Por una Navidad sin ti, querido guaro

Diciembre es bonito, pero también maldito. Muchos celebran la familia, la religión y la felicidad, mientras otros enfrentan un reto o una trampa. Es el caso de los internados de La Luz de la Esperanza, una casa hogar de Comayagüela que recibe a personas alcohólicas y drogadictas. En diciembre agarraron «sus primeras patas», se sintieron más solos y excluidos, bebieron con los demás antes de terminar a escondidas, en fin, abrieron o reabrieron la herida. Este año, se prepararon para no dejarse «absorber por la temporada». Aquí, fragmentos de sus combates. 

 

Texto: Célia Pousset

Fotografía: Fernando Destephen

 

Jueves 16 de noviembre 



En la sala principal de la casa hogar La Luz de la Esperanza ya pusieron el árbol de Navidad con sus lucecitas. Son las siete de la noche. Los internados bajan de los dormitorios y se sientan con Tony Caballera, el coordinador del refugio. Es la hora de la terapia grupal. Jeremy toma la palabra: 

 

—Buenas noches. Soy alcohólico… y me vale verga sus vidas.   

 

Los demás se quedan en silencio, un poco ofendidos, hasta que uno grita «cuente», y entonces los demás responden en coro, como un amén, «cuente». 

 

—Me vale verga sus vidas porque yo me tengo que enfocar en la vida mía.

 

—Cuente —le alientan otra vez. 

 

—Ya no quiero sufrir de esa enfermedad, tengo 23 años y 1o años de ser adicto. Ya no me aguanto así.  Saber beber era mi orgullo, el cuerpo lo pedía y yo le obedecía. Bebía porque el olor a guaro despierta en mí el animal que llevamos dentro todos los alcohólicos. Ese animal que es como un otro yo. 

 

Jeremy dice el «animal adentro», pero los demás tienen otras metáforas. Alex dice que “««bajo el alcohol era peor que el [huracán] Mitch», y David se declara “«impotente ante el alcohol como ante las olas del mar». 



—Como saben —continúa Jeremy — yo descargaba busitos en El Chiverito, esa zona que me hizo mucho daño. El alcohol lo venden hasta en las chicleras, por 25 lempiras se consigue un frasco de Yuscarán. Yo no podía resistir. Al principio bebía sólo el sábado, pero en un momento, ya saben, compañeros, queremos que todos los días sean sábado. 

 

La casa hogar La Luz de la Esperanza se encuentra en Las Crucitas, a dos pasos de un puesto de carnitas, a cincuenta metros de una iglesia evangélica y a dos cuadras de El Chiverito, barrio conocido por sus cantinas, las trabajadoras sexuales y la venta de drogas. Para llegar aquí, hace falta atravesar uno de los puentes que conectan Tegucigalpa con su ciudad hermana, Comayagüela, separadas por el río Choluteca. Hay que pasar varios barrios controlados por pandillas rivales. En una calle más ancha que las otras, encontramos la casa hogar con su fachada azul recién pintada. Ahí viven 42 personas que sufren de adicción al alcohol y otras drogas.

 

Jeremy, David, Alejandro, Fátima, Julio y los demás residentes deben compartir algo de sí mismos en voz alta con el grupo. Algunos lo hacen con más facilidad que otros, pero nadie juzga. Concuerdan sobre una cosa: las fiestas de fin de año son una pesadilla, una tentación y una presión social tremenda. 

Jeremy muestra un blíster de pastillas que le sirven para controlar la ansiedad de la abstinencia de alcohol. Foto CC/Fernando Destephen.

Jeremy quiere estar bien en Navidad. Tiene planeado regresar a su casa con su esposa y su hija Sofía, de cuatro años, lo más pronto posible. Quiere ayudar en la panadería de su papá, en la colonia 21 de Febrero, para preparar los panes de molde de la temporada navideña. Tiene mucha voluntad de lograr todo, y al mismo tiempo le da miedo fallar y volver a consumir porque «en el fondo, lo que siento por Navidad es desánimo. Dicen que la Navidad es de niños; es cierto, yo ya no soy un niño». 

