Por Lucía Vijil Saybe
Portada: Persy Cabrera
Sin duda, el 2024 ha sido un año clave en términos ambientales y agrarios. Avances y retrocesos en la gestión de la conflictividad socioambiental, la impunidad y el recuerdo constante de que Juan López, asesinado el 14 de septiembre, ya no está más entre nosotras, son parte de los acontecimientos sobre los que debemos reflexionar. En este escrito, nos vamos a referir a una de las más grandes preocupaciones del movimiento social y territorial, organizaciones de derechos humanos y ciudadanía en general: la avanzada de una política ambiental bajo la custodia de los militares.
El pasado 2 de noviembre, Contracorriente publicó una entrevista realizada a Lucky Medina en el marco de la Cumbre de la Biodiversidad COP16, en la que textualmente el ministro de la Secretaría de Recursos Naturales y Ambiente (Serna) afirmó: «La gente agradece que los militares están apagando incendios, pero además hay que tomar en cuenta a la gente que está trabajando en el proyecto Padre Andrés Tamayo. Los militares solo son la columna de los ejes de protección ambiental».
¿En qué contexto se sitúa la acción de los militares en la gestión ambiental?
El Plan de Gobierno para Refundar Honduras 2022 – 2026 que presentó la ahora presidenta Xiomara Castro durante su campaña política prometía: «Desmilitarizar la seguridad ciudadana y confirmar su permanencia en su rol que ordena la constitución. Asegurar la conducción civil de la seguridad y de la defensa y la separación precisa y respeto de las funciones propias de las fuerzas armadas y de la policía, tomando como referencia la doctrina democrática de la seguridad ciudadana. Los guardianes del pueblo no pueden ser los mismos que los defensores del territorio, porque cada cual se entrena para su fin específico».
En ese contexto, por la naturaleza de las dinámicas sociales en nuestro país y la disputa entre élites, analistas como Gustavo Irías han afirmado que «las Fuerzas Armadas han actuado como una especie de partido político, con autonomía propia y con la misión de gestionar las periódicas crisis políticas, asegurando la vigencia de los intereses estratégicos de la élite tradicional». En esa misma línea, han existido períodos históricos caracterizados por la intervención de los militares en roles que exceden los límites establecidos por la Constitución.
Recordemos que, luego de la democracia tutelada por los militares entre 1981 y 1989, este actor volvió para participar en un golpe de Estado en el 2009 y respaldar a los gobiernos post golpe. Irías también apunta que: «Ante las tímidas reformas por parte del gobierno del Poder Ciudadano y la percepción de amenazas geopolíticas por la cercanía de la administración Zelaya con el chavismo (Hugo Chávez), los militares, en defensa de los intereses de la élite, rompieron el orden constitucional ante el asombro de la comunidad internacional. De hecho, este fue el primer golpe de Estado victorioso en América Latina en la post guerra fría. Entre el 2010-2021, los militares continuaron teniendo una presencia dominante en apoyo a las diferentes administraciones del Partido Nacional, es decir, en el período conocido como el de la narcodictadura».
Recientemente, el juicio contra Juan Orlando Hernández demostró la forma en que la estructura militar estaba implicada en la narcoactividad, y cómo el respaldo de las cúpulas militares sostuvo por completo la dinámica del Gobierno en Honduras.
Para el Gobierno de Xiomara Castro, como transición, sin duda era todo un desafío la gestión del vínculo con las fuerzas armadas. El saldo al día de hoy ha sido un incumplimiento rotundo a las promesas de desmilitarización.
En primer lugar, se ha utilizado la figura del Consejo Nacional de Defensa y Seguridad (CNDS) para la gestión pública. Más allá del acompañamiento en espacios de trabajo, la aparición de los militares en la gestión de asuntos civiles justificados por el discurso de la «seguridad nacional» se ha traducido en una estrategia de seguridad pública, que ha implicado la declaración del estado de excepción desde el 6 de diciembre del 2022 hasta la fecha, centrado en el combate contra la extorsión, la remilitarización de los centros penitenciarios, un «Plan de Solución contra el Crimen» y el anuncio de la construcción de una cárcel de máxima seguridad en las Islas del Cisne (hace un par de días desestimada de acuerdo a declaraciones de funcionarios públicos) y de dos megacárceles entre los departamentos de Olancho y Gracias a Dios.
Para gestionar la conflictividad relacionada con la propiedad de la tierra, y por presión de sectores de la empresa privada, se conformó la Comisión de Seguridad Agraria y Acceso a la Tierra (aún sin normas claras para su funcionamiento), en la que los militares tienen asignado el rol de desalojar a la población campesina de los predios rurales que son reclamados por grandes empresas agroindustriales, y en menor medida el avance en reformas estructurales que aseguren una verdadera distribución de la tierra. Esta Comisión ha sido denunciada por organizaciones campesinas debido al aumento de los desalojos y violencia a partir de las acciones lideradas por los militares.
Por otra parte, la estrategia de «Cero deforestación al 2029» implica alrededor de 8,000 nuevos efectivos militares para incorporarlos a los Batallones de Protección Ambiental, y el aumento del presupuesto de defensa en 19,000 millones de lempiras entre el 2024 y 2027.
