Ahmed, un hombre barbado y casi escuálido que ha llegado hasta Tapachula desde Mauritania, se acerca a mí con un teléfono en la mano y me muestra su pantalla. En el traductor de Google, hay un mensaje escrito en árabe:: No sé qué está pasando. ¿Por qué número van? Soy el 369.
Estamos en el estacionamiento del Estadio Olímpico de Tapachula, donde hay una fila de unas tres mil personas que se empiezan a impacientar. Ninguna de ellas espera asistir a un evento deportivo. El estadio lleva meses abandonado desde que el equipo local, “Los Cafetaleros”, se mudó a Tuxtla Gutiérrez, la capital de Chiapas. Por supuesto, tampoco ha albergado nunca unos Juegos Olímpicos. El parqueo frente al recinto es ahora un campamento improvisado que la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) ha abierto porque sus oficinas en el centro de la ciudad han colapsado. Algunos migrantes —de los miles que están llegando cada día en estas semanas— llevan semanas durmiendo en la intemperie o bajo un pedazo de carpeta, caminando varios kilómetros para buscar un baño que les rentarán por diez pesos; días y días sin bañarse, sin recordar cómo es un cepillo de dientes, todo con tal de guardar su turno.
Lo que esperan es un papel para seguir su camino hacia Estados Unidos. Pero, los migrantes no saben que, como este estadio sin fútbol, ese documento es una mentira o una verdad a medias.
Las autoridades mexicanas se han encargado de hacerle creer a los migrantes que para avanzar con seguridad en su camino deben tramitar un estatus de refugiado o una visa humanitaria. Es parte de las políticas retentivas impulsadas por Estados Unidos que, en la práctica, ha trasladado su frontera 4,000 kilómetros más al sur.
Lo cierto, me han contado decenas de migrantes en estos años, es que más adelante los agentes coludidos con las redes de trata de personas y estructuras de crimen organizado les rompen esos mismos papeles por los que tanto han esperado y los obligan a regresar al sur o los dejan a expensas de la jungla de delicuentes a lo largo del camino. Además, la burocracia para obtener ese documento es tan lenta que puede obligarlos a permanecer en esta ciudad durante semanas o meses.
Cheché, el fotógrafo que casi siempre me acompaña, empieza a hacer fotos de los rostros agonizantes, de los niños agobiados, de las mujeres palideciendo. Cuando Ahmed se me acerca la cola lleva media hora sin avanzar y la serpiente humana se empieza a agitar. Unos empujan a otros. De pronto se escuchan gritos.
Una mujer hondureña se ha desmayado y aquello ha desatado la furia entre sus compatriotas que ahora empiezan a exigir a gritos que se priorice a mujeres y niños. Un grupo de venezolanos apoya la moción, pero los cubanos no parecen estar tan de acuerdo. Los haitianos toman, pero es imposible para mí entender lo que dicen pues lo gritan en creole haitiano. Los agentes de migración se miran las caras y en ellas se vislumbra incertidumbre y temor. Saben lo que se viene.
Los africanos entran a la discusión y algunos gritan en portugués, otros en árabe y otros en unas lenguas que yo no sé distinguir. Empieza el descontrol. Algunos migrantes se empiezan a saltar la barda para ponerse adelante en la cola, cerca de donde están los haitianos. Estos defienden su lugar y les ofrecen los puños en una clara señal de desaprobación. Un haitiano y un africano se dan los primeros golpes. Un hondureño quiere figurar y se pone a mediar entre ellos con un megáfono. Un bullicio inunda aquel lugar. Es una mezcla de todos los idiomas. Una batalla en la que ya nadie se entiende con nadie, como en la historia bíblica de la Torre de Babel.
Un hondureño que está cerca de mí comenta en voz alta. “Quiere huevos darse verga con esos negros. Yo mejor voy a esperar”.
Un haitiano que grita a todo pulmón desde las afueras de la batalla viste una camisa con una ironía. “Wish you Where here”.
Un agente de Migración se acerca a Cheché y le pregunta quién nos autorizó para estar ahí. Cheché, como suele hacer en estos casos, le responde con otra pregunta y le dice que a quién se supone que le deberíamos pedir permiso para estar en un espacio público. El agente se molesta y nos ordena salir inmediatamente de ahí. Cheché le repite: “¡Aquí es un espacio público!”. El agente abre los ojos a más no poder. Junta la rabia en su cara y toma el megáfono. “Aquí hay unos periodistas. Mientras ellos no se vayan, la cola no va a avanzar, señores. Se tiene que ir ellos si quieren que sigamos con el proceso”.
Los migrantes detienen su batalla campal y nos empiezan a gritar que nos vayamos. “Hermano ¡váyanse al carajo! ¿Que no ven que aquí estamos comiendo mierda?”, nos dice un hondureño. Otros nos gritan en creole, en árabe, en portugués, en español. El agente ganó.
Antes de irnos agudizo el oído y al fondo del griterío se escucha una voz que repite. “¡Número 202! ¡Número 202!”. Ahmed, el número 369, regresa su pequeño cuerpo a la cola. Quizás consiga en este Estadio Olímpico que en realidad es un campamento un papel que le sirva de poco en su camino.
Por mi parte hoy, después de presenciar esta escena, tengo una especie de epifanía: debo quedarme a vivir y reportear en esta Babel de nuestros días.