Texto: Otto Argueta
Portada: Persy Cabrera
Nadie lo vio venir. Ni las encuestas, ni los expertos, ni los estrategas políticos, ni la población, nadie. Estábamos abatidos, como suele suceder cuando la oscuridad nubla el horizonte de las esperanzas. Esperábamos lo peor, dos candidatas de partidos integrados por personas cuestionables, algunas abiertamente mafiosas. Esperábamos también que las instituciones de control fallaran en favor de lo que aprendimos a llamar «el pacto de corruptos» y que no es más que la culminación de un Estado cooptado por criminales y oportunistas, una élite política sin ningún respeto por la democracia, voraz en su apetito de poder y negocios. No veíamos contrapesos, ni en los partidos políticos, la sociedad civil o la comunidad internacional.
Nos enfrascábamos en discusiones pesimistas sobre «quién es el “menos peor”», sabiendo que el proceso electoral parecía ser una contienda entre grupos criminales que se enfrentaban con las armas que proveen las instituciones, unos en la Corte Suprema de Justicia, otros en la Corte de Constitucionalidad, en el Tribunal Supremo Electoral, en el Ministerio Público, en el Ejecutivo, en todas. Y las élites económicas, como siempre, le apostaban a las que parecían ser las cabezas más adelantadas en este hipódromo electoral. Era la desolación, saber que cualquier opción nos llevaba a cuatro años más de lo mismo, o tal vez peor, a una dictadura consolidada o a una cleptocracia descentralizada. Daba igual.
Tampoco lo vio venir Bernardo y su partido, Semilla. El mejor escenario era asegurar al menos la misma cantidad de diputaciones. Semilla es un partido que nació tras el impulso que dejaron las protestas del 2015, fundado por un grupo de académicos y consultores expertos, representantes de sociedad civil de la vieja guardia y unos pocos jóvenes inspirados por el respeto que algunos de los fundadores del movimiento infundían. Desde una modesta bancada en un Congreso Nacional dominado por bandidos, fueron demostrando, lenta pero consistentemente, que valía la pena decir «no todos en el Congreso son corruptos y mafiosos». Desplegaron una campaña electoral creativa que cautivó especialmente a los jóvenes urbanos de clase media, estudiantes universitarios muchos de ellos. Resonó poco a poco un discurso democrático que confrontó al poder. «¡El improbable resultado de la combinación entre la convicción y la constancia!», me dijo Bernardo aún sorprendido días después del resultado de la primera vuelta electoral en un intercambio de mensajes. Lo define bien, tres palabras clave de alguien que tiene los pies en la tierra y la ética en la estratosfera: improbabilidad, convicción y constancia.
Tampoco lo vio venir el «pacto de corruptos» que se debatía en una batalla entre ellos. Su desconcierto se hizo evidente con sus reacciones desesperadas e ilegales.
La sorpresa fue llegando poco a poco, un lento e incrédulo levantar de cejas. Guatemala es un país con muchas sombras, nos cuesta mucho creer que después de la tormenta viene la calma, un arcoíris o un cielo azul, porque las tormentas han durado mucho y han dejado dolorosas marcas que silenciosamente transmitimos con nuestras miradas, con nuestro pesimismo, con el humor ácido, negro, sarcástico y fúnebre que nos caracteriza; con el silencio y la desconfianza disimuladas por nuestra amabilidad y cortesía: «no tenga pena», «con mucho gusto».
Al siguiente día de ese 25 de junio, la incredulidad tomó forma: «¿qué putas muchá? ¡Pasó Semilla a la segunda vuelta electoral!»
Bernardo Arévalo no carga la sombra sino el orgullo de ser uno de los hijos de Juan José Arévalo Bermejo, el primer presidente de la década democrática que se inició en 1944 después de que un movimiento cívico —o revolución, dependiendo del entusiasmo del historiador— derrocara al dictador Jorge Ubico. En cuatro años de gobierno, Arévalo modernizó el precario Estado de Guatemala con medidas puntuales pero fundamentales: creó el Código de Trabajo, el Seguro Social, inició la profesionalización del Ejército, sentó las bases para diversificar la economía y superar el lastre de monocultivos de exportación como el café y el banano, entre otras decisiones que hasta hoy perduran. Jacobo Árbenz, el segundo presidente de esa década, radicalizó esas reformas con la emisión del polémico decreto 900, una reforma agraria que rebasó la tolerancia de las élites económicas y militares del país. En su libro «Revoluciones sin cambios revolucionarios» el fundador de Semilla, Edelberto Torres Rivas, definió esa década no como una revolución, sino como una reforma que ajustó las agujas del reloj de Guatemala a los tiempos del capitalismo de la época. Pero eso en Guatemala fue demasiado, también lo fue para la United Fruit Company y para el gobierno de los Estados Unidos. La democracia no era rentable para el negocio de sostener el estatus quo y, como ahora, todo lo que atenta contra eso representa una amenaza, en ese momento, apellidada comunista.
