Ni buenos ni malos: la categorización de migrantes y la mentira de los derechos humanos universales

Por: Maryoriet R. Salgado

Portada: Persy Cabrera

¿Cuál es la diferencia entre un expatriado y un migrante «ilegal»? Únicamente su privilegio. Clasificar a los migrantes entre «buenos» y «malos», preguntarse quién merece derechos y quién no, representa una de las hipocresías más crudas del llamado Occidente democrático. Esta no es una excepción histórica: es parte de una arquitectura global que convierte la movilidad humana en amenaza y criminaliza el derecho de moverse.

Por más de tres décadas, la política migratoria de Estados Unidos ha seguido una misma lógica: la criminalización de un derecho humano fundamental. Más allá de las narrativas partidistas, tanto demócratas como republicanos han sostenido un sistema que convierte a las personas migrantes de Centroamérica en amenaza, y a la migración en problema.

Según Amparo Marroquín, profesora de Comunicación y Cultura en la Universidad Centroamericana de El Salvador, la narrativa en contra de la migración desde Centroamerica comenzó a mutar durante el gobierno del demócrata Bill Clinton. En 1994, su administración implementó las primeras políticas de militarización de la frontera sur, y fue la primera en hablar de «detener personas», presentando la migración como una amenaza a la seguridad nacional. Ese discurso abrió la puerta a la ilegalización de la movilidad humana. Un derecho, supuestamente, universal.

Esta narrativa se profundizó con el tiempo. Barack Obama, considerado uno de los presidentes más progresistas, deportó más personas que Donald Trump durante su primer mandato. Las infames «jaulas» donde se encerraban niños y niñas migrantes no fueron una invención republicana, sino parte del legado de un sistema migratorio racializado. Aquí no se trata de comparar bondades, sino de reconocer que lo que cambia es la forma de decirlo, no lo que se hace.

Con Trump, la crueldad se ha convertido en espectáculo: caricaturas, discursos cargados de odio, deportaciones de niños con cáncer y traslados a cárceles en terceros países. Jocelynn Rojo Carranza, una niña de 11 años, se suicidó tras sufrir acoso escolar por el estatus migratorio de su familia. Su muerte fue un grito silencioso contra una política que deshumaniza desde la infancia. A eso se suman los miles de infantes que llegaron solos a Estados Unidos y fueron separados de sus padres. Amnistía Internacional calificó esta práctica como tortura. Se estima que 2.7 millones de menores ciudadanos estadounidenses podrían quedar sin padres si se ejecutara la deportación masiva de la que se jacta el actual Gobierno de Estados Unidos. ¿Quién cuida de ellos?

El costo humano —y económico— de esta crueldad es incalculable. Pero no es nuevo. Solo ha cambiado de forma, de tono, de rostro. Lo verdaderamente intolerable es que, a estas alturas, como humanidad, sigamos mirando hacia otro lado.

La migración centroamericana ha sido históricamente política. Las guerras en Nicaragua y El Salvador, el desplazamiento forzado por la violencia, la pobreza o la persecución en Honduras y Guatemala, las caravanas de migrantes huyendo de las maras y del desempleo: para nuestros pueblos migrar no es más que una estrategia de sobrevivencia.

La idea de que hay migrantes «buenos» y «malos» fractura toda posibilidad de resistencia política unificada. Divide a las comunidades migrantes entre las que supuestamente «merecen» estar en EE.UU. y las que deben ser expulsadas. Es una estructura que sostiene los privilegios de las élites blancas, millonarias y tecnócratas, y que refuerza el racismo institucional.

Este patrón no es exclusivo de Estados Unidos. Tiene raíces profundas en una visión racializada de los derechos humanos: unos los merecen, otros no. Así como Trump acepta refugiados blancos de Sudáfrica pero no de Centroamérica, Europa abrió sus puertas a millones de ucranianos, mientras guarda un silencio brutal ante Palestina. Esa doble moral no es nueva, de hecho se asienta sobre siglos de jerarquía racial: Europa la perfeccionó a traves de todas sus colonias, Estados Unidos la institucionalizó con la esclavitud: es el mismo orden colonial que esclavizó cuerpos, borró lenguas, reescribió memorias y hoy diseña políticas migratorias basadas en colores y tonos de piel.

En el fondo, este es el discurso más antiguo del poder: la asignación arbitraria de privilegios para justificar quién pertenece y quién debe ser expulsado. Así se sostenían los reyes por «derecho de nacimiento». Así operan hoy las «democracias» coloniales modernas.

Migrar no es un crimen: es un derecho universal. Un derecho que, durante décadas, ha sido criminalizado por quienes se benefician de un orden profundamente desigual. Porque si no podemos responder con honestidad a la pregunta de cuál es la diferencia entre los extranjeros que llegan a nuestros países —bien recibidos como inversores, académicos o turistas— y las personas migrantes que cruzan fronteras arriesgando la vida, sin justificar esas diferencias por el acceso a educación, empleo o estatus legal, entonces el problema no es la migración: es el sistema que valora unas vidas más que otras, que los enfrenta de maneras distintas según su pasaporte y su origen.

La diferencia realmente está en quién narra la historia. En quién tiene el privilegio de ser llamado «expatriado» o «viajero», y quién es marcado como «ilegal». Debemos comprender que en la historia de la migración no hay categorías de migrantes —solo seres humanos enfrentando condiciones impuestas por un sistema profundamente injusto.

Porque si los derechos son verdaderamente humanos, no pueden depender del accidente geográfico de nuestro nacimiento.

En este proceso de despertar —como pueblos, como ciudadanía, como seres humanos— vamos comprendiendo que esas jerarquías no son naturales, sino construidas para sostener el poder de unos pocos. Y desde ahí, todo puede cambiar. Muchos reyes y reinas fueron derrocados por sus propios pueblos. Hoy, también, una ciudadanía unida, organizada y consciente tiene más poder del que el sistema quiere que recordemos. La historia no está escrita: la escribimos cada vez que dejamos de obedecer por costumbre y empezamos a exigir por justicia.

Sobre la autora
Maryoriet R. Salgado es comunicadora e investigadora social. Actualmente cursa estudios doctorales en la Universidad de Bonn (Alemania). Su investigación se centra en temas de denuncia de la subordinación de género y la violencia doméstica en el país, abordados desde un enfoque decolonial. Es cofundadora de Niña, una organización sin fines de lucro dedicada a apoyar de manera integral a niñas en áreas urbanas, fomentando su permanencia en la escuela y la exploración de sus derechos.
Comparte este artículo

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

    Recibe el boletín sin anuncios. Ingresá aquí para concer planes y membresías

    This form is powered by: Sticky Floating Forms Lite