En Tegucigalpa hay un grafitti que dice: Somos los niñxs del golpe. Discutimos alrededor de esa frase una vez en el equipo de Contracorriente porque estaba en esa pared pero también porque en nuestro reporteo en las calles desde 2009 (unos antes y otros después) muchos jóvenes, hombres y mujeres de nuestra generación nos decían eso: somos hijos del golpe, dejamos la adolescencia, la niñez de golpe. Diez años después quisimos recordar la escena de cómo nos enteramos y de cómo leemos ese momento en la vida de nosotros, los que somos de esta generación “millenial” urbana.
Catherine Calderón (29 años): Hace 10 años la incertidumbre agobiaba mi hogar. “Hubo un golpe de Estado”, dijo mi mamá, mientras yo seguía con la imagen de Manuel Zelaya Rosales, en un bus con su sombrero entrando a un batallón por las urnas de la consulta popular que él llamo “La Cuarta Urna”. Honduras pasó de ser un país ignorado a hacerse visible, luego que militares sacaran en pijamas a Zelaya y lo trasladaran a Costa Rica.
Mi conocimiento político era poco o casi nulo en ese entonces, sabía que algo no estaba bien, pero no comprendía muy bien qué, miraba las tanquetas y militares desplegarse en el parque central para reprimir a quienes protestaban por el golpe, y lo entendí cuando me aventuré a reportear en vivo para un canal local de Choloma, y me tocó correr junto con manifestantes a un lugar seguro y con ello ver cómo los militares golpeaban a la gente en las calles. Lo comprendí cuando al vestirme de ropa color blanca recibía miradas condenatorias porque andar camiseta blanca significaba estar de acuerdo con el golpe de Estado o llamarlo sucesión constitucional. O si la elección era color negro y rojo, los colores de la resistencia, el termómetro de si mi ideología era de izquierda o no era aplicado inmediatamente, sobre todo en la universidad donde no había claridad sobre lo que sucedía. Entendí que era grave cuando la cooperación se fue y con ello los trabajos de algunos compañeros, y cuando un día vi a una compañera de universidad anotando en su agenda: 280 días en resistencia. Lo terminé de entender en 2015 cuando el escenario estaba más consolidado: el golpe de estado había sido la plataforma perfecta para impulsar la dictadura que ahora vivimos.
Cesia Garay (23 años): Aquel domingo como de costumbre, me levanté temprano para alistarme para ir a la iglesia. Mi rutina se interrumpió con el sonido de aquellos aviones a las cinco de la mañana sobrevolando bajo tan cerca de mi casa. Me asusté. Con apenas 14 años no comprendía qué pasaba, por qué el fluido eléctrico había sido cortado por horas, hasta que escuché a mi madre decir: “Le dieron golpe de estado a Mel”.
Al pasar los días solía ver y escuchar cadenas nacionales anunciando que estábamos en estado de sitio, unos días desde las seis (6) de la tarde o desde las nueve (9) de la noche, sin imaginar que casi llego a dormir a una posta policial junto a mi madre a causa de esa ordenanza, ese día corrimos con suerte y pudimos irnos a casa.
Diez años después del golpe, es difícil no sentir escalofríos al recordar esas noticias de personas asesinadas por salir a manifestar, sentir desesperación al ver el caos de la ciudad, las personas comprando comida como locas y aquella tensión y miedo al verme frente a frente con un militar.
Brenda Alejandra Flores (21 años): “Somos los niños y niñas del golpe”, leí por allí. Somos esas que teníamos unos diez, once años cuando pasó el golpe, somos las y los que seguimos aguantando golpes.
El golpe de Estado del 2009 fue la escuela de muchas y muchos, nos enseñó a resistir, resistir a las represiones y a gobiernos dictatoriales y de facto. No sé si alguna vez imaginamos que lo que mirábamos mal y con miedo en esos tiempos, no era una pizca de lo que diez años después tendríamos que aguantar.