Arbez fue derrocado violentamente en 1954 por un sector del Ejército que él mismo modernizó, por las élites oligárquicas amenazadas por la radicalidad de las transformaciones, por la iglesia católica conservadora y por los Estados Unidos, cegados por la paranoia del anticomunismo y la guerra fría y por la protección de sus negocios en el hemisferio. «La esperanza rota» es el título del libro de Piero Gleijeses sobre esa década y eso fue exactamente lo que ocurrió tras el derrocamiento de Árbenz: el horror que —otra vez—Edelberto Torres Rivas definió como un suicidio colectivo.
Pero en julio de 2023, unos 9.36 millones de Guatemaltecos conformaban el padrón electoral, de los cuales emitieron el voto 5.57 millones, equivalentes al 59.45%, 2.4% menos que las elecciones pasadas. Ese lunes, 69 años después de haber sido interrumpida la década democrática de Guatemala, nadie podía dar crédito de que Bernardo Arévalo, con el partido Semilla, había obtenido el 11.77% de los votos y Sandra Torres, de la Unidad Nacional de la Esperanza (UNE), el 15.86%. Sí, Bernardo pasó a la segunda vuelta electoral con un bajo porcentaje de votos en su primera participación como candidato presidencial, algo inusual en la historia electoral de Guatemala.
De las cejas arqueadas por la incredulidad, pasamos al ceño fruncido que produce las preguntas, buscando que todo esto tuviera algún sentido, una lógica dentro de nuestros cerrados esquemas de análisis. Pero no la tiene, no dentro de esos esquemas.
Debemos aceptar que los científicos sociales somos pésimos predictores. Las herramientas teóricas que tenemos han sido diseñadas para analizar lo pasado, no lo por venir, eso nadie debería tratar de hacerlo en su sano juicio. Nos encerramos en observaciones que una vez que son constantes asumimos inmutables. Caemos fácilmente en los determinismos, si no históricos, al menos fatalistas, porque las predicciones que de ahí emanan reafirman las observaciones sobre las cuales nos sentimos seguros. Si volvemos humildemente al lugar que nos corresponde, es decir, a la observación de lo pasado, veremos que existe algo que marca los hitos de la historia, hechos que hacen que las grandes preguntas de los historiadores se repitan por generaciones, esto es la contingencia, es decir, la combinación de suerte y oportunidad, lo imprevisto e inesperado.
El sociólogo Niklas Luhmann definió la contingencia como lo que no es necesario y no es imposible. Básicamente, se trata de aquello que no es previsto porque está fuera del campo de nuestras observaciones, o bien, lo hemos puesto fuera de lo que consideramos como la trayectoria inevitable de un proceso social porque nos cerramos solo en ver lo que alimenta esa trayectoria. Esos hechos, que parecen casuales, en realidad plagan la historia de las naciones y su acumulación es lo que hace posible el cambio de las sociedades.
Aquí viene la sacudida. El partido Semilla estaba descartado de toda posibilidad según las encuestas y analistas (me incluyo). Se consideraba como un partido honesto, pequeño y sin los grandes recursos financieros que los otros partidos logran a través de pactos con las élites económicas y las mafias. Zuri Ríos, la hija del general Efraín Ríos Montt, al igual que Sandra Torres, contaba con esos recursos; pero no Bernardo Arévalo. El candidato de Semilla era muy conocido en el ámbito académico nacional e internacional, un exdiplomático que profesa un refinado lenguaje para expresar sus arraigados valores éticos, democráticos y conciliadores. Se ganó el respeto de más personas gracias a su desempeño como diputado de la pequeña bancada de Semilla en el Congreso Nacional.
Acostumbrados a observar que las elecciones se ganan con poderosas maquinarias propagandísticas, la campaña de Semilla no solo parecía minúscula, sino hasta ingenua: ¿quién, en un país hundido en la cleptocracia, abandera valores democráticos y éticos para ganar una elección? Un partido así no es necesario para la reproducción del sistema mafioso que domina el Estado de Guatemala, pensamos. Pero tampoco es imposible, ya que, dada una combinación de efectos inesperados, una contingencia puede abrir una nueva trayectoria.
