Si el amor puede más que la violencia ¿por qué la violencia nos va ganando?

Por Laura Díaz
Portada: Persy Cabrera

El mero 24 de diciembre estaba caminando por las calles de Katmandú, Nepal en Asia del Sur. Una ciudad hundida en un valle rodeada de montañas, densamente poblada y exageradamente caótica: pareciera que las motos salen por debajo de las alcantarillas; los carros son muchos y muy pequeños, porque las calles son minúsculas, de doble vía y con parqueo a ambos lados; los peatones no podemos distraernos y hay que sumir el estómago y caminar de lado pegado a la pared para no ser atropellado.

Las comparaciones son malas, pero necesarias. Katmandú es una Tegucigalpa a la décima potencia; los cables cuelgan de los postes torcidos, casi no hay aceras y las existentes están tomadas por los vendedores ambulantes o rótulos de las miles de minitiendas amontonadas. Son dos ciudades en mundos tan diferentes, pero tan similares.

Recuerdo con cariño cada esquina que recorrí en Tegucigalpa, recuerdo con afán cuando todavía se podía andar sin miedo; sin embargo, no poseo patriotismo alguno. Nací en Tegucigalpa, pero yo no lo elegí. Nadie elige su nacionalidad, es una pinche cuestión de suerte, y lo mismo aplica a los que nacen en otro lado más privilegiado.

En Tegucigalpa me han asaltado al menos cuatro veces con puñales y armas de fuego; me han abierto el carro otras tantas; he visto un tiroteo en donde el muerto quedó ahí tendido, con el humo calientito saliendo de su cuerpo. He consolado a muchos conocidos después de alguna situación en la cual el alma se les ha salido del pecho y se quedó guindada de un hilo, para nunca más volver a sentirse en confianza.

Tegucigalpa me ha enseñado a cuidarme, cuidar mi mochila, mi celular, mi dinero, mis documentos, mi forma de vestir, mi forma de mirar, y mi forma de soportar los «piropos» de desconocidos en cualquier lado; aprendí a desconfiar de todos, a no salir de noche, no hablar con extraños y a usar zapatos cómodos para poder salir corriendo a la primera sospecha.

Recorriendo Katmandú, no podía evitar pensar en mi seguridad, y esto me llenó la cabeza de muchas dudas que intenté resolver parafraseando en inglés y por señas con los taxistas y los guías locales. A todos les pregunté lo típico: ¿es seguro Katmandú? ¿A usted cuantas veces lo han asaltado? ¿Hay muchas armas en Katmandú? ¿Hasta qué horas se puede andar de noche? ¿Cuál es la zona más segura? 

Sorprendentemente, a ninguno de los taxistas a quienes les pregunté mientras hacíamos esperas interminables en el tráfico, a ninguno lo habían asaltado en sus veinte y tantos años de trabajo, no habían visto ni un arma, y me dijeron que yo podía estar en la calle hasta que me cansara. Y no hubo forma de que me entendieran lo que significa el «impuesto de guerra»; el nepalí de manera general no tiene armas, y las muertes violentas son muchísimo más bajas que las de Honduras (según el sitio web datosmacro.com, en Honduras hay 34.5 muertes violentas por cada 100,000 habitantes, y en Nepal 2.13 por cada 100,000 habitantes). Para mi sorpresa y tranquilidad, no recibí ningún tipo de piropo o miradas incómodas en las calles, y por un instante, en medio de ese caos, los envidié.

Los taxistas y los guías locales me dieron a entender que viven con normalidad. Una normalidad que hace muchos años los hondureños dejamos de sentir; una normalidad que permite que los negocios mantengan las puertas abiertas con sus productos en las calles, y la figura del vigilante es inexistente; las casas de cambio de moneda son casetas de madera, pequeñas, casi cuchitriles en donde te cambian dólares o euros sin barrotes de metal ni vidrio antibalas de por medio.

