Hace tiempo que en El Corpus, Choluteca, el oro ya no siembra sueños. Pela los cerros, perfora el pueblo, genera violencia y contamina los ríos sin que el Gobierno haga algo para remediar su toxicidad. Las compañías transnacionales buscan dónde seguir excavando hasta tocar las puertas de las casas porque, por esta zona, pasa la franja de oro que atraviesa Centroamérica. Los güiriseros, esos mineros artesanales que prueban suerte en el vientre de la tierra, no hablan de la pepita que cambiará el rumbo de su vida, pues el oro se hizo polvo después de siglos de explotación desenfrenada.
Texto: Célia Pousset
Fotografía: Jorge Cabrera
Los siete hombres salieron del monte enlodados hasta la cara. Se dirigieron hacia unas pozas de agua de dudosa calidad y se bañaron, algunos castañeteando los dientes por el frío. Eran las cuatro de la tarde y el día de trabajo había terminado. Uno de ellos nos miró con recelo y preguntó: «¿Son ambientalistas o algo así?», mientras usaba su bota de hule para recoger agua y mojar su pantalón. «No queremos problemas con nadie», continuó. De repente la escena se congeló, y todos miraron de reojo al hombre que habló para tratar de adivinar el próximo paso.
En El Corpus se busca oro desde la colonia, con o sin permiso, en terrenos propios o ajenos. Estos mineros forman parte de la segunda categoría, la de los que extraen mineral en la clandestinidad. Se llaman a sí mismos «güiriseros». La alcaldía insiste en llamarlos «mineros artesanales», mientras que la Fiscalía del Medioambiente los señala como los «ilegales». Pese a los esfuerzos fallidos de regulación que se dieron después de varios derrumbes mortales que dejaron una quincena de víctimas, la actividad nunca dejó de ser lo que es: una búsqueda fastidiosa en túneles que no llegan a ningún lado, hundiéndose en la tierra detrás de indicios de brillo, cada vez más escasos. Así es la excavación: una mezcla de oscuridad y de esperanza.
Finalmente, el jefe de los mineros aceptó mostrarnos su labor clandestina y la de sus compañeros, con la condición de no revelar la zona en la que operan. Caminamos muy poco tiempo en el monte y llegamos a la mina. A primera vista, no parece la gran cosa —un hoyo de tres metros, la entrada de un túnel sostenida por tablas de madera y una tubería que succiona aire afuera para enviarlo adentro—, pero son 250,000 lempiras de inversión colectiva. El minero dibujó con su mano una especie de serpiente que baja: «Así vamos hacia el infierno. Sin aire no se puede». Son 130 metros de túnel que no abrieron al azar; la forma en la que el oro está incrustado en la piedra indica la dirección del filón y hacia dónde avanzar un poco más.
El minero tenía seis años cuando empezó a acompañar a su papá en las entrañas de la tierra. Treinta años después, cuenta con las mismas herramientas: una linterna, un taladro, una pala, unas bolsas de nylon para sacar la broza —esa mezcla de tierra y grava— y el mercurio, que sirve para aglomerar las partículas de oro al momento de moler la broza en rastras fabricadas con piedras de río.
Lo que ha cambiado es lo que encuentran. Hace nueve meses que empezaron a buscar en la zona, pero los resultados son decepcionantes, y casi todo el grupo realiza trabajos temporales en meloneras o cañeras para subsistir. Hicieron cálculos: para cubrir la inversión de 250,000 lempiras, necesitan sacar 250 gramos de oro de este túnel, pues el precio actual de un gramo de 18 quilates roza los 1,000 lempiras. Todavía faltan días de trabajo arduo y no pueden permitir que unos «ambientalistas» lo estropeen todo.
En El Corpus, una guerra silenciosa se incuba desde hace años, entre los que defienden la minería como derecho fundamental al trabajo y los que se oponen en nombre de un bien mayor: el derecho a la vida y a la salud.
La minería en la sangre
Lucía (nombre ficticio para proteger su identidad) vive a menos de un kilómetro del túnel de los mineros artesanales. Es lo que se puede llamar una «ambientalista», una de las pocas en el municipio que se atreve a hablar de la lucha contra la minería. Nos recibe en su casa, sentada en una silla plástica, con un perro dormido a sus pies y al lado un pequeño vivero. Lleva una camisa con frases de empoderamiento femenino y una falda negra.
