Con mucho ánimo y con la esperanza de llegar hasta Estados Unidos, casi 3000 migrantes salieron de Honduras la semana pasada. No hubo mayor intento por parte del Gobierno de Honduras de frenarles el paso como en las caravanas anteriores. Esta vez fue el Gobierno de Guatemala que respondió con una estrategia de contención y persecución de los migrantes. El muro de Trump por extensión, logró fragmentar y evitar que la caravana llegara a la frontera con México.
Por Pia Flores/ La Cuerda
Fotografías y video: Deiby Yánes/ Contracorriente
«Yo dije que ni loca me iba a ir así, en las caravanas. Pero la situación llegó a un extremo donde ya no sabía qué más hacer. No teníamos otra opción que irnos», dice Telma, un poco fatigada. En una mano carga un cartel «Emigramos para heredar a nuestros hijos un futuro mejor lejos de violencia». Con la otra sostiene con fuerza la mano de su hija de 11 años mientras caminan a la orilla de la carretera en Izabal, en el nororiente de Guatemala.
Es sábado 3 de octubre, el tercer día de la caravana migrante más reciente que salió de San Pedro Sula en Honduras el pasado miércoles 30 de septiembre. Han pasado las tres de la tarde y la temperatura asciende a más de 30 grados centígrados. Telma está agotada. Pasaron la noche en una gasolinera donde apenas durmió y comenzaron a caminar en la madrugada. Su hijo de 7 años se cansó y su papá, Raúl, el esposo de Telma, lo lleva cargado en los hombros. Como miles de personas durante la pandemia, Raúl perdió su trabajo en la fábrica de hilos y mechas donde llevaba tres años. Para agosto, en Honduras se habían perdido 600 mil empleos, según estimaciones del Consejo Hondureño de la Empresa Privada (COHEP).
Aparte de encargarse de la casa, Telma, de 31 años, se dedicaba a trabajar como estilista en Choloma, departamento de Cortés en el norte de Honduras. Por el miedo a que sus hijos se contagiaran dejó de recibir clientes en la casa, y muchos de ellos, por la misma precaución, tampoco querían recibirla en servicio a domicilio. Ya debían tres meses de alquiler y comenzaron a acumular deudas para pagar sus gastos, incluso para tener comida y agua, que recibieron de vecinos y amigos.
«Nuestros niños necesitan una mejor educación que la que tenemos en Honduras. Arriesgamos nuestra vida constantemente. Un día estaba haciendo un planchado y a dos casas de mi casa, mataron a una persona, así es todo el tiempo. Mis hijos no pueden salir a jugar y uno por el temor no sale ni a la esquina. Vivimos encerrados», dice Telma.
En 2019, Choloma se convirtió en el tercer municipio más violento de Honduras, con 263 homicidios en el año según estadísticas de la Policía Nacional de Honduras, solamente superado por San Pedro Sula en ese mismo departamento con 438 homicidios y por el Distrito Central, Tegucigalpa, con 528 muertes violentas. Y aunque las restricciones por la pandemia incluyeron un toque de queda a nivel nacional, esto no influyó significativamente en la dinámica de violencia dentro del país, los tres departamentos con más homicidios mantuvieron su tendencia y en el país ocurrieron hasta agosto 2199 homicidios.
Entre la violencia diaria y la profundización de la precariedad por pobreza que causaron las restricciones en la pandemia, Telma y su familia optaron por abandonar su país, su gente y su casa, en la que ya debían tres meses de alquiler, para encontrar mejores oportunidades afuera. Delante y detrás de ellos, se extiende una fila de unos 200 connacionales. Sus sombras se alargan en el sol de la tarde. Es el último grupo grande que queda de esta caravana, pero todavía no lo saben. Aún les faltan más de 300 kilómetros para llegar a la frontera El Ceibo en Petén, donde quieren cruzar a México. Uno tras otro pasan los camiones del ejército de Guatemala o las patrullas de la Policía Nacional Civil (PNC) en dirección opuesta, cargados con migrantes. Se saludan a gritos y porras, unos viendo un futuro posible y otros, una expectativa frustrada.
Cada día y cada kilómetro la caravana se fragmenta más. De las aproximadamente 3 mil personas que salieron de Honduras, más de 2 mil habían sido ya retornadas a la frontera de El Corinto el sábado, según los datos del Instituto Guatemalteco de Migración.
