Texto: Jessica Isla
Fotografía: Fernando Destephen
En mi mente las imagino riendo, divertidas, bulliciosas, ocupadas en algún ritual cotidiano como lavarse el pelo, cuidar a los niños/as, barriendo o lavando ropa. Unas recias y otras gráciles como pompas de jabón, cantando, bailando, encerradas, pero vivas. Sin embargo, sé que nada de eso es verdad, y que la boca de la muerte con su aliento de fuego alcanzará estas imágenes, no sin antes recibir disparos, machetazos, puñaladas.
A un año de la masacre en la Penitenciaría Nacional de Mujeres (PNFAS), hay 16 requerimientos contra otras mujeres supuestamente responsables de los asesinatos, pero la consecuencia está ahí: 46 vidas se apagaron violentamente el 20 de junio de 2023 y no recibieron ni siquiera una breve comunicación presidencial lamentando el femicidio más grande y en masa que ha vivido el país. Los familiares todavía con un cuerpo sin identificar siguen pidiendo justicia.
Las muertas tienen nombre, y van desde la extesorera del Instituto Hondureño de Seguridad Social (IHSS), privada de libertad por su participación en el millonario desfalco de esta institución, hasta una mujer de 37 años, presa por haber intentado introducir un paquete de marihuana al centro penitenciario de La Paz. A una chica de 25 años solo le faltaban dos días para salir de la cárcel, mientras otra cumplía condena por haber agredido a su expareja. Y luego está ella. Una chica a la que llamaré Anna, y a cuya madre conocí un mes después de la masacre en un evento para conmemorar a las víctimas. Me acerqué a una mujer de pelo canoso y grande, de unos setenta años, que estaba acompañada de otras mujeres. Le pregunté por qué estaba allí y la conversación surgió más o menos así:
—Estoy aquí porque no me puedo morir todavía —me respondió.
—-¿Y eso? —le pregunté.
—-Me mataron a mi cipota —replicó, y continuó diciendo—: Mire, yo sé que ella no andaba en muy buenos pasos, pero no era todo lo que decían. Lo más que ella llegó a probar era marihuana. Tal vez vendía, no sé, pero ya iba a salir, no tenía condena. Mire, le voy a enseñar la cédula…
Ella sacó la cédula de Anna, donde pude ver su pelo colocho y su cara aniñada. Vi asombrada que acababa de cumplir 19 años; levanté la mirada hacia su madre nuevamente y me dijo:
—Así es, doña, no me puedo morir porque me queda el nieto, el hijo de ella de dos años, y tengo que criarlo. Tengo que seguir trabajando por él, que es el que me queda.
Yo no atiné a decir mucho, solo le pregunté en qué trabajaba, y ella me contó que vendía comida en el mercado, que había pensado «jubilarse» y dejarles el negocio a sus hijas, pero que eso ya no iba a poder ser. Esa madre doliente, que no esbozó ni una lágrima, no sabe que Anna todavía me acompaña en los días y en las noches, cuando no puedo dormir y pienso en ellas, las asesinadas.
«Fue problema de maras», me dijeron los personeros de la Policía Nacional, en un foro televisivo al día siguiente de la masacre. «Se mataron entre ellas», concluyeron ahí, frente a la población hondureña.
«Sí», dije, y acepté aquella conclusión policial, pero sostengo: ellas no fueron las que dieron las órdenes de matarse unas con otras. Las órdenes las dieron otros, los jefes de las maras, los patriarcas a los que las mujeres de las pandillas deben obediencia hasta la muerte en un sistema que emula a ejércitos en el mundo criminal. Ellos y sus estructuras criminales que llegan hasta miembros de la alta sociedad son los verdaderos culpables. Nadie habla de eso y menos el Estado, que todavía se sume como un armadillo sobre sí mismo, en un silencio atronador.
En ese mismo foro, la Policía Nacional aceptó que «sabían» desde hace más o menos un mes que esas muertes iban a ocurrir, y aún así no hicieron nada. No solo no hicieron algo para evitarlo, sino que encontraron, después del incendio que según la policía ellas mismas provocaron, armas de largo y corto calibre, granadas y armas blancas. Mi pregunta obligada es: ¿cómo, con todos los controles de seguridad en ese lugar, llegaron esas armas allí? ¿Cómo lograron, pese a esos controles y supuestas cámaras, dejar que unas y otras se atacaran con todo tipo de armamento? Y la respuesta obligada que me doy es: que el 20 de junio de 2023, las autoridades fueron cómplices en una extensa red criminal de la cual, hasta el día de hoy, desconocemos el alcance, y que acabó con la vida de 46 mujeres
Por eso, cuando escribo sobre las asesinadas, digo que no fueron unas contra otras; fue el Estado contra ellas, tal como lo denuncian las compañeras feministas mexicanas ante los femicidios en su país. El despido de un director de la Policía y la promesa de construcción de megacárceles (una en Isla del Cisne, pese a las objeciones de los expertos en el tema ambiental) no solucionará el problema, como tampoco lo hará el seguimiento del estado de excepción o el endurecimiento de la «mano dura» contra las maras y pandillas, al estilo Bukele, con la suspensión de las garantías constitucionales. Tampoco les llevará justicia a los familiares de las 46, ni al pueblo hondureño que demanda saber qué pasó ese 20 de junio. Porque lo que allí ocurrió es un femicidio de lesa humanidad, sin que el Estado lo reconozca hasta la fecha, que bien podría llevar a un caso de litigio ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH). Yo espero que así sea y que las voces de estas mujeres salgan de sus nichos y se expandan, como un ejemplo sobre cómo este país trata a sus mujeres, más aún a sus privadas de libertad.
Ellas son más que cifras y palabras, fueron vida y ahora, como Anna, son historias que se resisten al olvido y la desesperanza. La muerte seguirá estando presente, con su voz de acero y fuego, pero nosotras también estaremos aquí, desde la vida, recordándoles.