Por Fernando Destephen
Portada generada con IA
—¡Puta, perdí mi dragón! —exclamó el niño de pijama a cuadros.
Se acostó sin cenar, se bañó sin ganas, atrasó el sueño en espera del dragón. Nadie sabía qué era lo que esperaba sentado, en la orilla de la cama, dubitativo, razonando las sinrazones de la pérdida de un dragón en estos tiempos; la filosofía existencial en un niño, la irresponsabilidad social que implicaba el descuido de no haberlo amarrado a la pata de la cama. ¿Y si tiene hambre? ¿O frío?
La luz del baño aleteaba, suspiraba. La ventana también lo hacía, exhalaba la cortina, se respiraba angustia en la pequeña habitación de medidas inconclusas. Abajo, los padres, los adultos, ignoraban el dolor encarnado en el espíritu del niño que negaba su nombre, que se creía indigno de poseer cosa alguna por el inmenso descuido de olvidar asegurar al dragón. Sus padres solo se preguntaban en silencio, solo con las miradas: ¿por qué el niño no había comido su cena? Que por alguna extraña razón seguía ahí, la grasa de la carne se secaba en los garbanzos condimentados, los vegetales verdes se ensombrecían sin moscas, la comida esperaba muda. Y comenzó la hora del café; las tazas rebosan de la bebida oscura, amargo para él, dulce medio para ella, acompañado de unos panes almidonados de arroz dulce con pasas molidas y rellenos de jalea roja, digamos de mora…
Entre sorbo y masticada, se escapaban una serie de suspiros encriptados.
En el piso de arriba, el pequeño continuaba su disertación mecánica, las preguntas típicas, naturales en un hombre adulto, y en él, lleno de esa adultez tan singular: ¿por qué? ¿Cómo? ¿En qué momento?
Calculaba los hechos, las consecuencias, las causalidades; medía y mediaba con sus pequeños miedos; una teoría salía, otra entraba; el tiempo era el mismo, seguía su envejecimiento normal, su enrollamiento de caracol en proporción divina. Recalculaba su última plática y razonaba qué de malo había hecho para que huyera. Ya no era solo culpable de no atarlo a la primera pata a la derecha de su cama de juguete, ahora era una culpa entera: el dragón se había molestado con él… El miedo a perder algo nos acecha y nos modifica conductualmente, nos refleja inseguridades e hipótesis, funcionalidades, medidas de desahogo. Era interminable la forma de pensar exponencialmente, su espacio era esa orilla, con los pies desnudos colgando sin tocar el piso pulido y helado… Afuera la noche era otra, casi igual a la de ayer, o la de anteayer; lo que las diferenciaba era la falta del dragón. No estaba, y los pies del niño colgaban guindando de la cama, parecían proyectar el ahorcamiento de unas sombras secas, sus ojos idos en esa nada que nos deja absortos en un punto imaginario y nos pasma en un mismo lugar de pensamiento, análisis, recogiendo la cosecha mental.
El dilema seguía, modelando teorías. La noche enfriaba su oscuro cuerpo y la luz encerrada en un bombillo blanco enroscado en sí mismo palpitaba, mientras una mariposa negra hipnotizada giraba alrededor de sus invisibles manos de neón enjauladas. El lavabo goteaba como si tuviera gripe, los colores blancos del baño dormían, el reloj se movía lento, abajo los ratones buscaban las migajas de los panes rellenos, las fotos de las repisas seguían su coma habitual, los padres se habían encerrado en su ritual de padres, el niño había logrado acomodar los pies y había vuelto a su estado fetal primario, pero carente de líquido amniótico, sustituido por un par de sábanas de colores y almohadas con estampados de caricaturas en blanco y negro.
Sin darse cuenta entró en un ciclo REM profundo, y no escuchó cuando el dragón regresó y tumbó su cepillo dental al suelo callado del cuarto de baño, ni olió el sucio perfume de cabaret mezclado con el humo del tabaco, el aliento a arsénico y azufre mezclado con whisky barato sin hielo, ni vio los torpes pasos a secas que dio antes de acomodarse la cadena al cuello y regresar a hacer marcas en la pata de la cama, que se reseteó hasta el día o la noche de su próxima salida.