Su padre, su esposo y su hijo fueron mineros en la aldea de San Juan Arriba, explorando el cerro de la Cuculmeca. En 2016, su hijo perdió sus uñas por intentar rescatar a dos compañeros que quedaron soterrados después de un derrumbe. No pudo hacer nada y vio cómo se los tragaba un agujero, mientras gritaban para recibir ayuda. El hijo estuvo entre los hombres que desenterraron los cadáveres, los bañaron y entregaron a las familias. En aquel entonces, tenía 16 años, y meses después seguía con terrores nocturnos. Al mismo tiempo, Lucía empezó a formarse con asociaciones ambientalistas de Choluteca sobre las consecuencias de la minería. Descubrió, pasmada, que lo que manipulaba con su padre desde que ella tenía ocho años era mercurio, y que era un producto sumamente tóxico. Ahora lo llama «el veneno».
Lucía logró convencer a su hijo y su esposo que dejaran el rubro de la minería. «Les di réplica de los talleres que recibía, dándoles a saber las consecuencias sobre la salud, las enfermedades pulmonares e insuficiencias renales. A ellos los logré sacar de esta vida», cuenta con orgullo. El hijo se fue a trabajar en una azucarera y el esposo emigró a Olancho para trabajar en fincas de café. Se quedó sola.
Se involucró más en la lucha. Organizó comités de defensa de la naturaleza en comunidades de El Corpus y participó en acciones de veeduría de las grandes compañías mineras. Todas las fallas en los procesos, todos los animales muertos cerca de los ríos, todo cambio de color del agua, pasan por su escrutinio. Las amenazas no tardaron en llegar. Cuenta que van desde comentarios hechos por empleados de la transnacional Cerros del Sur hasta recibir fotos de cadáveres con caras desfiguradas en su celular. «El número era extranjero», dice sobre el origen de los mensajes. Más recientemente, mientras caminaba en el parque central de El Corpus, un hombre se le acercó y levantó su camisa para enseñarle una pistola antes de alejarse. Ella se quedó sin aire.
Muchas veces sus propios familiares le aconsejan que pare la lucha, porque escucharon en alguna parte que la «van a matar». Sin embargo, Lucía sigue convencida de que «las empresas no quieren una mejora para el pueblo, sólo la destrucción. La minería, sea industrial o artesanal, deja muertos, deforestación y contaminación. No quiero que algún día mis nietos me pregunten: “¿Qué hiciste para parar todo esto?”, y que yo no tenga nada que responder.»
El nivel de amenazas es tal que muchas organizaciones renunciaron a trabajar en el municipio. El coordinador de Movimiento Ambientalista Social del Sur por la Vida (MassVida) explicó en una oficina de Choluteca que «el acompañamiento es muy difícil por el riesgo que se corre. La minería ha venido generando violencia a través del crimen organizado. Ahora la extracción de oro es más escasa, porque prácticamente ya lo sacaron todo. A las mineras que tienen permiso para extraer a cielo abierto se les dificulta encontrar oro como antes; entonces están comprando el material a pequeños mineros artesanales para procesarlo. Eso genera una lucha por el control de túneles y se han organizado redes criminales para robar la broza o el oro a otros grupos.»
Aunque desde la alcaldía de El Corpus se desmiente que haya problemas de seguridad en el municipio, la tensión palpable en el parque central sugiere otra cosa. El pueblo es colorido, dominado por un gran arco amarillo que dice «Tierra de oro y plata» a la sombra de los almendros, pero hay también miradas insistentes y algunos jóvenes que toman fotos de las caras desconocidas. También hay dos letras pintadas en la cabaña donde juegan los niños: MS.
El director de la fiscalía regional de Choluteca, Manuel de Jesús Villamil, resaltó un «incremento del consumo y del tráfico de drogas en la zona, y la aparición de algunas bandas, según la información de la Dirección Policial de Investigación (DPI)». Sin embargo, un inspector de la DPI comentó que no recibieron denuncias recientes y que la banda que operaba en la Cuculmeca, llamada Los Zorros, había sido desarticulada por la Dirección Policial Anti Maras y Pandillas (Dipampco) hace poco. Sus cabecillas, alias El Zorro y El Chino, fueron capturados respectivamente el 15 de noviembre de 2023 y el 17 de enero de 2024.
Un agente de la Dipampco explicó los orígenes de esa banda: «Surgió en el 2017. Al principio formaban parte de un grupo amplio de la comunidad de San Juan Arriba que luchaba contra la llegada de inversionistas extranjeros, pero una vez el objetivo logrado, parte de ellos empezaron a extorsionar, asaltar, vender droga, asesinar y generar zozobra. Eran doce miembros activos, pero tenían un montón de simpatizantes y fue difícil obtener información por parte de los habitantes. Actualmente nueve de ellos están encarcelados, uno murió en un enfrentamiento y los demás huyeron del sector».