Es importante destacar que ha sido este Gobierno el que ha colocado en la discusión pública la acción de terceros en territorios indígenas (por ejemplo, el caso de La Moskitia), así como la exposición de redes de ganaderos vinculados a la narcoactividad y las estructuras del crimen organizado relacionadas a actividades de extracción de bienes comunes de la Naturaleza.
El plan estratégico «Cero deforestación al 2029» apunta: «Gran parte de la agricultura migratoria, ganadería extensiva, siembra de plantaciones de droga, que se da en la zona de la Moskitia, tiene su origen en el lavado de activos y el crimen organizado. Así mismo, actividades que atentan y destruyen los bosques tropicales de Honduras, y en especial Olancho, departamento de Gracias a Dios, áreas de La Mosquita y zonas de Río Plátano».
Y aunque se han anunciado medidas integrales, la gestión gubernamental ha obviado por completo el plan de trabajo ya estipulado y se ha enfocado en el fortalecimiento del papel de las fuerzas armadas en la gestión de lo público, aumentando la presencia militar en los territorios y la narrativa que coloca a los «verde olivo» como bastiones de una política ambiental en uno de los países más peligroso para ser defensor y defensora del territorio.
¿Qué es lo preocupante de los «verde olivo» en la gestión ambiental?
A pesar de las expectativas sobre la desmilitarización de los asuntos civiles, el predominio de las fuerzas armadas en temas agrarios y ambientales es motivo de cuestionamiento por varias razones.
En primer lugar, el nulo acceso a la información. Cuando los militares entran en el debate sobre la política pública y su implementación, absolutamente todo se clasifica como «seguridad nacional», lo que restringe por completo el acceso a la información y la participación ciudadana. En Honduras, estos dos factores son los principales detonantes de la conflictividad socioterritorial.
Por otro lado, existe una marcada impunidad militar. La participación de los militares en asuntos públicos y la aplicación de la seguridad civil ha implicado grandes violaciones a los derechos humanos y con ellas fracturas históricas. Asimismo, su reciente vinculación con el narcotráfico deslegitima por completo su accionar. La investigadora Mirna Flores indica que: «A falta de castigo de los militares que han cometido abusos en los distintos gobiernos autoritarios que emergieron de las transiciones democráticas, ha generado una alta impunidad militar, en medio de bajos niveles de rendición de cuentas y, paradójicamente, la respuesta estatal de aumentar sus funciones y presupuestos».
El aumento del presupuesto asignado a los militares es otro punto crítico. Ha sido complejo para las organizaciones territoriales notar el aumento de las partidas presupuestarias asignadas a los militares para asumir su función de protección ambiental, mientras que, por ejemplo, no existe aumento significativo de presupuesto para instituciones clave en la titulación de tierras (el Instituto Nacional Agrario) en el marco de comisiones como la de Seguridad Agraria y Acceso a la Tierra, y decretos relevantes en la gestión ambiental como el 18-2024 aún no tienen asignaciones presupuestarias para la restauración del Parque Nacional Montaña de Botaderos Carlos Escaleras Mejía.
La presencia de los militares en mayor proporción en los territorios también se podría considerar como una estrategia de vigilancia y exposición de los liderazgos en defensa de los bienes comunes. Para autores que han estudiado la vinculación entre militares y extractivismo, como Raúl Zibechi, «la militarización no va de la mano sólo de la expansión del papel de las fuerzas armadas, sino que se trata de un fenómeno más complejo».
«El papel clave de todo este proceso», dice Zibechi, «es el desplazamiento de la población o conseguir retenerla dentro de ciertos espacios, para que las empresas hagan su trabajo. Algo así no puede suceder sin que el Estado —a través de sus aparatos armados— intervenga para impedir, apoyar o tolerar la acción armada contra las poblaciones que deben proteger. Tanto las grandes empresas como los negocios ilegales tienen la suficiente capacidad financiera como para comprar los servicios de militares y policías, quienes a su vez adiestran a las bandas irregulares y les venden sus propias armas».
Estos elementos previos seguramente se irán ampliando en el debate y análisis, al momento de ir constatando avances —o retrocesos— de una política ambiental cuyo bastión son los militares. Pero a estas alturas debemos preguntarnos: ¿hay que alarmarnos sobre su papel en ese sector tan trascendental para los hondureños y hondureñas?
Sabemos que la política militar puede ser cuestionada a través de los medios que sean, pero, en la práctica, esto tiene un impacto limitado frente a los tomadores de decisión que, claramente, se muestran orgullosos de su alianza momentánea con los «verde olivo». Sin embargo, es importante destacar ciertos puntos clave. En primer lugar, la legitimidad de la acción militar en la mayoría de acciones relacionadas a la gestión ambiental debe estar condicionada a un proceso efectivo de depuración institucional, llevado a cabo bajo los más altos estándares de transparencia.
Además, se debe apostar por una reducción de la impunidad en los casos en los que militares son acusados de cometer crímenes, precisamente para hacerle justicia a la historia agrietada por la acción militar en Honduras. Desclasificar la información vinculada a temas ambientales para la promoción de la participación ciudadana debe ser un componente integral de cualquier plan que pretenda tener presencia a nivel territorial y de relación directa con las comunidades involucradas.
Finalmente, existen acciones pendientes con movimientos sociales y ambientales, que definitivamente deben ser prioridades para garantizar una efectiva protección a los bienes comunes de la Naturaleza (más allá del enfoque militar que se pretende aplicar a cada caso de conflictividad).