Por: Héctor Corrales
Portada: Persy Cabrera
El 25 de junio de 2025, colectivos del Partido Libertad y Refundación (Libre) bloquearon la entrada al banco de sangre del Hospital Escuela impidiendo el ingreso de donantes, dejando a pacientes oncológicos sin transfusiones y varias cirugías canceladas. Su objetivo no era una demanda gremial del personal médico sino más bien era uno político: desconocer la decisión judicial que definía quién era el jefe del hospital.
Apenas dos semanas después, el 7 de julio, los mismos grupos paralizaron el Consejo Nacional Electoral (CNE), bloqueando la recepción de ofertas para la contratación del sistema de transmisión de resultados electorales (TREP), algo que ha retrasado el cronograma electoral. Estos no son incidentes aislados ni arrebatos espontáneos de militancia exaltada. Son los síntomas visibles de una estrategia calculada que ha convertido el sabotaje institucional en un método de gobierno.
El Partido Libre ha perfeccionado una técnica de tres pasos que aplica desde 2022. El primer paso es la victimización: cualquier decisión judicial que no les favorezca o cualquier derrota política se presenta como un ataque a la voluntad popular. El segundo es la paralización procesal: se bloquean físicamente las instituciones, se ignoran las sentencias, se sabotean los procesos técnicos. Finalmente, la intimidación selectiva: grupos de presión en las calles se transforman en grupos de choque cuando hay protestas inconvenientes para el Gobierno y operan a la vista y tolerancia de las fuerzas de seguridad. La policía, ha demostrado con esto su parcialidad en la aplicación de la ley, llegando a las manifestaciones de la oposición o de la sociedad civil para levantar perfiles y reprimir aunque en general estén ausentes para resguardar los procesos democráticos.
Esta fórmula ya la hemos visto aplicada sistemáticamente desde la toma de la junta directiva del Congreso en enero de 2022 hasta el inicio del proceso electoral en el Consejo Nacional Electoral (CNE) en 2025. El patrón de Libre es predecible y su posición débil tras la derrota en el control del CNE, por lo tanto, su guión para el resto del año se puede dibujar con claridad, advertido por declaraciones de la misma candidata presidencial Rixi Moncada que convoca al pueblo a las calles si se implementa el TREP que no aprueba su consejero, mientras que Marlon Ochoa, se encarga de incinerar el calendario electoral, rodeado de colectivos y funcionarios activistas de su partido.
Libre ha perfeccionado esta «vetocracia» como un nuevo modelo de desgobierno que extiende la cooptación institucional. Si la victimización y parálisis fallan, basta con activar estos grupos para escalar la intransigencia y tomar rehenes políticos en todo el espectro, desde pacientes oncológicos hasta consejeros electorales.
La posición de Libre es tan débil que competir bajo las reglas democráticas no es opción. La única vía es tomar el proceso electoral como rehén e imponerse de manera autoritaria. La factura política de eso no la paga Libre, sino todo Honduras, con las repercusiones socioeconómicas de la crisis política que vivimos hoy.
El escenario dominante es claro: en el peor de los casos, las elecciones se posponen o se cancelan. En el mejor de los casos habrá una elección con resultados rechazados por los perdedores. Aún si una salida mágica a la crisis del TREP se diera, el daño es irreversible y Libre no tiene ningún incentivo para de repente comenzar a comportarse como debe.
La oposición enfrenta una realidad brutal pues no puede ganar jugando bajo las reglas que Libre impone. Este partido ya tiró –casi todas– sus cartas sobre la mesa, y aún así, cuesta que cuaje una estrategia suficientemente coordinada para ir más allá de la condena moral y enfocada en un solo frente.
El sector privado organizado calcula en silencio ¿Cómo invertir donde no hay estado de derecho? ¿Cómo exportar si hay calles bloqueadas camino a los puertos? La fuga de capitales se acelera al ritmo del deterioro democrático. Cada día que pasa en esta crisis es una inversión que escoge otro país. La exigencia de garantías de elecciones limpias y pacíficas cae en oídos sordos y, al igual que con el resto del pueblo, el calendario avanza y sus opciones se reducen.
Los observadores internacionales también luchan con sus propias ataduras. Ven la crisis por televisión cuando deberían estar en primera fila. Algunos sin recursos, otros sin interés, pero todos claros de que la narrativa de Libre incluye el neocolonialismo oligárquico transnacional como cómplice del fraude. Ya es muy tarde para protocolo y beneficio de la duda: se necesitan alertas ahora, no llamados a la calma u ofertas de mediación post-mortem en diciembre.
Las Fuerzas Armadas enfrentan su propia encrucijada. La cúpula calcula si en tal desastre todavía vale la pena ponerse uniformes rojinegros. Mientras tanto, los mandos medios luchan con una pregunta existencial: ¿Qué Honduras estamos defendiendo?
El tiempo no es un aliado. Cada día que pasa sin respuesta coordinada es terreno cedido a la vetocracia. En noviembre —si llegamos al proceso electoral— en Honduras podríamos despertar con urnas vacías y calles llenas, preguntándonos cómo fue que fuimos a votar, con un resultado predefinido, escrito en los portones del CNE y en el graffiti callejero que proclama que «Rixi ya ganó».