 

Al mirar un gráfico colgado en la pared que representa las etapas de la «alcoholomanía» según el doctor E.M Jellinek, Jeremy estima que él está en la etapa de «iniciación a la embriaguez prolongada». Las etapas van desde el consumo ocasional de alivio hasta la fase crónica. 

 

La presión es enorme, pero los pasos son ínfimos. Una cuestión de horas. Lo que se anhela es pasar 24 horas sin alcohol ni drogas, y así llegar a una semana, y quizás un mes, y quizás más, pero mejor no hablar mucho del futuro. Un día es una victoria. Lo recuerdan los carteles con mensajes motivacionales pegados en la pared: «Tómalo con calma, poco a poco se va lejos». 

 

Una vez que Jeremy termina de hablar, toma el relevo Alejandro, un chico muy joven con una gorra estampada de Star Wars. 

 

—Soy alcohólico y drogadicto. Quiero agradecer estar aquí. En la cantina no nos tratan bonito, pero aquí es diferente. Aquí nos cuidamos entre nosotros. Cuidamos a los que llegan por primera vez, porque nosotros sabemos lo que es dormir tirado en la calle con las moscas. ¿Quién de aquí no durmió en la calle?

 

Algunos afirman con la cabeza y otros se ríen. Una risa desde el dolor que solo puede provocar el reconocimiento mutuo de una experiencia compartida. 

 

Alejandro es el alma de la fiesta, utiliza el espacio de expresión libre de la terapia grupal como un one man show.

 

—Miren ustedes, les tengo que contar algo. Empiezo a salir con una chava. Le dije «soy alcohólico y drogadicto». Me miró fijamente y dijo: «Está bien, vamos a apoyar». Buena onda la man. «¿Para la moto?», le dije a la chava. 

 

El público se echa a reír a carcajadas. En la terapia cada quien llega a decir lo que siente, lo que vive, lo que sufre. Y a menudo se ríe. 

 

—Bueno, ya viene la época navideña y todo el mundo se pone a tomar. ¿Qué vamos a hacer nosotros?

 

A los que no regresarán a sus casas, dice Tony, los habitantes del barrio les ofrecerán tamales y harán una cena. Al final, harán una ronda agarrados de las manos o de los hombros, con un rezo final y un minuto de silencio. Dándose fuerza para un día más sin sustancia.

Rótulo informativo con los números telefónicos de la casa hogar La Luz de la Esperanza. Foto CC/Fernando Destephen.

Lunes 20 de noviembre 

 

El papá de Tony Caballera se llama Alex, tiene 51 años, y es alcohólico. Menciona que no se puede usar el verbo en pasado «porque es una enfermedad de por vida que se lleva a la tumba», a pesar de tenerla bajo control. Tony aprendió, leyó mucho para ayudar a su papá, entendió poco a poco que las dependencias al alcohol, como a las drogas, no son un vicio, sino una enfermedad. Se dio cuenta también de que al sistema de salud hondureño le cuesta entenderlo. «Siempre que acompaño a personas en los hospitales escucho cosas como “¿y quién le manda a tomar?” Lo desprecian. Estamos en un país donde no se tratan las adicciones con el mismo respeto que otras enfermedades», asegura. 

 

El estigma es grande, la culpa también.  «Pero siempre hay una razón por la que se comienza. El problema es que no indagan en eso. A veces es la pérdida de alguien, un trauma o el abandono familiar por la orientación sexual», asegura Tony.

 

Contracorriente contactó de varias formas al Instituto Hondureño para la Prevención del Alcoholismo, Drogadicción y Farmacodependencia (Ihadfa) para obtener datos de personas dependientes a nivel nacional, pero a pesar de muchas solicitudes de información no recibimos respuesta. La casa hogar de Comayagüela no recibe ninguna ayuda del Ihadfa ni de ninguna institución estatal; es una iglesia la que financia el alquiler del edificio. Tampoco reciben programas de formación por parte de profesionales de la salud. «Si ni a usted le contestan, olvídese de nosotros», se ríe Tony. 