La cabeza y los sentimientos me daban vueltas. Invadida por la curiosidad, me puse a indagar de manera general las cifras económicas y de violencia de Nepal, y ante mi asombro, son un país muy pobre, incluso más pobre que Honduras, con 30,000 kilómetros más de extensión territorial, sin playas, y una población tres veces mayor que la hondureña, con un sistema de salud, educación y servicios gubernamentales similares a los nuestros en demanda y precariedad, pero en grande, para muchos miles más de personas. 

Nepal ha pasado por desastres naturales como terremotos, así como nosotros huracanes y tormentas tropicales. Las drogas son ilegales en ambos países y en ambos existe el narcotráfico (en Nepal, opio y hachís de la India a China, o viceversa). La migración en busca de una vida mejor es un denominador común en los países de extrema pobreza, y en Nepal hay un turismo hippie de Occidente que justifica el consumo de drogas para alcanzar el nirvana.

No podía dejar de pensar ¿por qué Honduras es un país tan violento? ¿Somos los hondureños los violentos? Si ni la pobreza ni el tráfico de drogas pueden justificar nuestros niveles de violencia, ¿qué es? Me duele mucho pensar que sea nuestra cultura, me rehúso a creer que culturalmente seamos más violentos que otros países pobres con problemas de narcotráfico.

Finalmente, contemplando un templo de Buda, me di cuenta de que, a pesar de tantas similitudes entre ambos países, hay una gran diferencia: la religión. Ellos, mayormente hinduistas, politeístas y con la filosofía de Buda, creen en la reencarnación, por lo cual la mayoría son vegetarianos y tienen mucho respeto a la naturaleza y a los animales, a todos los animales; incluso las ratas y los monos circulan libremente por donde la comida se los permita.

A nosotros, que somos mayormente católicos, y de otras religiones monoteístas relacionadas con el cristianismo, ¿será que nos da más miedo reencarnar en una cucaracha de alcantarilla que pasar la vida eterna en el infierno por tus pecados? Quizá por esa razón los nepalíes tienen más miedo de hacer cosas tan horribles como las conocidas masacres hondureñas. ¿Será esa una de las razones del por qué los nepalíes no tienen nuestros niveles de violencia? Como nosotros creemos que arrepentirnos de nuestros pecados antes de morir es suficiente para subir al cielo, pues lógicamente creemos que cualquier daño que hagamos, por horrible que sea, nos será perdonado.

¿Será esa diferencia religiosa la que permite y normaliza la violencia como el pan de cada día? No lo sé. Supongo que faltarían muchos estudios sociológicos, religiosos y psicológicos para entender por qué a nosotros, a Latinoamérica entera, nos tocó vivir este castigo en vida, este karma de la violencia. Me quedo con muchas dudas, y espero que ojalá algún día Dios, Buda o la ciencia, puedan darme alguna respuesta.

Sobre la autora
Ama de casa y madre de dos, intentando encontrarme o desahogarme por medio de la escritura. Hondureña de corazón, lectora de lo que me gusta y amante de los deportes. Actualmente vivo en Riyadh cuestionando diariamente el feminismo, la democracia y el amor monógamo occidental.
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1 comentario en “Si el amor puede más que la violencia ¿por qué la violencia nos va ganando?”

  1. Hola Laura me encantó tu historia. Yo también vivo en Riyadh pero ya voy para los 36 años aunque voy y vengo de Riyadh a Tejas y a Mexico.
    Tengo mi segunda maestría en educación bilingue en currículo e instrucción. Yo también he escrito una novela pero no la publiqué y luego cambié la versión varias veces.
    Me gustaría si juntas crearemos un grupo literario para juntarnos, leer lo que escribimos y ayudarnos. Yo editaba documentos complejos en mi último trabajo, aunque en inglés pero también lo puedo hacer en español. Mucho gusto conocerte y saber de tu vida.

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