Texto: Roberto Hernández
Portada: Persy Cabrera
El reciente juicio contra el exmandatario hondureño Juan Orlando Hernández, seguido de cerca por todos los medios de comunicación nacionales, pero escasamente abordado en el exterior, pone de relieve el poder que los actores relacionados con el narcotráfico pueden llegar a tener: ocupar la presidencia de una república y cooptar todos los poderes del Estado a fin de garantizar impunidad y, a la vez, utilizarlos a favor de sus actividades ilícitas.
El involucramiento de políticos en el trasiego de drogas no es algo reciente ni propio de este país, considerado un narcoestado desde hace varios años. México y Colombia saben, quizá más que otras naciones, cómo el narcotráfico puede penetrar en la sociedad, sus devastadoras consecuencias, sus horrores y la cultura que se crea en torno. Sin embargo, actualmente ninguna nación latinoamericana está libre de este problema social. Y la nuestra es una de las más afectadas dada su posición geográfica y la presencia de personajes inescrupulosos que, ya sea dentro o fuera del Estado, atraídos por las grandes cantidades de dinero que este negocio genera, se lanzan de lleno al mismo.
Costa Rica, oasis de paz en Centroamérica, y Ecuador, país relativamente pacífico hasta hace un par de años, son otros ejemplos de cómo la paz se deteriora conforme avanza el poderío del crimen organizado.
Panamá —para citar otro caso— bajo el yugo de Manuel Antonio Noriega, otrora aliado político de Washington, vive con la mancha de haber tenido, hace más de 40 años, un caso semejante al que tuvimos nosotros con Juan Orlando. Ambos gozaron en su momento del visto bueno de Estados Unidos y ambos, de manera dictatorial, allanaron el camino para que sus países fueran pista de aterrizaje y de envío de toneladas de droga a la nación del norte, mayor consumidora de drogas en el mundo y mayor proveedora de armas a los cárteles que, con violencia extrema, se disputan el control de rutas estratégicas. Un problema por el que Estados Unidos no se ha hecho suficientemente responsable, no ha hecho autocrítica y no ha emitido un mea culpa.
Más allá de un solo individuo, de un hombre fuerte, el narcotráfico es de estructuras, de miles de sujetos que periódicamente se van renovando conforme vayan muriendo o siendo encarcelados. El poder de estas organizaciones criminales, que gozan de fuertes contactos internacionales, en muchos casos sobrepasa al de varios Estados. En países como México, las distintas mafias tienen a su disposición prácticamente ejércitos equipados con armas y equipo táctico sofisticado. ¿Puede crecer este poderío? ¿Hasta dónde puede llegar su influencia? ¿Qué tan grande puede ser en el futuro? Y, más importante, ¿cómo se lo puede eliminar realmente antes de que alcance niveles incontenibles?
Combatir a estos grupos criminales, que ostentan grandes cantidades de dinero para hacer y deshacer cuanto deseen, que patrocinan candidatos a cargos públicos, que acallan las voces de periodistas y activistas que denuncian sus negocios chuecos y abusos, parece tarea imposible dada la proclividad a la corrupción de políticos y agentes del orden en toda la región latinoamericana. Esto sumado a la intimidación por medio de la violencia, hace que algunos funcionarios decidan no confrontarlos para evitar un baño de sangre de civiles inocentes y, por supuesto, sus propias muertes.
Nuestra Honduras, pequeña nación centroamericana hundida en la violencia, sin peso regional y sin protagonismo en la toma de decisiones trascendentales, corre el riesgo de entrar en una espiral de narcopolítica cuyo resultado sea la aparición constante de narcos que se aferren al poder utilizando los tres partidos más grandes actualmente —y cualquier otro que cobre relevancia— como meros instrumentos para sus fines. Si no hay reformas políticas de peso, si no se crea una institucionalidad independiente y eficaz, comprometida a perseguir el delito, Honduras va a experimentar una y otra vez los mismos problemas que la acosan desde mucho tiempo atrás y que se han exacerbado los últimos 14 años.
En cuanto al actual Gobierno de Xiomara Castro, su combate al narcotráfico queda en entredicho luego de que su esposo Manuel Zelaya Rosales, expresidente de la República de 2006 a 2009, y su cuñado Carlos Zelaya, hermano de Mel y actual secretario del Congreso Nacional, fueran mencionados en el juicio en Nueva York contra Juan Orlando, y aun en ocasiones anteriores, de recibir dinero de narcotraficantes para brindarles protección e, incluso, de ser partícipes en el trasiego de estupefacientes, tal como denunció el periodista David Romero hace años. ¿Puede un político de alto nivel estar libre de polvo y paja en este país donde la corrupción es endémica? ¿Se repite aquí, en la situación de los Zelaya, el caso de Juan Orlando y Tony?
El hecho es que este problema, que tan duro nos golpea hoy, no parece que vaya a acabar a corto ni mediano plazo si no se ataca la raíz, las causas principales: el alto consumo de las distintas drogas en Estados Unidos y en los países latinoamericanos, la facilidad para conseguir armas por parte de los grupos criminales y la corrupción de los políticos, policías, militares, miembros de la sociedad civil, entre otros. Pero con decir esto no pretendo ser el autor de una receta novedosa que obre milagros y cause el fin de estructuras que manejan miles de millones de dólares. Esto ya se conoce desde hace mucho tiempo atrás, pero el asunto es qué se puede hacer desde la localidad para prevenir el consumo, principalmente en jóvenes, el sector más propenso a tratar con drogas, qué se puede hacer desde la familia para que nuestros miembros no contribuyan con este ciclo de compra y venta. ¿Somos conscientes de que detrás del consumo existen problemas de fondo que no son debidamente tratados y que las drogas son un escape fugaz a ellos?
Finalmente, ¿puede llegar un tiempo sombrío en el que, como en Honduras, en varios países latinoamericanos surjan políticos que desde la Presidencia de la República destruyan la institucionalidad convirtiéndola en un aparato para el tráfico de drogas? Algunos dirán que ya hubo antecedentes, pero eso no quita la posibilidad de que sigan apareciendo. Hoy somos nosotros; mañana otro país puede sufrir algo semejante. Lo cierto es que si siguen apareciendo políticos de alto nivel que tengan nexos con el crimen organizado, nuestras sociedades pueden volverse más grises que lo que imaginaba Orwell en su libro 1984, donde la vigilancia y el control eran totales, productos del inmenso poder del Estado. Pero en esta distopía que pocos están previendo, el Estado podría estar dominado por sujetos provocadores de violencia y círculos de adicción muy grandes. Solo el tiempo dirá si sucede.
3 comentarios en “La distopía que pocos prevén”
Interesante. Nuestros pueblos necesitan un real despertar, para poder avanzar hacia caminos de verdadera libertad. Pero nuestros gobernantes parecen estar haciendo todo lo contrario de lo que les fue encomendado. Bendiciones desde la linda Colombia.
Hola, Hermer. Totalmente de acuerdo. Es lamentable el rumbo que nuestros pueblos están tomando.
Gracias por leer y comentar. Bendiciones igualmente. Saludos desde esta pequeña patria.
Hay otros actores de gran poder en este entramado que van más allá. Las finanzas de este negocio transnacional se mueve principalmente en la gran banca internacional. Si se coteja las fortunas de los más connotados narcos de nuestra región, con los ingresos que NNUU calcula anualmente produce este negocio a nivel local, claramente las cuentas no calzan. ¿Donde va a parar todo ese dinero? ¿Cuanto poder transnacional tienen quienes son los dueños de este brutal negocio? Hay mucha más tela que cortar.