Texto: Josué R. Álvarez
Ilustración: Pixabay
Don Cosme estaba seguro de que moriría el 17 de noviembre de 1963, así que un par de meses antes se preparó para ello. Como si se tratara de una boda o de otra celebración, convocó a sus familiares y amigos cercanos. Nadie lo tomó por broma o locura debido a la exactitud con la que predecía los acontecimientos familiares, incluso las muertes. Nunca se supo en qué se basaba don Cosme, pero no tenía la costumbre de fallar.
Nadie faltó a su llamado. Los primeros en llegar fueron dos de sus sobrinos, Carlota y su hermano Claudio. Carlota le tenía muy bien contabilizadas las predicciones a don Cosme, aunque él no confiaba en sus datos ni les daba mayor importancia.
–Es que vos contás hasta cuando anticipo en qué día le saldrá la primera cana a zutano o mengano –le reclamaba siempre.
–Predicciones son predicciones –respondía ella.
Ese día, antes de que le dijera nada, él se adelantó, con tono firme, pero amable:
–No quiero que empecés con tus números, mejor disfrutá la fiesta. Va a estar buena.
–Pero, tío, ¿justamente hoy, que tendré el dato definitivo?
–Lo mismo digo, ¡justamente hoy! –. La señaló y le sonrió–. Aunque bueno, es cosa tuya.
A pesar de la advertencia de su tío, ella no se detuvo:
–Mirá, según pude averiguar, en los últimos meses predijiste la fecha de nacimiento de los hijos de Flora y Rubén, y que el caballo del rancho de los Gonzales se enfermaría y moriría. Y más todavía: en los días que llovió fuiste exacto, en los de más calor también… –Y siguió enumerando acontecimientos hasta superar la veintena. Pero don Cosme no pareció escuchar los últimos, ni la cifra del total que Carlota había preparado para él. Se marchó a atender a uno de sus compadres, quien después fue la broma de la celebración: inexplicablemente, le regaló a don Cosme una chamarra.
–Yo no sé para qué se los enumerás los aciertos –interrumpió Claudio, mientras ella se aprestaba a pegar las sillas contra a la pared–. Algunos yo creo que ni pasan, quizá ninguno. Es más la leyenda.
–¡Ay, sí! –gruñó Carlota–. Vos siempre dudando de todo, le quitás lo bonito a la vida. Sos un seco. Mejor ayudame.
–Pues claro, cómo no voy a dudar: ¡soy periodista! ¿Estas sillas dónde van?
–No sé, donde quepan —. Carlota sonó enojada–. Mejor inflá esas bombas.
–No te enojés.
–Claudio, aceptá que sos cruel –. Carlota dejó de mover las sillas–. Si hasta le querés hacer una nota, ¿no me dijiste algo de eso?
–Mirá… –. Claudio también se detuvo para explicar–. Si no se muere, mi historia es toda la gente que le cree. Y, si se muere, que es lo menos probable, su muerte es mi historia.
–¡Sos malo…! –. Se lo dijo mirándolo a los ojos, como solía decirle las cosas importantes.
–No. Más bien soy el único que no desea que se muera. La verdad es que nada de lo que se dice de él me consta. Tiempo es lo que me ha faltado para venir a investigar. Hasta ahora.
–Yo no deseo que se muera –. Carlota continuó con las sillas–. Solo deseo que sea feliz. Miralo ahí, tan contento. Se hace el difícil, pero le encanta tener razón en sus predicciones.
–Bueno. Si vos, que sos de las consentidas, lo decís… –concluyó Claudio, con el tono sentencioso que de vez en cuando aparecía en sus discusiones con Carlota.
Poco a poco todos —incluso los que venían desde muy lejos— estaban instalados en la casa de don Cosme, que era bastante grande. En los años de su juventud, hasta cuarenta y siete personas habían llegado a habitarla, entre hijos de don Cosme, sobrinos sanguíneos y políticos, hijos de los sobrinos, primos, hermanos menores y algunas personas que buscaban ayuda en él. Ahora quedaban sólo dos: él y su asistente, con quien tenía una relación más fraternal que laboral.
Don Cosme apareció luciendo el traje que días antes se había comprado con la seguridad de que sería su último atuendo. Doña Marcos, su vecina —quien fuera mejor amiga de su difunta esposa—, le había ayudado a preparar un tajo de cerdo y algunos bocadillos. Había provisiones para la despedida, para la vela, para el entierro y hasta para la novena.
Desde que cayó la tarde comenzó una gran tertulia. Todos querían hablar con el futuro difunto, abrazarlo, recoger de la memoria cientos de anécdotas. Anécdotas de cuando iba en bicicleta al río con los pequeños, jugando a ser una pandilla, o de las tardes en las que explicaba matemáticas a los poco diestros en la materia. En más de alguna ocasión había tenido que zarandear a algún travieso, pero siempre había sido más un juego o un ritual que un verdadero golpe.