«Lo que más miedo me da es la Migración, que me regresen después del esfuerzo que he hecho» dice Telma. Su grupo continúa, pero cada vez los recesos son más frecuentes. Cualquier lugar que ofrece un poco de sombra alivia los pies cansados.
Un tráiler de transporte pesado frena despacio frente al grupo. El piloto saca medio cuerpo por la ventana. «Oigan hermanos, más adelante hay un retén grande de soldados», grita antes de seguir su ruta hacia el sur.
Los peones de Trump
Como en las caravanas anteriores, esta fue organizada a través de grupos en redes sociales y whatsapp, donde las convocatorias comenzaron a circular desde mediados de septiembre para que personas de diferentes departamentos de Honduras se unieran. El punto de encuentro fue la terminal metropolitana en San Pedro Sula, de donde estaba programada la salida para el 1 de octubre a las 4 de la mañana.
En Guatemala aún no era un tema viral la llegada de una nueva caravana. El 24 de septiembre, el Instituto Guatemalteco de Migración anunció que su director, Guillermo Díaz, se había reunido con los gobernadores de los departamentos de Chiquimula e Izabal, con el objetivo de coordinar un sistema de alerta temprana porque se tenía conocimiento de «que el único fin de estas personas que conforman las caravanas es llegar hacia este país del Norte [Estados Unidos]».
No fue sino hasta la tarde del 1 de octubre, cuando alrededor de 2 mil personas ya habían ingresado a Guatemala, que el Presidente Alejandro Giammattei se pronunció en uno de sus ya comunes y temperamentales mensajes a la nación. Describió la caravana como grupos violentos «que utilizan niños no acompañados, están haciendo escudos humanos con mujeres y ancianos y están vulnerando a nosotros los guatemaltecos».
Como parte de lo que Giammattei calificó como una «estrategia de contención», declaró estado de prevención en los departamentos de El Progreso y Petén, y en los cuatro departamentos que tienen frontera con Honduras, Jutiapa, Chiquimula, Zacapa e Izabal, con el objetivo de bloquear el ingreso de la caravana. Un muro de soldados y derechos restringidos.
El mismo día,1 de octubre, la Secretaría de Gobernación del Gobierno de México, a través del Instituto Nacional de Migración, emitió un comunicado en el que advirtió sanciones penales para las personas que ingresen al país como parte de la caravana por romper los protocolos de salud. El día siguiente, el Gobierno mexicano desplegó un contingente de agentes de la Guardia Nacional a las orillas del río Suchiate, que separa a México de Guatemala, y el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, comentó en conferencia de prensa que le pareció extraño que surgiera una nueva caravana a un mes de las elecciones presidenciales en Estados Unidos, algo que varios usuarios habían comenzado a opinar también en redes sociales.
En Honduras, la vicecanciller Nelly Jerez dijo a medios de comunicación locales que existían 11 líneas de investigación para determinar responsabilidades a los organizadores de estas caravanas. «Hoy en día nos estamos enfrentando a un fuerte tráfico de personas de cualquier edad, donde por igual tranzan con niños, jóvenes, mujeres y hombres.» Por su parte, el presidente Juan Orlando Hernández, en una conferencia de prensa, se refirió a la caravana aduciendo que «existe un movimiento político que desde ya hace bastante tiempo ha venido promoviendo este tipo de acciones» y aconsejó a los migrantes a no exponerse a los riesgos de la pandemia pero también a las medidas estrictas que han tomado Guatemala, México y Estados Unidos para frenar la migración.
A diferencia de otras caravanas, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, mantuvo silencio.
Para justificar las medidas contra la caravana, el presidente de Guatemala utilizó la pandemia por COVID-19. Migrar en tiempos de pandemia implica aún más riesgos que los que históricamente han tenido que enfrentar los migrantes. Las condiciones de viaje para los que huyen de la situación en sus países no aseguran acceso a alcohol en gel ni agua para desinfectarse. En el intenso calor, las mascarillas rápidamente se humedecen por el sudor y en los pequeños espacios que se encuentran para el refugio nocturno no es posible la distancia sanitaria entre las personas.