Recordemos que antes de las elecciones era evidente que las mafias enquistadas en las instituciones de control se enfrentaban entre sí. Se canceló la participación de tres partidos muy diferentes y con justificaciones que dejaron entrever esa pugna entre políticos mafiosos. Esos tres partidos desacreditaron al Tribunal Supremo Electoral e, indignados y molestos, llamaron al voto nulo masivo. A eso se pudo haber sumado el cansancio de la sociedad, que solemos ver como indiferencia porque esperamos que la ciudadanía salga a las calles como en el 2015. Pero precisamente porque es cansancio, hartazgo y desconfianza, el momento oportuno para expresarlo fue justamente el día de las elecciones. No entiendo por qué insistimos en predecir elecciones, cuando éstas son la suma de miles de individualidades, emociones que solo son ciertas dentro de la psiquis de cada persona, imposible de conocer a cabalidad desde afuera y por anticipado. Ahora que ya pasaron, podemos decir que tal vez hubo un gesto ciudadano de rechazo al sistema político corrupto y el que haya sido expresado en las urnas demuestra, con un débil latido, que la democracia no ha muerto en Guatemala. No esperábamos eso, pero resultó que un 17.38% de los votos fueron nulos, por encima de lo que logró Sandra Torres.
No podemos saber cuántos de los votos que recibió Semilla fueron de esos que se justificaron con «no voy a regalar mi voto, mejor se lo doy al único candidato que es honrado, aunque sé que no va a ganar, porque todos los otros son más de lo mismo». Es decir, corruptos o cargados de un discurso de odio conservador que ha hecho mucho daño. Lo que sí podemos saber es que fue suficiente para que Semilla pasara a la segunda vuelta electoral y también para que el resto de los candidatos quedara, esperemos, sepultado en el cementerio político de Guatemala.
Lo que ha pasado en las semanas siguientes a la elección podría ser evidencia de dos situaciones: por una parte, la necesidad de los grupos mafiosos de corregir la trayectoria afectada por el evento contingente de que Semilla haya pasado a la segunda vuelta electoral. Lo hacen a través de diferentes argucias para judicializar el proceso electoral, entrampándolo en una red de operadores de justicia corrupta y, por otra, el efecto de válvula de escape al hartazgo social que produjo ver a Semilla en este lugar del proceso electoral. De mera contingencia, Semilla se convirtió en posibilidad.
En Guatemala, siempre bélicos en nuestras referencias, cuando hacemos algo y no sale como queremos decimos que «nos salió el tiro por la culata». Las acciones orientadas a desacreditar a Semilla y sacar a Bernardo Arévalo de la contienda electoral han producido que el apoyo de la ciudadanía hacia él aumente, que su carácter de posibilidad crezca aceleradamente.
Falta un mes para la segunda vuelta electoral y muchas cosas pueden pasar, no sabemos qué, pero sí sabemos que lo ocurrido con Semilla fue una contingencia que ahora podría convertirse en una nueva trayectoria, una que nos permita volver a creer que la democracia es posible.
Semilla puede capitalizar toda esta crisis y pasar de ser válvula de escape a oportunidad de cambio. La oportunidad llegó para Semilla por haber estado en el lugar correcto en donde confluyeron eventos no relacionados entre sí. Convicción y constancia, como dijo Bernardo. Ese fue el principal logro de Semilla en ese momento. Lo que sigue es aprovechar la válvula de escape, la oportunidad ya será responsabilidad del partido y de todos los demás, convencidos y convertidos gracias a Semilla y a esta coyuntura. Nos toca pasar de la mesa de carambola a la mesa de billar, en donde ciertos cálculos se pueden anticipar.
Podemos esperar también que los grupos mafiosos sigan tratando de regresar a la trayectoria que les favorece, que se fortalezcan, se unan y radicalicen. O bien, empiecen a buscar su lugar impune en el nuevo orden del juego, experiencia para eso tienen, y mucha.
Poco sabemos del paso que como sociedad estamos dando, es un campo minado. De aquí al 20 de agosto, fecha de la segunda vuelta electoral, pueden pasar muchas cosas, hay muchos futuros posibles, y uno de ellos es que Bernardo Arévalo sea electo presidente de Guatemala. Semilla puede apostar por alianzas estratégicas y fortalecer su campaña alegre y entusiasta, oxigenada; ya logró algo muy valioso, nos ha devuelto la esperanza de que tal vez la democracia sí es una salida del laberinto.