Texto publicado originalmente en Medium
Portada: Martín Cálix
Durante la semana pasada, la cobertura noticiosa en Centroamérica se centró en un grupo de familias que se dirigían hacia el norte desde Honduras con destino a Estados Unidos. Lo que comenzó como una caravana de un par de cientos de hondureños, principalmente de San Pedro Sula, se convirtió rápidamente en una movilización de miles de personas, incluidas familias completas con niños. A pesar de las obvias preocupaciones humanitarias que debe generar un gran movimiento de personas, incluidas tantas madres y con niños pequeños, esta Caravana ha ganado atención internacional principalmente por la reacción obsesiva de Donald Trump, presidente de los Estados Unidos. Trump se ha centrado de manera virulenta y oportunista en esta Caravana como una nueva forma de alimentar el sentimiento antiinmigrante en Estados Unidos, con la esperanza de impulsar la campaña del Partido Republicano en la última recta del proceso electoral que culminará el 6 de noviembre de este año.
En los últimos días, la cobertura noticiosa ha sido más responsable, proporcionando un informe paso a paso de la trayectoria de la Caravana a través de Centroamérica y el territorio mexicano, incluidas las imágenes desgarradoras de niños y familias agotadas por las demandas físicas de esta larga caminata. Sin embargo, dicha cobertura sigue siendo mayormente superficial. Nos dice qué está pasando, pero no por qué. Necesitamos analizar más detenidamente la historia de Honduras, así como los recientes acontecimientos económicos, políticos y sociales que desencadenaron esta Caravana.
Honduras es un país controlado por una élite económica extremadamente rica, cuyo poder se ha entrelazado con poderosas empresas transnacionales durante la mayor parte de los últimos cien años. El término “República bananera” todavía hace eco como un símbolo de poder en un país gobernado por una larga historia de dictadores militares, y más recientemente por gobiernos civiles altamente impopulares. En el caso del gobierno actual, no fueron los votantes hondureños quienes lo eligieron. Su llegada al poder fue hecha posible por el poder de los Estados Unidos.
Según lo registrado recientemente por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), Honduras sigue siendo uno de los principales países de América Latina con mayores niveles de pobreza y pobreza extrema. Sin embargo, el término “pobre” enmascara lo que de hecho es una concentración de riqueza en manos de un círculo muy pequeño de familias e individuos, con miseria y pobreza para la mayoría del pueblo hondureño.
Además de tener sistemas social y económico de exclusión muy arraigados, Honduras ingresó hace casi una década en una fase política altamente inestable que sigue vigente hasta hoy. Esta fase inició con el Golpe de Estado llevado a cabo por las fuerzas armadas hondureñas en junio de 2009 contra el gobierno de Manuel Zelaya, elegido legítimamente. En esa crisis, el gobierno estadounidense, presidido Barack Obama, se puso del lado de las fuerzas antidemocráticas en Honduras, respaldando la interrupción del orden constitucional. Esta decisión dañó aún más las esperanzas de los hondureños de una democracia más estable que podría haber sido capaz de superar los males económicos y sociales de larga data que afectan a la nación. Desde entonces, las condiciones han ido de mal en peor.
La siguiente crisis se produjo en 2017, cuando el presidente en funciones, Juan Orlando Hernández, declaró su intención de postularse para la reelección, a pesar de que la Constitución hondureña prohíbe específicamente la reelección. Hernández montó una campaña de reelección apoyada tácitamente por el gobierno de los Estados Unidos. Las elecciones presidenciales se celebraron en noviembre de 2017. Según la gran mayoría de los observadores internacionales, las elecciones se caracterizaron por irregularidades generalizadas.
Los primeros resultados mostraron una clara tendencia hacia una victoria de la oposición; sin embargo, al final, el Tribunal Supremo Electoral, un organismo controlado por el poder ejecutivo, declaró ganador a Juan Orlando Hernández. Al igual que en 2009, el gobierno de los Estados Unidos se puso del lado de un gobierno altamente impopular y rápidamente felicitó a Hernández por su “victoria”, demostrando así su apoyo a las fuerzas antidemocráticas e incluso anticonstitucionales en Honduras.
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Como era de esperar, esto no fue aceptado por quienes sueñan con un futuro democrático en Honduras. Los votantes hondureños tomaron las calles y montaron una protesta sostenida ante ese gobierno ilegítimo. La respuesta del gobierno ha sido una mayor represión política, incluido el asesinato de manifestantes, un mayor número de presos políticos y el constante hostigamiento de quienes se atreven a criticar al gobierno actual.
