Texto y portada: Daniella Alvarenga
Llegó a ser una ciudad tan silenciosa que lo único que se escuchaba era el llanto de las estatuas. Sí, las estatuas también lloran. Aunque no siempre fue así. No siempre lloramos. Cuando decidimos salir a la calle como estatuas, mi hermana y yo comenzamos de a poco a ganarnos un par de monedas detrás de un teatro. Aprovechándonos de la gente elegante, a veces, conseguíamos hasta dos monedas por acto. Los usuales, gente como nosotros, se dieron cuenta de que era un negocio rentable y las estatuas humanas proliferaron en la ciudad. Al principio éramos silenciosos, hasta nos toleraban porque atraíamos a gente incluso más elegante. Esa que habla un idioma que no entiendo y posa para sus fotos junto a nosotros, sus extraños suvenires, mientras nuestros cuerpos entumecen. Eso éramos, un bonito accesorio. Nos hacían sentir especiales. Tan especiales que nuestros retratos iban al lado del rostro del Silencio, en las pancartas que inundaban la ciudad.
Pero entonces, las estatuas empezamos a hablar, tirábamos chistes, contábamos refranes, o nos disfrazábamos de gente del pasado. Empezamos a recordar quiénes éramos antes de ser la ciudad silenciosa. Yo, por ejemplo, comienzo a creer que no siempre fui una estatua.
En ese momento nos convertimos en una plaga.
Entonces los guardadores del silencio, que también eran como los usuales, comenzaron a perseguirnos. Nos arreaban de las esquinas, incluso de las más feas, donde el progreso no había maquillado la ciudad, y con su matonería arrebataban nuestras monedas y disfraces. Nos intimidaban con sus camiones, vigilando que no quedara ni una sola estatua por las calles. Y al encontrar a una, se bajaban, sin remordimiento, a darnos palo. «Para que aprendan», decían. «¿Dónde se ha visto que las estatuas se quejan?».
Así fue como inició la cacería de las estatuas. Al sonido de los motores, escapábamos buscando un escondite, como una jugarreta infantil. Y los elegantes no hacían más que reírse al ver tanto personaje corriendo entre calles y avenidas. Un espectáculo surreal.
Como la persecución era tanta, nosotros respondíamos con miedo y llanto. Sobre todo, con llanto. Yo lloré mucho. Lloré tanto, que los grumos de mi maquillaje se empezaron a disolver en mi piel.
Yo no conozco el rostro del Silencio, pero sí conozco el ruido. Y el ruido fue lo que me llevó a sentir otro tipo de temor. Fue el día en el que los guardianes del silencio vinieron por mi hermana, y la apalearon frente a mí. Aunque quise, no supe llorar. Me había ganado la costumbre. Entonces entendí que el silencio podía ganar más que mi miedo. Lo había logrado. Me había transfigurado en una indolente y frívola estatua de cemento.