Por: Mar Mestizo*
Portada: Persy Cabrera
Lo que ocurre en Palestina no es una guerra: es un genocidio en curso, sostenido por estructuras de poder globales que legitiman el despojo, la ocupación y la limpieza étnica. No es un «conflicto» entre dos naciones, ni una lucha simétrica entre iguales. Es la expresión más brutal de una arquitectura colonial que convierte a un pueblo entero en amenaza para justificar su desplazamiento, su encierro y su exterminio. Palestina no es una excepción histórica: es una manifestación contemporánea del mismo orden mundial que, desde hace siglos, ha arrasado pueblos para sostener imperios, economías y narrativas de supremacía. Es el mismo patrón que esclavizó cuerpos en el Caribe, que robó territorios en África y que hoy utiliza tecnología militar, bloqueos económicos y propaganda para sostener una ocupación prolongada. Cambia el escenario, pero la lógica es la misma.
Del Nakba al despojo indígena: la misma lógica colonial
En 1948, el pueblo palestino vivió el Nakba, un término árabe para hablar de una catastrofe: más de 700,000 personas fueron desplazadas, 400 aldeas arrasadas y miles asesinadas. Israel lo llama su «independencia»; el pueblo palestino lo vive como su aniquilación.
Esa historia no nos es ajena. En 1502, cuando Cristóbal Colón llegó a la costa hondureña, se inició el despojo y ocupación sistemática de los pueblos originarios de Abya Yala. Igual que en Palestina, nuestras tierras fueron ocupadas, nuestros cuerpos esclavizados y nuestras memorias reescritas. La extracción minera, la apropiación del territorio y la imposición de lenguas y religiones no son muy diferentes de los muros de separación, los asentamientos ilegales y las leyes que hoy definen la cotidianidad bajo una ocupación que debe ser cuestionada desde el derecho internacional y los principios de justicia para todos los pueblos.
La ocupación no solo es militar, es económica, política y simbólica
En Palestina, la ocupación no termina con las bombas. El control del agua, el comercio, la movilidad y los recursos ha generado una realidad cotidiana asfixiante. La Franja de Gaza, por ejemplo, vive bajo un bloqueo desde hace más de 15 años. El 97 % del agua no es apta para el consumo humano. La tasa de desempleo supera el 45 %. A esta catástrofe sostenida se suma el costo humano insoportable de la ofensiva más reciente: entre el 7 de octubre de 2023 y el 30 de junio de 2024, se registraron 64,260 muertes por lesiones traumáticas en Gaza. De ellas, el Ministerio de Salud palestino en Gaza estimó 37,877 como fallecimientos confirmados hasta esa fecha.
En Jerusalén Este y Cisjordania, la situación legal permite que viviendas palestinas sean transferidas a ciudadanos israelíes en procesos judiciales, especialmente en barrios como Sheikh Jarrah. Esto ha sido ampliamente documentado por organizaciones internacionales de derechos humanos y ha generado un debate sobre desigualdad y despojo legalizado. Estas políticas son impulsadas por sectores del gobierno, e incluso dentro de Israel existen voces que las critican.
Esta forma legalizada de despojo recuerda no solo los enclaves mineros y bananeros que dominaron Honduras en el siglo XX —cuando compañías como la United Fruit Company o la Rosario Mining Company controlaban territorios enteros como feudos corporativos—, sino también a su versión más reciente: las ZEDE. Próspera, en Roatán, es un ejemplo actual de cómo se privatiza el territorio nacional bajo el discurso del progreso. En estas zonas, el Estado abdica sus funciones soberanas en favor de inversionistas extranjeros que dictan sus propias reglas, expropian tierras, limitan derechos laborales y marginan a las comunidades locales. Los habitantes originarios pierden control sobre su territorio, mientras los foráneos se instalan con garantías jurídicas, beneficios fiscales y poder político.
Ya sea en Palestina o en el Caribe hondureño, el patrón se repite: se declara un espacio como «subutilizado», o «en necesidad» y se lo entrega a intereses externos, y se criminaliza a quien lo defiende. El racismo, la legalidad hecha a medida y la promesa del desarrollo son los instrumentos del mismo proyecto colonial.
Cambia el nombre. Cambia el lenguaje. Cambia el escenario. Pero la lógica es la misma.
La deshumanización como arma de ocupación
La clave para justificar la violencia estructural es deshumanizar. A los palestinos se les llama «terroristas». A los migrantes centroamericanos se les llama «ilegales» y «delincuentes». A los pueblos indígenas se les consideró «salvajes». Cuando un sistema convierte a pueblos enteros en amenaza, abre la puerta a formas extremas de violencia, que en muchos casos han sido reconocidas como crímenes de lesa humanidad. Lo vimos en Ruanda. Lo vimos en Guatemala. Lo estamos viendo en Gaza.
Así como el colonialismo español intentó borrar las lenguas y cosmovisiones de Abya Yala, hoy se intenta borrar la historia palestina. Se censura, se silencia, se manipula. Incluso cuando mueren miles. Pero los pueblos resisten. Desde los refugiados en Centroamérica hasta los estudiantes palestinos que rompen el cerco mediático desde el exilio, todos y todas sabemos que la lucha no es local: es estructural, global, histórica.
Tan peligrosa como la violencia es la normalización que la rodea. El silencio, la neutralidad y el doble discurso de quienes observan desde lejos sin actuar, sostienen la impunidad. Los mismos países que proveen tecnología militar y apoyo diplomático a gobiernos responsables de violaciones graves a los derechos humanos, luego ofrecen ayuda humanitaria, como si las donaciones pudieran borrar las bombas. Nos resulta familiar porque es lo que ocurre después de cada huracán, cada golpe de Estado, cada matanza en nuestra región.
Y también es la hipocresía de ciertos activismos que seleccionan sus causas según la comodidad de sus entornos: luchan por el clima, pero callan ante el exterminio de pueblos; celebran la diversidad sexual, pero guardan silencio ante el colonialismo que somete a mujeres palestinas. Si hoy gritamos por el planeta, por la libre circulación de la comunidad LGTBIQ+, por los derechos de las mujeres, pero no abordamos lo que está pasando en Palestina, entonces no estamos luchando por derechos humanos: estamos luchando por privilegios selectivos.
Porque todos los pueblos han sido Palestina
La lucha de Palestina es la lucha de todos los pueblos que han sido despojados, asesinados, silenciados. Es la lucha de los pueblos negros esclavizados, de los pueblos indígenas colonizados, de las comunidades campesinas desplazadas. Es la lucha contra el capitalismo racial.
Y también es una advertencia: ningún pueblo está exento. Si creemos que esto no nos puede pasar, es porque ya fuimos educados desde la lógica del opresor. Es la interiorización de una jerarquía del racismo: como si fuéramos mejores migrantes que otros. La única manera de no repetir la historia es conocerla, se requiere nombrarla. Palestina es hoy el espejo más crudo de nuestras memorias compartidas.
La lucha de Palestina es la lucha de los pueblos. Es la lucha por existir. Es la lucha contra el olvido, contra la impunidad. Cuando en el futuro se intente contar estas historias desde los medios, el cine, desde las cátedras o desde los libros, más vale que sepan que nosotros ya sabíamos de qué lado estar. Y no fue del lado de los tanques, ni de las bombas, ni del silencio.
La lucha palestina es la lucha de los pueblos. La de ayer, la de hoy, la de siempre.
*La autora de este artículo publicó con seudónimo para evitar represalias en su contra.