 

Con esas circunstancias, la terapia grupal se parece un poco a una reunión espiritual semejante a las que se dan en decenas de iglesias de la capital. El programa se inspira en el de los Alcohólicos Anónimos y propone apoyarse de una «fuerza superior» para no sentirse solo en la lucha contra la adicción.

Después de la reunión se forman en círculo para continuar apoyando el proceso de recuperación. Foto CC/Fernando Destephen.

A David le cuesta un poco adherirse a esa visión, pero  no tiene otra opción que seguir terapias con esa carga religiosa: «Me gustaría sentir esa comunicación con un poder superior, pero no es fácil. No lo logro siempre. Hay un grado de conciencia que resiste a pesar de todo lo que he consumido». David tiene 32 años, es técnico audiovisual, lleva tres meses sin tocar ni alcohol ni crack. Él insiste en que no llegó a dormir en la calle, pero solía salir bien vestido, con zapatos bonitos, con su loción, y regresar sin nada por haber vendido todo para comprar sus «vainas». 

 

Alex, el papá de Tony, lleva ahora cinco años sin consumir, pero sabe que tan solo con una cerveza, no podrá parar: «Nunca podré beber socialmente, es la realidad, no soy capaz. Yo soy una bomba de tiempo. Me encantó el alcohol, es divino, lo vi como un regalo. Con él podía olvidar resentimiento, frustración, enojo. Brindaba, borrón y cuenta nueva. Pero se me hizo una obsesión, yo quería una copa y quería la botella. Los otros desaparecen como humanos. Yo estoy a la misma distancia de vos que de una botella. Jamás pensé que iba a llegar a eso. Me despertaba y pensaba ¿a qué hora me metí aquí? Es como un pequeño suicidio lento. La mente se nos vuelve un laberinto y la única salida que encontramos es beber guaro. No es vagancia, es soledad. Y si no tengo nada, ¿qué voy a dar a los demás? Aquí nos hacemos un poco egoístas, pero para bien. No es un camino fácil, hay que abrirse el paso y no a medias. Ahora sé que el regalo que me ofrezco a diario es la obediencia. Hay que ser obediente, pero a nadie más que a uno mismo. La suspensión diaria es como si alguien te dijera: te suspendemos la condena».

 

Suspendemos tu condena.

Cuadrillas de limpieza de la alcaldía limpian las aceras de los bares en El Chiverito. Foto CC/Fernando Destephen.

Lunes 4 de diciembre 



Jeremy está de vuelta. Había salido de la casa hogar hace una semana. 

 

El sábado se echó tres caguamas; su esposa llamó a su padre y ambos trajeron a Jeremy de vuelta a La Luz de la Esperanza. Regresó llorando de rabia pues, como él dice, «que yo tome una gota o un litro, da lo mismo». 

 

Lo metieron en la Morgue porque no había otro espacio disponible. El espacio que llaman la Morgue son tres cuartos bajo llave donde las personas en estado de ebriedad agravada —los «muertos en vida»— se recuperan. Los internados que están en mejor condición se turnan para cuidar a esas personas que suelen convulsionar, delirar o desmayarse. Les inyectan medicamentos para evitar los efectos desastrosos de una abstinencia brutal, les dan de comer. A veces deben alejarse con precipitación porque se ponen agresivos. 

 

Ese trabajo de cuidado forma parte de la terapia ocupacional que se practica. Cada día hay tareas de limpieza y cocina que hacer. Eso contribuye a llenar días muy aburridos. En la casa no existen muchas formas de divertirse. Hay una pulpería, un televisor, unos libros, un juego de naipes. Sin embargo, a menudo, el tiempo es soólo una espera lenta entre muros ajenos. Algunos pueden salir, pero después cada quien asume su responsabilidad. David resume : «Después de esta puerta, es tu decisión». 

 

 

Fátima suele salir y vagabundear en el barrio donde creció y vivió desde sus 13 años: El Chiverito. Tiene ahora 55 años y es la única mujer del refugio. Llegó a la casa hogar porque estaba cansada de dormir en la calle: «Aquí se come bien y no nos ponen en bartolinas como en otros internados». 