La banda de Los Zorros tenía el proyecto de aliarse con la banda de Los Pelones, que operaba en Choluteca y Yusguare. En cuanto a posibles vínculos con la Mara Salvatrucha 13, el policía aseguró que no hay presencia de la MS-13 en el municipio, pero «no se descarta que esas bandas pueden ser utilizadas, porque El Corpus es una zona estratégica de paso hacia Nicaragua, donde muchos delincuentes van a esconderse de las autoridades». En todo caso, crimen y oro están relacionados, porque robaban motocicletas y usaban su motor en las rastras que sirven para moler oro.
Para todos los mineros artesanales entrevistados, la mina Cuculmeca, en la aldea de San Juan Arriba, sigue siendo el lugar más peligroso del municipio. Uno de ellos trabajó un par de años allí. Asegura que «hay demasiada gente, demasiada droga, demasiado riesgo. Asaltan al que saca más oro, a veces matan». Los nueve miembros arrestados de la banda de Los Zorros tenían orden de captura por el delito de homicidio.
La Cuculmeca: ¿imposible regularla?
En julio de 2014, Juan Orlando Hernández, entonces presidente de la República, estaba en la Cuculmeca y presenció un «milagro de Dios» cuando vio salir a ocho mineros vivos de un derrumbe. No se sabe lo que vio porque, en realidad, los once mineros soterrados murieron en la tragedia. Corrigió su mensaje en Twitter diez minutos después, lamentando «la falsa noticia». Hernández ahora está preso en Estados Unidos en espera de un juicio por narcotráfico.
¿Cuántos cuerpos ha absorbido el cerro? El total es incalculable. La historia se remonta a la época de la colonia, cuando comenzó la minería subterránea. Sin embargo, en los últimos años, los deslizamientos han sido frecuentes y se deben a la sobreexplotación de la zona y falta de regulación.
Después de la tragedia de 2014, las autoridades intentaron poner orden a la actividad, pero fracasaron. El jefe de la Unidad Técnica de la alcaldía del Corpus lo relató a Contracorriente: «Después de los soterrados, el Gobierno y la alcaldía decidieron tener una minería más apegada al medioambiente, y más segura. Se crearon grupos de trabajo. La idea era organizar las comunidades para que no hubiera tanta gente en la Cuculmeca. Hicimos una planificación: un día debía ir una comunidad, otro día otra comunidad. Pero fue algo insostenible, llegaron a trabajar más de 3,000 personas, se creó un descontrol. Al final, los intereses de los grupos se volvieron más fuertes que la organización que habíamos promovido. Se fueron formando bandas para el control de los túneles.»
En mayo de 2016, otros tres mineros murieron soterrados. La empresa de construcción Geoconsult fue contratada por el Gobierno para estabilizar la zona. El ingeniero del proyecto confirmó que trabajaron entre agosto y diciembre de 2016 en la Cuculmeca para estabilizar los taludes y sellar los túneles inestables, pero fue «una situación complicada, porque nunca los mineros dejaron de sacar oro mientras trabajábamos».
Lo que trascendió en los medios de comunicación es sólo la punta del iceberg, ya que la mayoría de las veces, cuando alguien muere de manera accidental, «no hacen bulla», dicen los mineros, ni los medios ni las familias.
Del funcionamiento de esta mina de San Juan Arriba no es fácil recolectar información. Es una zona muy controlada, cerrada por un portón alto. En la entrada se da un vaivén de carros y de motos. Doña Tula recibió a Contracorriente en su casa, ubicada en el umbral de la propiedad. «Ustedes no tienen por qué hablar con los mineros, no son dueños de ninguna tierra. Yo soy la propietaria y ellos están ilegalmente sacando el oro. La gente viene y se mete ilegalmente. Por eso, yo les cobro 300 pesos por cada vehículo. No sé cuánto sacan de material…», empezó a decirnos, antes de que tres hombres entraran en su sala. Doña Tula entonces se quedó callada y fuimos invitados a irnos.
El fiscal Máximo Hernández, de la Fiscalía del Medioambiente de Choluteca, confesó a Contracorriente que esa problemática es casi irresoluble: «Los güiriseros cometen el delito de explotación ilegal de un recurso natural y el de usurpación de propiedad privada, pero no podemos enjuiciarlos a todos. La minería artesanal es ante todo un problema social. Intentamos desalojarlos y cerrar minas, pero siempre vuelven. Son el sustento de muchas familias. ¿Qué alternativa hay?».
