Un año y medio después de que Xiomara Castro tomó posesión como la primera mujer presidenta de Honduras, este país se muestra ante el mundo como uno de los más femicidas. No solamente porque entre 2022 y lo que va del 2023 han sido asesinadas cerca de 400 mujeres y la impunidad y estigma sigue cayendo sobre sus cuerpos, sino porque también hemos sufrido la mayor tragedia en una cárcel de mujeres: hasta el cierre de este editorial se contaban ya 46 mujeres privadas de libertad muertas en la Penitenciaría Nacional Femenina de Adaptación Social (PNFAS) de Tegucigalpa tras una reyerta y posterior incendio. Unas murieron calcinadas, otras víctimas de disparos y apuñalamientos.
El nuevo estallido nos obligó a mirar por el retrovisor otros eventos de dimensiones similares, situaciones que habíamos contemplado en administraciones del Partido Nacional en los años 2003 en la Granja penal de El Porvenir; en el 2004 en el Centro Penal de San Pedro Sula y en el 2012 en la Granja penal de Comayagua. Esas tragedias ocurrieron cuando sonaba por todos lados la propaganda de la «mano dura» o «el puño firme». Estos tristes eventos dejaron un deshonroso total de 538 personas fallecidas en centros penitenciarios, pero dejaron también un desconocido número de violaciones a derechos humanos durante la vigencia de esas políticas de seguridad.
Estas matanzas están conectadas con las políticas de seguridad que prometen «mano dura», que han militarizado la seguridad pública y que poco a poco han debilitado a una Policía Nacional Civil que se ha corroído por la corrupción, los vínculos con el crimen organizado y las ejecuciones extrajudiciales.
¿Cuánta más evidencia se necesita para que la clase política que lidera el país acepte que los enfoques de «mano dura» solo han causado más muerte, más violencia, y violaciones a los derechos humanos?
Los simpatizantes del partido que ahora está en el poder levantaron banderas en contra de las políticas de mano dura de quienes ahora son su actual oposición; criticaron y denunciaron violaciones a derechos humanos y sus implicaciones en las masacres dentro de las cárceles. Es común que se recuerden como «los tiempos de los nacionalistas», aquellos tiempos en que las cárceles tomaban fuego, nadie sabía cómo entraban los explosivos y cómo terminaban decenas de presos calcinados.
Esos simpatizantes, antes agremiados en organizaciones de sociedad civil, ONGs y movimientos, se rasgaron las vestiduras protestando en contra de la militarización de la seguridad pública, de la criminalización de la juventud, del encarcelamiento arbitrario y masivo. ¿Cuál es la diferencia con lo que ahora evidencia no solo ser lo mismo sino tener los mismos efectos: muerte y dolor?
Es por esto que esta nueva tragedia carcelaria en Honduras, además de ser la primera de esta magnitud en una cárcel de mujeres, representa un deja vu de esos tiempos recios que, como hemos visto ahora, no se pueden reducir a la estrategia preferida solo por un partido político.
¿No nos estimula la memoria el hecho de que tengamos seis meses de estar en un estado de excepción? ¿No recordamos ahora mismo la administración de Ricardo Maduro (2002-2006) y Porfirio Lobo Sosa (2010-2014), dos gobiernos nacionalistas que con su «mano dura» y «puño firme» actuaron brutal e impunemente contra jóvenes en condiciones de extrema pobreza? ¿No parece que lo que vivimos ahora ya lo habíamos vivido?
Durante dichas administraciones, principalmente en la de Ricardo Maduro, se denunció que el Estado hondureño estaba institucionalizando las ejecuciones extrajudiciales. Crecieron a partir del 2002 las acusaciones de que jóvenes procedentes de barrios pobres y estigmatizados se desangraban constantemente en calles hondureñas.
Esos masivos asesinatos registrados en la oscuridad de la noche, no hicieron salir soles relucientes en los amaneceres. Al contrario, dichas políticas de exterminio, lejos de haber heredado un país seguro, provocaron todo lo contrario, corrupción en los más altos círculos políticos, operadores de justicia, círculos empresariales, Fuerzas Armadas, entre otros.
Es importante hacer memoria que lo que pasó en las cárceles durante los gobiernos de Ricardo Maduro y Porfirio Lobo fue simplemente el reflejo de lo que también estaba pasando en las calles, mismas que estaban siendo patrulladas por policías y militares hondureños.
Durante la administración del expresidente Juan Orlando Hernández hubo innumerables hechos violentos dentro de los centros penales hondureños. Para retratar cómo fue la administración penitenciaria en tiempos de Juan Orlando Hernández, no hay mejor forma hacerlo que recordando el asesinato de Magdaleno Meza en 2019, atacado a balazos en una cárcel de «máxima seguridad». Y es que Magdaleno Meza no era un simple reo, acababa de ser identificado como el supuesto socio del hermano del entonces presidente de Honduras: «Tony» Hernández, quien finalmente fue condenado en los Estados Unidos por narcotráfico a gran escala.
