Texto: Melissa Raudales
Portada: Persy Cabrera
—¡Aló!
—Fijate que me llamó Martita llorando, para decirme que atropellaron a Iván y se murió —dijo la voz, temblorosa y cargada de incógnitas y confusión.
—¿Qué sucedió? —le pregunté, al mismo tiempo que entraba en mi vehículo.
El calor de Tegucigalpa estos últimos días ha sido criminal, como a unos 33 grados de inconsciencia ambiental que ni las ventanas abiertas resuelven.
—Pero explíqueme, ¿qué ha pasado? —pregunté.
—Lo atropellaron cuando se cruzaba de calle al frente de su taller mecánico, creo que venía de comer de donde Martita —me respondió.
Un vehículo Hilux 2.0 de esos que se creen dueños del viento y la ley, con vidrios más oscuros que el alma de un narcopresidente, le arrebató el derecho a la libre circulación y consecutivamente el derecho a la vida, imaginé.
—¡Ay no mami! ¡Qué horrible! Siento un dolor en mi pecho, pobre hombre, no se merecía eso —le dije.
No pude dejar de sentir un sudor frío en mi cuerpo y una sensación de pesadez, como si me cubrieran con una bolsa oscura grande desde la cabeza a los pies, asfixiando mi respiración y estrujando mis pulmones, sintiendo los latidos de mi corazón y creando un hueco en mi estómago; podría ser un golpe de calor infernal.
—La llamo después, mami, me avisa cualquier cosa, voy a ir hacer un mandado al Registro Nacional de las Personas —a lo que ella me responde:
—¿Qué vas a hacer vos?
Le dije que iba a solicitar una constancia de nacimiento, paradójicamente.
Al encender el vehículo, la sensación física continuaba, flashbacks de imágenes de los momentos que compartí con él. Aunque no fueron tantos, una sensación de una figura paternalista y de protección se avecinó en mi sentir, pero ahora ya no está. Encendí la radio, fijé el GPS y empecé a conducir. Me sentía nerviosa, pero debía hacer este mandado sí o sí. Parece que conduje en automático hasta mi destino, y después de 40 minutos de trámite administrativo y dos grados más de calor, regresé a mi oficina. La sensación persistía. ¿Por qué estoy sintiendo esto?, me pregunté.
Las horas se hicieron eternas. En mi mente se reprodujeron múltiples escenarios de cómo fue que atropellaron a Iván, ¿será que él fue imprudente y se metió de un solo? Eso es lo que dice la gente cuando atropellan a alguien. Pero en la Villa Olímpica no hay señalización del paso de cebra. Es cierto, me dije, los conductores no respetan el límite de velocidad y menos a los peatones. Bueno, al final eso sucede en toda Honduras, no por nada hay tantas muertes por accidentes de tránsito. Menos de nueve días antes de la muerte de Iván murieron 17 personas al chocar dos autobuses en Santa Rosa de Copán, la imprudencia o conducta temeraria no solo es en la capital.
También recordé el caso de una joven que fue atropellada en el Bulevar Morazán; el conductor se dio a la fuga, negándole a la víctima el derecho a recibir auxilio. Se llamaba Carolina Rosmery García, de 27 años; era apasionada del fútbol, dijeron los medios de comunicación, y una noche un vehículo la arrolló. Fue en una noche de tormenta imparable, de esas que hace que la ciudad nade en su miseria y deje damnificados y destrozos. Otro conductor no se dio cuenta que arrastraba el cuerpo de Carolina debajo de su vehículo, hasta que al día siguiente la encontraron en un estacionamiento de la colonia El Álamo. ¿Cómo es posible?, pensé, y recordé que según los datos de la Dirección Nacional de Viabilidad y Transporte (DNVT), en 2023 unas 1,800 personas perdieron la vida en unos 14,000 accidentes viales. ¿Por qué no es considerada una emergencia? Aunque para el 911 Honduras, en los primeros cuatro meses del 2024, ya son 1,592 accidentes reportados en sus líneas. ¿La razón? La imprudencia al no respetar a los peatones y el no uso de pasos de cebra y puentes peatonales, dicen. ¿Quién tiene realmente la culpa?, ¿y por qué son los peatones o los terceros los que pagan con su vida?
¿Pero cómo es que pierdes la vida? No la pierdes, te la arrebatan, te niegan la posibilidad de seguir construyendo un propósito. La imprudencia de un conductor le arrebató a Iván el derecho de ver crecer y seguir abrazando a su hija de seis años.
Mejor me voy antes de que empiece la hora pico y el tráfico me estrese más, me dije. Al salir de Torre Metrópolis, donde queda mi oficina, es un poco complicado, ya que tienes que esperar a que un ciudadano esté de humor y quiera cederte la cortesía para poder ingresar a la vía principal. Después de cinco carros me la cedieron. Debo ir pendiente para no perder la salida que me llevará al bulevar Centroamérica para ir a casa de Ariel. Debo ir introduciéndome al carril derecho, pero ya hay tráfico y no me ceden fácilmente el ingreso.
Continué en marcha y siempre solicitando la pasada. Estaba a pocos metros de perderme la salida. Bajé el vidrio para pedir la pasada, con las direccionales puestas y sonando el claxon a los conductores, pero parecía ser invisible, al igual que los otros vehículos al frente mío que deseaban hacer lo mismo. No lo soporté y exploté. Un nudo en la garganta y en el estómago empezó a subir como cuando se revienta un Rotoplas de agua, y empecé a llorar, a llorar por Iván, a llorar por algo a lo que todavía no me acostumbro, y que todo el mundo me dice: «es que es normal».
Iván Barahona era una gran persona, un hombre tan amable como gritón y exigente, de buena altura, como un roble frondoso, servicial y al mismo tiempo de poca paciencia. En sus 40 años de brindarnos su oficio como mecánico, nunca nos dejó sin auxilio ni carcajadas. Siempre fue un gran amigo de la familia; estoy segura de que fue amigo de muchas personas, lleno de energía, trabajador y víctima de una cultura violenta al volante.
Después de ir conduciendo lo más lento que mis lágrimas lo permitían, solo pensaba en que atropellaría a alguien o que al bajarme me atropellarían a mí. Ese sentir me desbordaba. Como pude logré llegar donde mi amigo. Traté de darle lugar al sentir, no reprimirlo, necesitaba hacer catarsis; salir a caminar me vendrá muy bien, pensé. Pero el sentimiento de que me podían atropellar me perseguía. El caos de una ciudad no planificada, enemiga de los peatones y sus derechos a la libre circulación y recreación no te dejan hacer catarsis fácilmente.
A la noche, cuando estábamos subiendo hacia El Hatillo para reunirnos con el grupo de 504 Trail Runners, mi amigo conducía y yo estaba de pocas palabras. Solo deseaba caminar en el bosque y que me arropara la oscuridad con el canto de los grillos y la luz de la luna llena. Es en esos momentos cuando puedo evadir por unas horas la realidad de Tegucigalpa, mientras oxigeno mis emociones, pues la normalización de la cultura de la violencia me coloca como extraña por sentir tanto esto.
En el pico más alto del sendero se podían ver las luces de la ciudad, como las del pueblo de Neguá. Desde allí pude contemplar la vida humana, era como un mar de fueguitos, esa noche cada quien brillaba con luz propia, mientras que la luz de Iván se extinguía al ritmo de mi agotada respiración, inhalaba y exhalaba profundamente. En la cálida oscuridad llena de estrellas y fueguitos, ahí oré por él en voz alta y comprendí que, así como la vida, tenía que continuar, pero la sensación y emoción pesada, ya no estaba, solo su paz.