 

Nos sirve de guía en El Chiverito. Todo el mundo la conoce y ella conoce todas las cantinas y las carnicerías donde se preparan las tripas para el mondongo y se descuartizan reses. 

 

—¿Te acordás cuando dormíamos aquí todos en fila? —pregunta a un hombre sentado en una acera. 

 

—Sí, hombre, ¡un hotel cinco estrellas! ―contesta el hombre con sorna. 

 

Fátima ha sobrevivido a uno de los barrios más calientes de Comayagüela, que solía amanecer con heridos y muertos. La golpearon, pero nunca la violaron, dice. Vivió rodeada de hombres, y por eso no le da miedo estar con hombres en la casa hogar. «Me respetan», afirma. Cuando uno vive en la calle sabe que no hay amigos posibles, solo compañeros de infortunio. 

 

A Fátima le gusta bordar. Es una actividad de paciencia que le ayudó a vencer los demonios del alcohol. Ahora devuelve 40 lempiras de cada bordado vendido en el mercado al proyecto de Tony. El 24 de diciembre estará en la casa hogar. «¿Adónde más puedo estar?». Tiene hijos, pero esa es una larga historia.

Un hombre carga carne en un freezer de una de las distribuidoras de carne en el mercado situado en las cercanías de los bares de El Chiverito, donde a veces les ofrecen trabajo a los alcohólicos. Foto CC/Fernando Destephen.

Martes 5 de diciembre 

 

A lo lejos se vislumbra la figura del Cristo en la cima de El Picacho. Brilla su blancura. Julio regresa a la casa hogar. Acaba de vender casi toda la mercadería que tenía que vender para ganarse sus 300 lempiras diarios. En la bolsa que carga en el hombro quedan algunos platos de melamina que nos enseña con orgullo, blancos y livianos. Deposita la bolsa junto a sus pies y dice: «Yo vendo de todo, cigarrillos, chicles, cacahuates, especias…». 

 

Julio es de los pocos internados que tienen un trabajo, aunque informal. Todos los días, va al mayoreo a partir de las seis de la mañana con sus productos y con unos botes multicolores de un limpiador de pisos elaborado de manera casera, cuya venta sirve para comprar la comida compartida del refugio. Le gusta la idea de contribuir a la pequeña economía de la casa porque «sin ella estaría muerto», dice.  

 

De repente, coloca dos sillas una frente a otra en la sala principal, nos sentamos y nos miramos un rato. «¿Soy guapo, no?» ―pregunta con una sonrisa, antes de aclarar―: Por fuera me miro bonito, pero por dentro estoy podrido».  Julio es delgado, de tamaño mediano, piel bronceada. Tiene 34 años y lleva un anillo en el dedo anular de la mano izquierda. Viste una camisa roja con bordados de tejido maya que le ilumina la cara. Pues sí, es guapo, nada delata su cirrosis, el envenenamiento de su hígado.  

 

También es gay, y aunque tiene inscritos en la pared de enfrente los siete pecados, nunca en el transcurso de la entrevista menciona su orientación sexual como un pecado o una enfermedad. Su pecado es el número seis, la ira.  La enfermedad es el alcoholismo. Punto. «Para la sociedad es diferente, somos discriminados por ser gays», dice. 

 

En esa casa hogar de Comayagüela, una gran parte de los internados forman parte de la diversidad sexual y de género. Tony, el coordinador, estima que representan «casi la mitad». 

 

A Julio lo han agarrado a machetazos, lo han golpeado, lo han violado. «En la calle, el alcohólico y el gay no valen nada», dice. La calle es un lugar peligroso, pero es el último que le quedaba. Su mamá murió cuando él era aún niño, y su papá bebía tanto que él tuvo que ir a un orfanato, una institución desastrosa que violentaba a los menores. Temprano agarró el gusto por salir. «Yo empecé a beber socialmente en las discotecas, con mis amigos. Me tomaba mis dos o tres cervezas y estaba feliz. Estaba cegado. Luego bebí cada vez más. Yo creo que somos enfermos emocionales. Nos autopajeamos y nos echamos las birrias por cualquier pretexto. En mi caso, es porque tengo un corazón blando, noble, pero me han hecho riata», explica.  

