Se busca: el amor después del amor

Por Dany Díaz Mejía

«La verdad, no quiero a Lupe ni ella me quiere. No, por lo menos, a la manera en que se entiende el amor. Estamos unidos por algo más fuerte. Riesgos compartidos hombro con hombro, viéndole la cara a la muerte. Y mucha sangre, manchándonos a los dos.»

— Mario Vargas Llosa, La Fiesta del Chivo.

 

Los amantes se reúnen después de dos semanas sin dirigirse la palabra. Ambos pensaron que todo había terminado, quizás por los espinosos choques, por esas largas pausas que parecían estancar el amor, que alguna vez se avizoraba interminable.

Ella quería que él la visitara el día que regresó deportado de Houston. Él pensó que iría a verla una vez hubiese sorteado los reclamos de su familia, del dinero que le habían prestado, de la vergüenza de haber sido pillado antes de cumplir seis meses, antes de haber podido obtener una muestra, cualquier muestra, de que había valido la pena ese año que pasó en México, durmiendo en una tienda de campaña frente un refugio en el que no le permitían dormir por ser un hombre solo, aun cuando él se moría por esa mujer, su flaca, a la que no dejaba de enviarle largas notas de voz, prometiendo pronto volver a su lado.

Solo iría a Houston por un año, solo lo suficiente para ahorrar y poner un negocio, una fuente de bienestar, un peldaño de una posible vida juntos. Quizás un emprendimiento que les permitiría ahorrar para una boda, una ceremonia no como una más de las de su pueblo, sino una celebración especial y de la que podrían hablar por muchos años venideros.

Pero ella hubiera querido haberlo visto el día de su retorno. No había esperado tantos meses solo para que él decidiera que era más urgente ver antes a su familia. Al fin y al cabo, si ellos se convirtiesen en un nosotros, con un devenir infinito, o por lo menos continuo, él ya debería de haber internalizado esa máxima de las sagradas escrituras, esa que exhorta al hombre a abandonar a su madre y a la mujer a abandonar la casa de su padre. Pero más bien parecía que él solo lograba dominar el arte de la fuga, del escape de la realidad que los acechaba día a día, pero en ese deslizamiento, que él justificaba como una búsqueda de un futuro mejor, no lograba acercarlos.

Ella se sentía cada vez más excluida de un proyecto que él no dejaba de describir como conjunto. Esos meses que él pasó en México habían sido para ella incomprensibles. Al menos en Honduras tenía un trabajo, claro que quizás solo pagaba cuatro dólares al día y era excesivamente demandante a nivel físico. Él era un niño brillante que en otras circunstancias habría llegado a ser ingeniero, pero en su pueblo solo podría aspirar a llegar a ser capataz o supervisor de la plantación de caña de azúcar o de la fábrica, una vez que se hubiese mostrado a los jefes como un hombre de confianza, pero no demasiado ambicioso. 

Sin embargo, en México él solo consumía los ahorros de su familia, la deuda que había adquirido con unos amigos de ocupaciones cuestionables, y el dinero que decía haber empezado a guardar en una cuenta de la cooperativa que serviría para un futuro juntos, porque, aunque no lo decía explícitamente, ella había entendido que para él era obvio que tendrían un futuro juntos. Ella no estaría con alguien con quien no pudiese proyectarse hacia la eternidad, o la versión más cercana a la que los simples mortales pueden aspirar.

Cuando él no la visitó ese fin de semana, ella dudó del futuro de su amor. Quería, sobre todo, que él quisiera verla antes de aterrizar en los vericuetos de la realidad. Por eso había dejado de hablarle por dos semanas, porque no concebía que él no hubiese tenido la necesidad desmedida, la urgencia física, la sed insaciable de verla, que hubiese, en vez, podido poner en espera un impulso vital que ella sentía como incontenible. Ella interpretaba esa contención como falta de amor. Pero no podía seguir ignorando los WhatsApp de él, tenía que verlo, abrazarlo, saber a ciencia cierta si todo estaba perdido.

Cuando se vieron, no lograron decirse nada. Solo se abrazaron. Se besaron con el hambre de quien no ha comido por días, pero que tiene que comer despacio, por temor a que esos primeros bocados le derrumben, o le envuelvan en una crisis gastrointestinal. Esa noche, después de hacer el amor primero despacio y luego salvajemente, se quedaron hablando hasta la madrugada. Ella le pidió un plan para el futuro. Él le propuso retomar la plática en tres meses, después de encontrar algún balance con su familia, la que no dejaba de hostigarlo.

Ella se fue por la mañana, sabiendo que no volverían a besarse —esa estrategia no podría sostener el amor. Por eso, le dijo que se quedara en cama cuando él ofreció levantarse para acompañarla a la puerta.  Ella sabía, y él lo sabría más tarde, sin haberlo dicho jamás en voz alta, que, detrás de esa despedida no dicha, pesaba el secreto que compartían, quizás la verdadera razón por la que él se ausentaba en planes, supuestamente colectivos, pero que lo aislaban de la relación.

En realidad, sin que los amantes lo supieran, ese secreto, meses atrás, había sido el fin. Ahora solo quedaba la distancia, la ruptura, el fin del amor.

Sobre
Hondureño del área rural. Becado a los 15 para estudiar en Tegucigalpa. Licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad de John Carroll, máster en Políticas Públicas por la Universidad de Carnegie Mellon (EE. UU.). Egresado del Diplomado en Libertad de Expresión de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), y del Diplomado Ejecutivo en Anticorrupción y Diplomacia de la Academia Internacional Anticorrupción y UNITAR. Consultor en temas de políticas públicas en Honduras, Guatemala y El Salvador. Autor de La quebrada, columnas de opinión y reportajes. Alguien a quien lo han salvado, muchas veces, las palabras.
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