A cielo abierto, la tierra vaciada
La promesa de la presidenta Xiomara Castro al inicio de su mandato de erradicar la minería a cielo abierto quedó en letra muerta, tanto en El Corpus como en otras partes del país.
Las autoridades municipales hablan de una actividad minera en decadencia, pero en el casco urbano, a una decena de metros de la calle principal, las máquinas de la minera Cerros del Sur están operando a diario. Las láminas de zinc que levantaron para esconder el proyecto no bastan para engañar al vecindario.
«Hay agujeros bárbaros por todas partes. Pasan el día recogiendo tierra, volquetas y volquetadas, y en la noche hacen bulla moliéndola con ese veneno [cianuro] que nos entra en la boca al respirar. Pero ya no hallan, todas esas tierras que compraron las tienen más que lavadas, de pura arena y hoyos. Con un invierno bien copioso, El Corpus se va a hundir», exclamó David, habitante del lugar desde hace más de 45 años y cuyo solar está en la mira de la compañía. «Llegaron aquí unos ingenieros para preguntar si vendía mi terreno, pero yo no vendo, aunque tenga que comerme las uñas. Van tocando las puertas para ver dónde más pueden escarbar. Mi vecino dijo que sí, por 60,000 lempiras. Quizás estamos sentados encima de mucho oro, pero a mí no me interesa que entren esas máquinas asesinas», añadió.
Los años noventa marcaron un hito para la minería en Honduras, ya que hasta aquel entonces, esta se limitaba a la explotación subterránea. El abogado Donald Hernández, del Centro Hondureño de Promoción para el Desarrollo Comunitario (Cehprodec) cuenta cómo en medio del huracán Mitch, en octubre de 1998, «mientras las familias buscaban sus muertos», el Congreso Nacional aprobó la primera Ley de Minería, que contenía las primicias de otra desgracia para el territorio: la autorización de la minería a cielo abierto.
Así empezaron a llegar empresas extractivistas de capital extranjero con la voluntad de implementar este nuevo método que ya estaba en uso en América del Sur. «Nosotros no sabíamos nada de este modelo ni de sus afectaciones. Aprendimos rápido y Honduras se convirtió en el laboratorio en Centroamérica donde la gente que no tiene minería viene para estudiar las enfermedades», recordó Donald Hernández.
En El Corpus, la primera empresa transnacional en imponer su maquinaria fue la canadiense Clavo Rico, pero hoy en día opera bajo otro nombre: Cerros del Sur. La alcaldía reveló a Contracorriente que actualmente es la única empresa que paga impuestos relacionados con la minería. «La empresa Raptor se dedica solamente a recuperar la broza de los mineros artesanales y a procesarla, la Nona está en trámite, la Titán también, la Águila Dorada tuvo que cerrar en El Naranjal…», enumeró un funcionario que pidió no ser identificado. Cuando preguntamos por qué cerró Águila Dorada, contestó que fue «por la regulación más estricta de la dinamita, y no había tanto interés.» Sin embargo, los habitantes de la zona nos explicaron que la empresa se fue a operar en otra aldea después de haber dejado El Naranjal.
Existen más de 500 concesiones de minería en Honduras —afirmó el abogado Hernández—, aunque no todas estén en fase de operación. En el 2006, Manuel Zelaya, entonces presidente de la República, contemplaba prohibir la minería a cielo abierto, pero «las presiones extranjeras eran muy fuertes y después del Golpe de Estado, una nueva ley de minería fue aprobada en 2012 bajo el Gobierno de Pepe Lobo». Hoy, el tema del extractivismo es una de las mayores fuentes de violencia en el país y los conflictos que genera colocaron a Honduras entre los países más peligrosos del mundo para ejercer labores de defensa del territorio y de sus recursos naturales.
El paisaje de El Corpus, con sus cerros pelados y un estanque turquesa en medio del valle, podría ser una postal del extractivismo enviado al mundo, aquel que recibe el oro. «Todo el oro que se produce en El Corpus va para Estados Unidos», afirmó el funcionario de la alcaldía. El precioso mineral es enviado «directamente por las grandes empresas establecidas o por los dueños de las tiendas de compraventa de oro» donde los pequeños mineros venden sus gramos.