Telma, igual que muchas otras personas de la caravana, dice confiar en Dios y en las oraciones para combatir la COVID-19. Igual como lo ha hecho el presidente Giammattei, que varias veces durante la pandemia ha llamado a jornadas de oración y ayuno.
«No permitiremos que puedan venir personas a violentarnos y a poner en riesgo la seguridad sanitaria que tanto nos ha costado controlar. Si ustedes vieron los resultados del día de hoy de las pruebas de COVID-19, hemos tenido el día más bajo en contaminación y casos positivos. De casi 5 mil pruebas, solo el 14% resultaron positivas. Vamos por buen camino» dijo Giammattei.
Las medidas represivas y la reacción — con tintes xenófobos — de Giammattei ante las personas que formaban parte de la caravana migrante, contrastó con la forma en que celebró hace un mes el aumento de las remesas que envían los guatemaltecos desde Estados Unidos.
Sin caravanas, Guatemala, con su violencia y pobreza crónicas, sigue siendo el país de Centroamérica que expulsa más ciudadanos, tanto adultos como niñas, niños y adolescentes (NNA). Entre el 1 de octubre de 2019 y el 1 de septiembre de 2020, fueron aprehendidos en la frontera sur de Estados Unidos 23 mil 392 adultos, 7 mil 540 NNA no acompañados y 10 mil 392 unidades familiares. En el mismo período, fueron aprehendidos 21 mil 435 adultos, 3 mil 857 NNA y 9 mil 946 unidades familiares de Honduras.
Esta caravana hizo evidente que los países que expulsan a miles de sus ciudadanos con sus precarias condiciones, también los retienen a la fuerza para proteger el interés de Estados Unidos por frenar la migración. Un contradictorio rol que beneficia a ese país del norte pero que deja en el limbo de la desolación a grandes grupos de personas altamente vulnerables.
Escudo de nadie
Mientras tanto, en Zacapa, unas nubes negras alertan desde las montañas la inminente llegada de un aguacero, común en esta época del año. Sentada en la banqueta, en el kilómetro 184 de la carretera que atraviesa Guatemala y conecta el Atlántico con la capital, encontramos a Tanya. Lejos de su casa, pero más lejos aún de su destino, México, donde piensa refugiarse. La madre de 29 años, no es el escudo humano de nadie. Ella decidió unirse a la caravana porque su vida corre peligro ante uno de los fenómenos que atormentan específicamente a las mujeres en el triángulo norte, y que sus gobiernos no han sido capaces de resolver, la trata de personas para la explotación sexual.
Hace dos años, Tanya –cuyo nombre real resguardamos por su seguridad– fue rescatada de una casa cerrada (centros clandestinos de explotación sexual) junto con otras mujeres y adolescentes por las autoridades en Belice. Desesperada por encontrar empleo, había caído en los engaños de una red que prometía trabajo bien remunerado como trabajadora doméstica en ese país. Pero al llegar, Tanya fue encerrada en una casa que funcionaba como bar. Las personas a cargo le explicaron que tenía que pagar su “deuda” con ellos por los costos del viaje y que trabajaría atendiendo a los clientes como mesera, con bailes y servicios sexuales.
Tanya regresó a Honduras a finales de 2018 y declaró en contra de las personas que formaban parte de la red de trata a cambio de recibir protección como testigo. Una de las personas involucradas fue capturada y sentenciada, pero Tanya asegura que nunca recibió la protección prometida de parte del Estado hondureño. Atemorizada de que alguien de la red de trata buscara venganza, huyó de Honduras con la caravana de enero 2019 y consiguió asilo en México.
Guatemala, Honduras y El Salvador son países de origen, tránsito y destino de víctimas de la trata de personas. Según el Informe Global sobre Trata de Personas, para el 2018, 80% de las víctimas fueron niñas y mujeres. Especialmente las mujeres de escasos recursos, como Tanya, están en mayor riesgo ante las redes de trata que se aprovechan de la necesidad y la situación de vulnerabilidad de sus víctimas para someterlas a la explotación laboral y sexual.