Y en este camino, en el que sentimos que estamos viviendo de nuevo el pasado, también intentamos ver hacia el futuro, esa promesa con la que parece estar comprometida la familia Zelaya de acercarse al modelo del presidente vecino, Nayib Bukele, quien para llevar a cabo su plan de control del crimen pactó con pandillas y esa negociación que terminó fallando tuvo el saldo de 87 ciudadanos asesinados en un fin de semana. Ahora ha encarcelado a alrededor de 65,000 salvadoreños en un prolongado estado de excepción. Una promesa de autoritarismo como receta para acabar con las pandillas o cualquier cosa que se interponga en la carrera por el poder indefinido.
En junio de 2022, tres meses después de que Xiomara Castro ordenara desmilitarizar el Instituto Nacional Penitenciario que había estado intervenido por militares desde el último gobierno de JOH, su viceministra de Seguridad, Julissa Villanueva, se preguntó en Twitter cómo contrarrestar la violencia en Honduras. La respuesta se la dio ella misma sugiriendo imitar a El Salvador. «Revisemos el Plan Control Territorial y Adaptemos lo positivo», indicó.
La presidenta pareció haberle hecho caso a Julissa Villanueva, porque en noviembre de 2022, Honduras anunció la implementación del Plan Integral para el Tratamiento de la Extorsión y Delitos Conexos, una estrategia en donde emuló el «Plan de Control Territorial» de Nayib Bukele.
En este mes de junio, el propio Fiscal General de El Salvador, Rodolfo Delgado, reconoció en un medio de televisión que la Fiscalía salvadoreña archivó 142 casos de muertes bajo el estado de excepción «porque esas muertes no constituyen delito» de acuerdo con los criterios de la misma fiscalía. Y en Honduras, el relator de las Naciones Unidas para las ejecuciones extrajudiciales ha dicho que en el estado de excepción hondureño hay indicios de que esto ha ocurrido también y que investigarán las denuncias.
En marzo de 2023, el expresidente José Manuel Zelaya y su hijo Héctor viajaron a El Salvador para pedirle a Nayib Bukele que visitara Honduras. Y, en junio de este año, Héctor Zelaya, hijo y secretario privado de la presidenta Castro, se reunió con Carlos Marroquín, director de Reconstrucción del Tejido Social en El Salvador, señalado de ser uno de los articuladores de las negociaciones entre el Gobierno salvadoreño y las pandillas.
Pero ante estos hechos, la autocrítica parece haberse ido de paseo en los funcionarios hondureños. Ante la tragedia en la cárcel de mujeres hubo reacciones vergonzosas, algunas más que otras, como la del canciller Enrique Reina —la cara del país a nivel mundial—, cuyo mensaje fue impulsivo y torpe al postear en Twitter, con gran seguridad, que lo acontecido en PNFAS tenía que ver con «la gran escalada conspirativa» contra Xiomara Castro. O la de la misma viceministra de seguridad que ante una publicación de este medio que replica las denuncias de que ella pudo evitar la masacre en la cárcel, prefirió decir que nuestra publicación era falsa preguntándonos posteriormente si nuestro medio estaba financiado por el crimen organizado, terroristas o por la policía, en un mensaje que pretende desprestigiarnos.
A pesar de que en la retórica del Partido Libre éste se define como un instituto político de izquierda, ajeno a las prácticas del Partido Nacional, que ha representado a la extrema derecha hondureña, en la práctica, el gobierno de Xiomara Castro se acerca cada vez más a políticas de «mano dura» de los expresidentes nacionalistas Ricardo Maduro y Porfirio Lobo Sosa, pero quizá con el estilo más «cool» del presidente salvadoreño Nayib Bukele.
Y eso «cool» es lo que ha hecho al modelo Bukele ser algo que va mucho más allá de la seguridad y que busca la absoluta centralización del poder, la destrucción de cualquier forma de oposición y crítica y la desvalorización de todo parámetro mínimo de conducta democrática. Todo con el objetivo único de perpetuarse en el poder aunque esto signifique reinar sobre una tumba o una prisión.
En estos países, la «mano dura» es bien recibida por un segmento de la sociedad que no sufre de manera directa sus consecuencias. El Partido Libre debería recordar que en nombre de la seguridad se criminalizó la protesta, se persiguió líderes, se encarceló y judicializó inocentes y todo eso se hizo en nombre del orden y la seguridad aplaudidos por ese pequeño segmento de la población que no sufrió con la intolerante «mano dura». Para el resto, para el pueblo, solo hubo resignación y ustedes como resistencia. ¿Dónde están ahora? ¿Replicar la «mano dura» y remilitarizar a la sociedad es necesario para cumplir la promesa de la refundación?