Fernando Silva (24 años): En 2009, cuando era un niño, los domingos significaban coritos cristianos en la radio de mi casa y un desayuno con dos opciones: Pan embarrado con mantequilla y jugo de naranja, o semitas para sumergir con avena y leche. El domingo 28 de junio desperté imaginando el
sabor del manjar de pan y mantequilla, pero la ausencia del cantante cristiano pidiendo misericordia a Dios por la radio me extrañó. No había electricidad y aviones se escuchaban sobrevolar el cielo de Tegucigalpa. Frente a mi casa, en el callejón donde solía jugar al fútbol por las tardes, se escuchaba una radio a batería y alguien hablando, era un hombre mayor muy conocido en la zona. La pulpería estaba cerrada, no habría pan y mantequilla en el desayuno, no entendí la razón incluso después de que escuché frente a mi casa que alguien dijo: “Es golpe de Estado, sacaron a Mel”.
Jennifer Avila (29 años): El 28 de mayo, un mes antes del golpe de Estado en Honduras se cayó La Democracia, el puente que conecta San Pedro Sula con la costa caribeña. Un terremoto de 7.5 en la escala de Richter sacudió todo el país y más la ciudad donde yo nací y crecí y donde mi mamá en llanto dio a la familia la noticia del golpe el 28 de junio de 2009.
El puente era el símbolo de El Progreso, Yoro; una ciudad de paso donde la Standard Fruit Company tenía su centro de operaciones el siglo pasado. Varios alcaldes le dedicaron murales y fotógrafos postales a este puente que quedó sumergido en el gran río Ulúa frente a las ahora pobres
plantaciones bananeras que han quedado después de la fiebre del oro verde. Recuerdo esa noche del terremoto, el cielo estaba rojo y el calor tenía a los vecinos afuera de sus casas cuando comenzó a temblar. Un mes después, el calor de la madrugada también anticipaba otra caída, la de la democracia que nunca ha tenido puentes.
Martín Cálix (35 años) : Abigail, hoy está cumpliendo 23 años. Hace diez años yo estaba comprándole un regalo —uno bonito, uno que luego no significaría nada en su vida—. La incertidumbre por algo que no conocíamos nos invadió, el Golpe de Estado lo cambió todo, abrió heridas donde no parecía posible: mi familia como todas las familias hondureñas sufrieron las consecuencias que en diez años aún tratamos de llenarlas de significado.
Las calles de El Progreso, pequeñas como son las calles de los pueblos, se llenaron de gentes, de gentes que en su mayoría se miraban con el asombro de quienes por primera vez se reconocen, se enteran de su existencia. Muchos nos enteramos que existíamos para bien o para mal —para mal existimos la mayor de las veces— en una patria que importa un poco más que nada. Jamás un golpe significó tanto. Entonces, aquel peligroso gesto de creer que todo tiempo pasado es mejor dibuja la promesa del olvido. La memoria es un camino de constante retorno. Jamás le dije feliz cumpleaños a mi hermana desde entonces.
Vienna Herrera (24 años): Tenía 14 años y dormía hasta tarde como cualquiera a esa edad lo haría un domingo, me despertaron las conversaciones con incertidumbre y el ruidos de avionetas que volaban sobre Tegucigalpa. No había luz y escuché a mi madre decir “le dieron golpe de Estado a Mel”. Entre mi inocencia, mi cuerpo aún despertándose y mi falta de conocimiento pregunté “¿Qué es un golpe de Estado?” en aquel momento a mi no me importaba nada más que escuchar música tranquila y leer por las tardes al volver del colegio, desde ese 28 de junio no he sabido qué se siente vivir sólo preocupándose por querer escuchar música o leer. Mi familia se reunió en la sala, a mis hermanas y a mí nos explicaron todo: “esto es diferente ahora, es una lucha entre ricos y pobres” dijo mi papá. Entre una que otra anécdota que involucra eventualmente gases lacrimógenos, desde entonces así han sido todas las conversaciones familiares.
Abigail Molina (23 años) Somos las semillas que desde el 2009 han germinado con rebeldía.
Un golpe de estado no se olvida. A mis 13 años no entendía bien el peso social-económico que significa un golpe de estado. Aún recuerdo los toques de queda y 10 años después me sigo preguntando si no pensaron los de afuera, que en sectores marginados como Chamelecón los toques de queda son de siempre , sin embargo desde ese entonces todo tomó otro rumbo, incluso la delincuencia.
Yo conocí la rebeldía de ser feminista y resistir en uno de los contextos más fuertes que hemos atravesado como pueblo. Hoy, diez años después, esas niñas y esos niños que éramos durante el golpe de estado seguimos resistiendo, seguimos intentando cambiar esta realidad que nos golpea todos los días.