piso. Vista al cielo. Un micrófono. Cejas tatuadas. Dos aullidos. Tres zapateadas. Ritmo. Risas. Eclipse. Agrupación. El ambiente. Lo más importante.
Espera en la sombra del árbol. La llamada llega. Contesta. Cierran el trato. Se levanta, se ajusta la falda y camina hacia Cronos. Junto a la figura, espera de nuevo. Mira a las cuatro direcciones. Un lobo se acerca. La observa. Ella se escabulle, desaparece, pero al rato regresa. Otro lobo ronda. Esta vez no logra esconderse, pero se escapa por las palabras: queda sola de nuevo. Llegan más lobos. Sienten el perfume. Acechan. Por una ranura entran tres bendiciones. La liberan. Alza a la más pequeña y se alejan del tiempo.
Le quita el hambre, el frío y la vergüenza. Una botella amarilla, que fue negra, lo contiene. Del plástico pasa al cuerpo. Cada bocanada es un puente hasta los pulmones. Cuando llega al pecho la vida se enciende. El aquí y el ahora en brazos y piernas. Pero en la cumbre está la caída. La cotidianidad lo tira al suelo. Se arrastra a las esquinas vacías. A descansar. A nebulizarse. Se siente seguro: las sombras y las luces pasan sin mirarlo.
La pirámide comienza con la yuca. Vigas blancas en la base. Raíces que sostienen todo. El repollo cae desde el cielo. Retoño de planta. Cogollo que se desgaja. Juliana que cruje con sabor a tierra mojada. La frescura llega con las medias lunas rojas. El tomatl: ombligo de agua. Melocotón de lobo. En el vértice, gotas de perfume ácido, un poco de rocas comestibles y un hilo de fuego líquido. Cada pirámide a veinte lempiras. Veinte pirámides en una bandeja. Bandeja que es sombrero.
La quietud es la insignia de este poeta. El movimiento es su promesa. El silencio, su mantra. El aire, su asiento. Ropa azul. Cabello azul. Piel azul. Sus ojos son un secreto. Nadie le habla. Nadie lo toca. La multitud se detiene a observar sus detalles, que son la totalidad. La quietud es la totalidad. El movimiento nace de la quietud…. Un muchacho nervioso se acerca. Deposita su ofrenda. El poeta cumple su promesa: se mueve.