El caso de Tanya es un ejemplo común de cómo operan estas redes. Reclutan a las víctimas en su país, las trasladan a otro lugar, las aíslan de su entorno y de su círculo familiar. En septiembre, Alex Mairena, investigador de la Dirección Policial de Investigación (DPI), asignado a la Unidad de Delitos Especiales, explicó en entrevista con Contracorriente que «las bandas de trata son internacionales y se interconectan con grupos que operan en otros países». El investigador hizo referencia a un caso, justamente en Belice, donde una mujer logró escapar. Ella denunció y logró no solo rescatar otras siete víctimas, dos de ellas menores de edad, sino también sentenciar a los responsables en Honduras.
A finales de 2019, la mamá de Tanya enfermó. Aunque significaba perder su asilo en México, Tanya decidió regresar a Honduras para cuidarla hasta su muerte unos meses después.
Hace dos meses escuchó el rumor de que uno de los acusados en su caso salió de la cárcel y gente conocida de su comunidad comenzó a comentarle que unas personas andaban preguntando por ella. En medio de la desesperación por sobrevivir durante la pandemia, Tanya revivió el temor, la desesperación y la necesidad urgente de huir. Cuando vio la convocatoria de la caravana, no dudó en unirse.
La mayoría de los integrantes en esta caravana buscó llegar a la frontera en Petén, una ruta más corta pero conocida por ser peligrosa, no solo porque está desolada sino también porque es utilizada para el narcotráfico. Otros grupos pequeños y dispersos optaron por ir a la capital, para luego dirigirse a la frontera de Tecún Umán, departamento de San Marcos, la ruta más utilizada en las caravanas anteriores.
Por la seguridad de sus seis hijos, Tanya escogió la ruta larga, a través de la capital. Con su pareja invirtieron más de Q1000 ($124) en pasajes de bus, casi todo el dinero que se llevaron para el viaje, para llegar más rápido a la Ciudad de Guatemala. Se toparon con uno de los múltiples retenes de la Policía Nacional Civil, PNC, para detener la caravana y retornar a sus integrantes. Los agentes de la PNC pidieron la identificación a cada pasajero y uno por uno bajaron a los hondureños migrantes. En total 23 personas.
En esta caravana son menos las personas que han ofrecido jalón a las y los migrantes. Varios de ellos indican que los pilotos de camiones y tráiler tienen miedo de llevarlos, no por la pandemia, sino porque circulaban rumores de que se les podría retirar su licencia o multarlos. Para Tanya, la diferencia en el trato de las autoridades entre esta caravana y la de 2019 ha sido notoria.
«La primera vez que salí en caravana pues nos trataron bien en Guatemala, y en México ni se diga, excelente. Fueron muy atentos, nos dieron de comer y nos ayudaron con ropa también. Aquí pues se sabe que siempre nos tratan de lo peor, en Agua Caliente nos gasearon. Pero esta vez los policías se pasaron. En el bus nos dejaron entender que a empujones y con fuerza nos iban a bajar si no nos movíamos», cuenta Tanya.
En el retén de Zacapa, otro bus es revisado por la PNC. Un hondureño más, cabizbajo y con sus sueños rotos, se une al grupo de los retenidos. El Instituto Guatemalteco de Migración y la PNC han insistido en que todos los retornos durante la caravana califican como voluntarios, pues no se les aplicó la prohibición de entrar al país durante dos años, como cuando una persona es expulsada.
Mientras esperan el bus que los lleve de regreso a la frontera El Corinto, un hombre reclama a la policía que no le había devuelto sus documentos de identificación. Visiblemente molesto, un agente le responde que al momento de subir al bus le darían sus documentos. No pierde la oportunidad para aclararle al hondureño, voluntariamente retenido pero sin opción de seguir su camino, de que si hubiera tenido el sello migratorio y una constancia de prueba negativa de COVID-19 podría haber seguido su viaje. «Si usted entra legal a nuestro país, no hay ningún problema, nadie les está negando el ingreso», dijo.
Ante la llegada masiva de personas, los puestos de control migratorio y de salud en la frontera El Corinto colapsaron. El trámite por cada integrante habría tardado días, tal vez semanas. Varias personas de la caravana comentaron que en el lado de Honduras, las autoridades vendían el hisopado a 600 lempiras ($24). Entre pagar por la prueba o tener dinero para comida en el camino, la mayoría escogió la comida.