 

Se enamoró de Raúl, un zapatero que conoció en otro centro de rehabilitación de adicciones. Eso le empujó a decirle a su padre que era gay, a pesar de que “«él lo echaba de ver desde hace mucho tiempo». Por suerte, su familia lo aceptó. Fue un alivio profundo, pero no fue suficiente, pues ya estaba sufriendo de una adicción que le pedía alivios superficiales seguidos. 

La cuesta El Centavo forma parte de la zona de El Chiverito, que es una zona intermedia entre los negocios y los mercados de Comayagüela. Foto CC/Fernando Destephen.

A veces Julio agarraba pata con Raúl, a veces lo hacía solo porque Raúl coqueteaba con mujeres, y eso le destrozaba el corazón: «Si yo me enamoro de una persona, pero él no se enamora, soy resentido y pienso: “me voy a poner a verga”. Yo no bebo para disfrutar, bebo para dar lástima». 

 

Hace dos años se hicieron pareja formalmente y Raúl le regaló un anillo. A partir de ahí, ingresaron juntos muchas veces en centros de desintoxicación; muchas veces también salieron y recayeron. Al final, el zapatero no quería internarse porque le asfixiaba el encierro y Julio tenía que insistirle, en vano. 

 

No se sabe exactamente qué pasó aquella noche de noviembre. Julio no estaba. Raúl murió en el Hospital Escuela hace un mes. El doctor dijo: «Andaba bolo, convulsionó, pero murió por sus golpes». Julio asistió al velatorio  de su pareja; luego ingresó en La Luz de la Esperanza para no lastimarse bebiendo. Para esta Navidad, solo desea un poco de calma. 

 

«Él siempre me decía que iba a morir bebiendo y así fue, murió bebiendo», dice Julio, antes de subir al dormitorio.  



Viernes 15 de diciembre 

 

«He bebido por alegría

 

He bebido por haber perdido mi trabajo

 

He bebido por decepción amorosa

 

He bebido para aguantar todos los días mi verdad». 

 

Anónimo. 

Una persona con problemas de alcoholismo duerme en la acera de una tienda, cerca de un bar en El Chiverito. Foto CC/Fernando Destephen.

Hacia el futuro

 

Hay mucho por hacer afuera. Jeremy piensa terminar su carrera universitaria en Ingeniería Civil iniciada en la UNAH, y vivir junto a su esposa y su hija. David quiere trabajar como técnico audiovisual en conciertos de Tegucigalpa. Julio sueña con abrir un negocio formal. Fátima desea una vejez menos dura de lo que ha sido su vida. Alejandro quiere una moto. Alex y Tony anhelan acompañar a más personas alcohólicas en sus combates. 

 

Si lo desean, podrán pasar el 24 y el 31 de diciembre en La Luz de la Esperanza. Ahí se refugiarán para resistir a la soledad, a la familia, a su ausencia, a la nostalgia, a la euforia, a lo que sea que represente el llamado apremiante de la bebida o de la droga.  


A los que saldrán, Fabio les dirige unas últimas palabras: «En Navidad, algunos de nosotros van a caer, lo sabemos, pero podemos no tomar, podemos lograrlo, compas, otros lo han hecho. Quiero que lo logremos… Si querés ponerte a verga, hacelo, el guaro que vas a tomar no me hará daño a mí. Cualquier cosa, yo te espero aquí en enero».

Sobre
Periodista recientemente graduada de la escuela de periodismo de Sciences Po Rennes ( Francia), he trabajado temas de género, justicia y desigualdad en Guatemala y El Salvador, he incursionado en el documental radiofónico en Francia sobre migración.
Comparte este artículo

1 comentario en “Por una Navidad sin ti, querido guaro”

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.