Como si todo lo anterior no fuera suficiente, se añade también la crisis de seguridad ciudadana. Honduras está profundamente afectada por la presencia e influencia de los cárteles de la droga, así como por las pandillas. La combinación de las acciones violentas de estos actores ilegales, así como el creciente papel políticamente represivo y autoritario de las fuerzas militares y policiales hondureñas crean una tormenta perfecta para generar una desesperación profunda y generalizada entre el pueblo hondureño. La reciente Caravana no marcó el inicio de la huida de los hondureños. Estas personas han huido en cantidades cada vez mayores durante al menos la última década.
La Caravana Migrante, que comenzó su trayectoria hace poco más de una semana, captó rápidamente la imaginación de decenas de miles de hondureños que están desesperados por huir de las condiciones de deterioro, incluida la falta de empleo, las condiciones de vida infrahumanas, la creciente represión gubernamental y el aumento de la actividad criminal de cárteles y pandillas. La idea de huir juntos, mantenerse seguros y evitar las redes de contrabando de personas que cobran cantidades exorbitantes de dinero, así como las redes de trata de personas que esclavizan a mujeres y niños, crearon un poderoso imán para que más personas se unieran a la Caravana. Más que una acción cuidadosamente planificada, la Caravana debe entenderse como una acción espontánea realizada por muchas personas que enfrentan circunstancias desesperadas.
A medida que la Caravana se dirige hacia el norte, ha expuesto la enorme brecha que separa al mundo de políticos, burócratas y diplomáticos del mundo de personas que buscan una salida de condiciones cada vez más extremas. En los últimos dos años, muchos países han estado trabajando en el sistema de las Naciones Unidas para desarrollar Pactos Globales para la “migración segura, ordenada y regular” y los “marcos funcionales de protección humanitaria” para migrantes y refugiados. Esta caravana, y la respuesta negativa que ha provocado en los políticos, debe servir como un recordatorio de lo lejos que estamos de ese gran objetivo.
Claramente, existe una necesidad urgente de desarrollar nuevos y creativos conjuntos de reglas para manejar la realidad de la movilidad humana en el mundo de hoy. Los paradigmas actuales que abren las puertas a la libre circulación de capitales y bienes, mientras las cierran a quienes buscan seguridad y oportunidades, son una receta para el tipo de sufrimiento humano que ahora presenciamos en la frontera sur de México. Esta es una tarea que requiere mejores respuestas y, finalmente, enfrenta el desafío de transformar a países como Honduras en lugares donde la mayoría de las personas puedan vivir una forma de vida digna, segura y sostenible.
Pero a corto plazo, hay algunos pasos que podrían comenzar a mover la aguja en la dirección correcta. Hay una necesidad urgente de una conversación nacional en Honduras para reparar el daño a las instituciones democráticas y avanzar hacia un nuevo pacto social nacional. Dicha conversación debe involucrar al sector privado, a los actores independientes de la sociedad civil (más allá de aquellos que principalmente aplauden a los líderes del gobierno), al liderazgo político del país, al gobierno de los Estados Unidos y a otros actores nacionales e internacionales interesados. El gobierno nacional actual podría ayudar a este proceso de múltiples maneras, pero desdichadamente, carece del nivel de credibilidad como para ser el conductor o convocante de ese proceso.
Con respecto a las personas que se han unido a la Caravana en búsqueda de asilo, en lugar de pasar la pelota a México, como parece estar haciendo Estados Unidos, deberíamos insistir en que los hondureños y todos los centroamericanos deben ser tratados de manera justa, de acuerdo con las obligaciones internacionales de todos los países. Sus derechos como personas que buscan protección humanitaria deben ser respetados. Se les deben proporcionar soluciones prácticas y responsables, basadas en el entendimiento de que los inmigrantes y los refugiados tienen un historial comprobado como contribuyentes al mejoramiento de las naciones que adoptan como suyas, así como contribuyentes clave para el bienestar de sus familiares en su país de origen.
Estados Unidos tiene un papel crítico a corto y largo plazo, pero sólo si deja de usar a Honduras y a la Caravana como fútbol político con sus ojos enfocados en las elecciones intermedias del 6 de noviembre.
El presidente Trump ya ha convertido la Caravana en un circo político, usándolo como combustible adicional en el último tramo de la actual temporada electoral para alimentar su discurso contra los inmigrantes mexicanos y latinoamericanos, y para reforzar su súplica por un muro fronterizo. Por su parte, muchos demócratas parecen ver a la Caravana como un inconveniente político para sus esperanzas electorales. Esta respuesta esconde una decepcionante falta de visión y estrategia por parte de los líderes del Partido Demócrata.
Este momento debería ofrecer a los demócratas la oportunidad de reformular la comprensión de la migración como un desafío que requiere una respuesta política nacional e internacional cuidadosamente coordinada. Esta nueva visión y estrategia debe comenzar con la articulación de una narrativa que reconozca y celebre a todos los inmigrantes como un activo neto para los Estados Unidos de América.