Una pareja que optó por pagar la prueba explicó que le dieron el resultado 24 horas después. Aún así, con la constancia y el ticket con sello migratorio, soldados del ejército de Guatemala bajaron a la pareja de un camión que les dio jalón, solo por ser hondureños. Ignoraron por completo los dos documentos. Fue hasta cuando llegó un delegado del Instituto Guatemalteco de Migración que la pareja pudo continuar su viaje hacia Estados Unidos.
El siguiente día, domingo 4 de octubre, Tanya y su familia ya estaban de regreso en su casa. Derrotada, asegura que lo más pronto posible intentarán nuevamente irse del país.
«He pasado tantas cosas que siento que en cada momento van a entrar a sacarme de la casa», expresa Tanya. Tiene miedo. Mucho miedo.
El último bastión
El domingo amaneció brumoso luego de otra noche de fuertes lluvias. El grupo de migrantes, con ropa y zapatos aún mojados, ya se había reducido cuando llegó al retén del ejército en la aldea Chocón, kilómetro 312 en San Pedro Cadenas, en Livingston, Izabal. Telma, Raúl y sus hijos no aparecen. En la madrugada llegó la PNC para convencer al grupo de que se rindiera y que se dejara retornar a la frontera. «Más adelante sólo se pondrá más difícil», dijeron.
Aproximadamente 40 personas finalmente decidieron darse por vencidas luego de otra noche complicada. Según Migración, el total de personas retornadas ya sumaba más de 2 mil 900.
Aresly, de 27 años, es firme. Ella no quiere regresar y no se deja asustar por los soldados que en formación de tres filas parecen preparados para enfrentar a una banda de delincuentes en este pequeño pedazo de carretera, entre puestos de reparación de llantas, palmeras y montañas. Tampoco se deja convencer por los intentos de parte de un capitán del ejército que asegura que las condiciones de vida y trabajo en Honduras están bien.
«Yo voy a esperar a que se quiten. Porque no es fácil venir desde allá y solo regresar, tanto que nos ha costado. Y allá no hay nada», dice la mujer que ha cruzado los más de 130 kilómetros en silla de ruedas.
A los 20 años Aresly sufrió dos derrames. Con ellos perdió la movilidad en sus piernas casi en su totalidad y con ellos su trabajo como recepcionista en un hotel. Desde entonces, ella, su hija de 5 años y su hijo de 11, quien la acompaña, dependen del apoyo económico del hermano de Aresly. Los médicos le dijeron que con la terapia adecuada, lograría volver a caminar. El problema es que no la puede recibir en Honduras, dice.
Su hermano trabajaba como repartidor para una empresa, pero fue despedido por los recortes laborales durante la pandemia. Frustrada por no poder hacer nada, Aresly decidió irse a Estados Unidos para buscar una fundación que la pueda ayudar para volver a caminar y así poder trabajar y proveer para sus dos hijos.
«Ustedes son el último grupo numeroso que se encuentra en esa región», dice Enrique Coronado, subdirector de control migratorio del Instituto Guatemalteco de Migración, quien llega con un grupo de delegados luego de casi 6 horas de estancamiento en el retén.
Este mensaje genera decepción en algunas de las personas de la caravana, quienes mantenían la esperanza de que otros grupos grandes aún estaban por llegar. Están solos y por más tiempo que pasa, se agotan y desesperan más. Esta vez la batalla no la ganarían los migrantes.
Cuando finalmente llegaron dos buses grandes para retornar a los migrantes a El Corinto, muchos de los hombres jóvenes que iban adelante, con la adrenalina hasta arriba, fueron de los primeros en hacer fila para subirse. Aresly observa desde la sombra de un árbol en la carretera como se desvanece la caravana, posiblemente la última en mucho tiempo. Aún resiste, pero es demasiado tarde.
«Es demasiado peligroso si nos quedamos aquí solos, y si no hay nadie más a la fuerza nos van a llevar», dice. Los buses ya se fueron, varias patrullas llenas de personas también. Poco después, la PNC la llevó en la parte trasera de un pick-up patrulla de regreso a Honduras.
Aresly regresó a San Pedro Sula triste, por tanto sacrificio y esfuerzo sin el resultado que esperaba. Pero no está derrotada. Al contrario, regresar para ver a su familia pasar hambre solo la hizo más determinada. Volverá a cruzar pronto con su familia, y sin la caravana.
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