En Metalsur, tienda del centro comercial de Choluteca, Contracorriente intentó conocer quiénes son los proveedores y clientes del oro que compran y venden, pero no se nos brindó la información. Sólo se pudo corroborar que un gramo vale unos 1,000 lempiras, variando en función del quilate.
«Como alcaldía, controlar las empresas es difícil. La Unidad Medioambiental acompaña al Instituto Hondureño de Geología y Minas (Inhgeomin) para verificar algunos procedimientos, como la forma de hacer los cortes de suelo, pero nosotros no tenemos la potestad de suspender una explotación», explicó el funcionario, antes de revelar que acababan de poner una denuncia ante la Fiscalía del Medio Ambiente contra la empresa Cerros del Sur por los daños ocasionados en el casco urbano. Es una decisión sorprendente, ya que «2023 fue el año de mayor recaudación de impuestos, empezamos a exigir a la empresa una declaración jurada sobre las ventas.» Sin embargo, la Fiscalía del Medio Ambiente de Choluteca nos confirmó haber recibido la denuncia contra la minera.
«Ahorita no estamos monitoreando ningún río de la zona sur»
En una pequeña oficina de Choluteca, llevando un chaleco beige sin mangas y un sombrero del mismo color, una técnica del Centro de Estudios y Control de Contaminantes (Cescco) nos atendió, después de etiquetar todos los frascos que debía mandar al laboratorio. Dijo no tener mucho tiempo, porque si no terminaba con esas muestras a tiempo ya no se analizarían correctamente. El Cescco es un organismo que depende de la Secretaría de Recursos Naturales y tiene como misión el control de sustancias químicas en el agua, aire, suelo, alimentos y otros. Al fin se sentó y explicó que «en el 2006, un estudio reveló una alteración del pH y una presencia fuera de norma de metales en las aguas de El Corpus».
¿Y después de 2006? Pues, no se sabe mucho. En 2020 hubo otro estudio pero muy incompleto. «No pude evaluar todos los parámetros microbiológicos que hubiera querido, porque me faltaron algunos reactivos. No tenía todas las herramientas», se justificó. Esos controles son, sin embargo, cruciales porque si las aguas de descarga de una empresa no cumplen con los estándares, la Dirección de Evaluación y Control Ambiental (DECA) puede sancionarla y suspender la licencia ambiental. Una empresa minera no puede operar sin permiso de Inhgeomin ni licencia ambiental.
La técnica confesó que en el 2021, el Cescco de Choluteca pasó un año entero sin prestar servicio por la falta de material y presupuesto. «No estábamos en capacidad de tener muestras representativas», dijo, y luego aclaró que ahora volvieron a trabajar «al 64 %», pero que no están monitoreando «ningún río de la zona sur».
La bióloga Gillian Vallejo, quien trabaja en la Fiscalía del medioambiente de Choluteca, deplora las consecuencias de la actividad minera: «Genera mucha contaminación por metales pesados, las aguas de esas zonas no se pueden usar ni para los animales», dice. Señala también que todas las grandes empresas mineras tienen la documentación en orden, pero que «siempre hay fallas y derrames». Sostiene que tanto la minería artesanal como la industrial contaminan, pero que el uso no regulado del mercurio representa el mayor problema.
Para enfrentar la situación, la alcaldía de El Corpus tomó algunas medidas para dar un «mejor tratamiento al mercurio», pero estas recaen sobre la buena voluntad de las grandes empresas y generan una nueva forma de dependencia hacia sus infraestructuras. «En vez de que los desperdicios de las rastras terminen en los ríos, hemos establecido con algunas empresas la posibilidad de que recojan la tierra molida de los pequeños mineros y que hagan un procedimiento con cianuro para extraer lo que queda de minerales, y así todo el mundo se beneficia», explicó el funcionario.
El mercurio y el cianuro tienen la misma función —aglomerar partículas de oro para hacerlas bolitas que se venden—, pero el cianuro es más potente y fusiona más. Esos métodos de bajo costo permiten procesar rocas que contienen oro en muy bajas concentraciones. Así, ante el progresivo agotamiento de los yacimientos de oro en El Corpus, la solución parece ser utilizar más tratamientos químicos, en detrimento del medioambiente y de la salud pública.
No es la solución que esperaba Lucía. Tampoco lo son esas láminas de zinc que esconden los estragos de la minería. Ella sueña con escuelas de campo y centros comunitarios en vestigios de antiguas minas. Es un sueño. Hace un mes, su primo de 32 años murió de enfermedad pulmonar. Era minero. Lo son casi todos, de generaciones en generaciones. Hasta el último gramo.