Por José Giddel Alvarado
Fotografías: Francisco Molina
Los que me conocen saben que siempre estoy en busca de buen arte, uno que no haga mi billetera más vacía, que celebre a Centroamérica como una región de personas cultas, inteligentes y trabajadoras; arte que nos dé la bienvenida, sin importar de dónde vengamos, y que reafirme la identidad centroamericana y hondureña como algo valioso.
Por eso, en mi visita a Tegucigalpa en diciembre, me encontré sentado en el Redondel de los Artesanos viendo el documental La Singla. No esperaba que esa noche fuera tan transformadora como lo terminó siendo. La gente iba y venía para ver esta película española sobre una bailaora de flamenco de los años sesenta. Era el tipo de caos característico de los espacios públicos en Honduras, pero esta vez se sentía seguro, familiar, lleno de curiosidad y arte.
Esto fue gracias a Tercer Cine, un proyecto social cofundado por tres hondureños: Laura Bermúdez, una cineasta que también funciona como directora ejecutiva del proyecto; Juan Pedro Agurcia, curador de cine que ejerce la función de director artístico, y Josie Guerrero, que además de ser la cofundadora, organiza la administración general. Ellos crearon Tercer Cine hace tres años, con la misión de llevar películas a parques, plazas y otros espacios públicos de Honduras, proyectándolas de manera gratuita. Es un acto de desafío ante un sistema que muchas veces nos dice que el arte es solo para quienes pueden pagarlo. En un contexto de desigualdad económica como el de Centroamérica, esto deja a demasiadas personas fuera.
Este concepto me toca profundamente. He pasado ya seis años viviendo en Nueva York, rodeado de música, teatros, y museos. Sé lo que se siente tener el arte al alcance, sentir que te pertenece. Pero creciendo en Honduras, ese no era el caso. Ir al cine era un lujo, y para la mayoría de personas en mi país, todavía lo es. Los espacios públicos también se han convertido en lugares que muchos evitan por miedo o desconfianza. Así que cuando me senté en ese redondel, rodeado de mis amigos hondureños, que estaban absorbiendo la película al igual que yo, se sintió como una pequeña revolución.
Centroamérica no tiene una industria cinematográfica robusta en comparación con nuestros vecinos del norte o el sur. La infraestructura es relativamente nueva y el financiamiento casi inexistente. Pero sí tenemos historias, grandes, entretenidas, tristes, alegres, y sobre todo importantes. Y tenemos a creativos como Laura, Josie y Juan Pedro, que están construyendo maneras nuevas de compartir esas historias, ya sea a través de sus propias películas o creando espacios alternativos para compartir las de otros.
El año pasado asistí a la premiere de Con esta luz en Nueva York, un documental con talento hondureño frente y detrás de cámaras, codirigido también por Laura y producido por Jessica Sarowitz. El documental cuenta la historia de la hermana María Rosa Leggol, una monja que ayudó a sacar de la pobreza a más de 87,000 niños y niñas hondureñas. Fue una experiencia igual de interesante para mí, no solo por la historia en sí, sino porque fue una de las pocas veces en las que estuve en una sala en Nueva York donde se celebraba a los hondureños como héroes, filántropos, como visionarios, como artistas.
Y eso es lo que también experimenté en la función de Tercer Cine. Ambos fueron espacios donde nos vemos a nosotros mismos como algo más que los estereotipos con los que a menudo nos han intentado definir.
La importancia de este trabajo no es solo cultural; es profundamente político. Honduras es un país donde la desigualdad es enorme. El acceso a algo tan simple como una película es un privilegio que no muchas personas pueden permitirse. En este contexto, proyectar películas gratuitamente en espacios públicos se convierte en un acto radical de inclusión, una manera de decir: importás. La presencia y experiencia de la población hondureña importa.
Según Tim Brinkhof en su artículo The Development of Central American Film, el cine centroamericano ha tenido un crecimiento lento, pero constante, en los últimos años. Señala que los cineastas centroamericanos enfrentan enormes desafíos, financiamiento limitado y lo más lamentable, pero importante de resaltar, la indiferencia. Para que tengan una idea, según Tim, entre el 2000 y 2017 en Centroamérica solo se produjeron 200 películas y documentales originales. Pero el cine centroamericano persiste, porque las y los cineastas de la región entienden el poder de las historias para crear empatía y conexión.
En Honduras, donde la narrativa de violencia y pobreza a menudo es la protagonista, proyectos como Tercer Cine ofrecen una alternativa. Nos recuerdan que merecemos reunirnos y que podemos reclamar los espacios públicos para sentir seguridad en ellos nuevamente.
El arte no pertenece solo detrás de las vitrinas y cortinas de terciopelo. Nos pertenece a todos, en las plazas, redondeles y calles donde ocurre la vida. Y en Honduras, nos está mostrando que somos capaces de mucho más de lo que históricamente nos han dicho que somos.