A la madrugada, alguien advirtió que ya era 17 de noviembre, y se atrevió a preguntarle a don Cosme la hora de su muerte. La mayoría lo tomó como una imprudencia: no era ni siquiera una cara que frecuentaba la casa, se trataba de un niño cuyo parentesco con el futuro difunto resultaba difícil de definir, pues sus padres eran parientes entre sí. Sin embargo, el aludido tomó la pregunta como un chiste, se rió un rato, se puso serio, y dijo:
–No lo sé: es hoy. Puede ser a cualquier hora…
Claudio codeó a su hermana, soltó una risita y dijo, prácticamente en un susurro:
–Seguro no pasa –. Pero era posible que ninguno lo hubiera escuchado.
El amanecer sorprendió a los mayores en un juego de cartas, apostando vacas, caballos, fincas y hasta la herencia de más de alguno. En el juego estaba incluido don Cosme, que bromeaba con llevarse a la tumba algunas joyas o una que otra escritura.
Las mujeres interpretaron los primeros rayos de luz como una señal de que deberían estar preparando el desayuno. Algunos jóvenes entraban a escondidas, procurando actuar con normalidad para evitar que se notara cualquier rastro de diversión prohibida. Los más pequeños fueron los únicos en dormir, pero pronto se despertaron.
Entre la alegría del desayuno, quedó claro que los invitados comenzaban a pasar por alto el motivo de la fiesta. El mismo niño de parentesco indefinido, esta vez con la boca y la punta de la nariz llenas de migajas de pan, volvió a recordarlo. La madre lo calló con un apretón en el brazo.
Nadie se aburrió: armaron juegos, paseos, bailes… Como un cumpleaños, pero extendido por una jornada completa.
Tanta fue la jarana que a Paquita, la sobrina mayor de don Cosme, le dio un paro cardiaco. Estaba viniendo la ambulancia cuando dos niños se fracturaron un brazo jugando a lanzarse de un árbol. Así que se los llevaron a todos juntos, y el anfitrión los acompañó.
«Debí reunirlos antes, quizás hace unos meses», pensó don Cosme, mientras se fijaba en cómo sus acompañantes, incluidos los enfermeros, lo observaban con dulzura. Lagrimeó. «Ahora esto ya no lo voy a poder contar… Bueno, eso creo: no sé qué hay más allá».
–¡Qué pena con usted, don Cosme! –dijo uno de los acompañantes.
–No, no se preocupe. Igual cuando uno se muere ya nada importa –explicó él, sereno.
–Pero igual…
Paquita se estabilizó en la tarde. Por la noche, cuando volvieron, en la casa de don Cosme los recibieron con un pastel, muchos globos y buena comida. Habían aprovechado su ausencia para preparar una fiesta aún mayor, sacando mesas y sillas al patio grande.
–Hubiera sido el colmo que se muriera otra persona, y no él –le dijo Claudio a Carlota cuando vio regresar a todos con vida.
–Nunca creí que alguien más que él fuera a morirse: él lo habría sabido.
Se percibía en el aire que estaban en la recta final: don Cosme debería morir en las próximas horas, ese era un hecho. Jugaron a las predicciones, las últimas de don Cosme. Dijo quién viajaría al extranjero; quiénes serían los próximos en casarse; quiénes, los próximos padres, y dejó entrever los futuros difuntos.
Unos minutos antes de la medianoche, don Cosme quiso estar a solas, y se puso de pie.
–¿Va a morirse…? –preguntó un niño.
Don Cosme levantó la mano a la altura de su oreja e hizo una señal de espera. Todos obedecieron su silenciosa orden, excepto Claudio. Este lo siguió, de lejos, hasta el patiecito que quedaba por la cocina.
Se escondió detrás de un árbol de paternas para espiar a su tío. ¿Qué quería hacer ahí? Don Cosme sacó de un estuche una navaja, y comprobó con la yema de los dedos que estaba desafilada. Se puso frente al esmeril, lo encendió, y unos segundos después probó la navaja cortando una cuerda: había obtenido un arma muy filosa.
La sostuvo y dirigió la punta hacia su anciano abdomen. Respiró profundo dos o tres veces, y luego en un conato de rabia tiró la navaja al suelo terroso. Temblaba.
Dieron las doce, y Claudio, quien había vuelto al patio grande, señaló que ya era 18 de noviembre, y don Cosme no había muerto.
No había en su voz el tono victorioso que Carlota hubiera supuesto. Detrás de Claudio, apareció don Cosme, destrozado: nunca le habían visto una cara igual. Se había equivocado. Don Cosme había predicho la muerte de los más queridos miembros de su familia con una exactitud de reloj, pero había fallado en la suya.
Se fue solo a su cuarto. Los invitados se quedaron boquiabiertos y sin la menor idea de lo que hacer. Casi tuvieron la esperanza de que muriera —¿de tristeza, quizás?— en las próximas horas. Se despidieron de don Cosme, pero él no les abría: respondía detrás de la puerta con un seco «adiós». Lentamente, más lentamente que si se tratara de un funeral.
Carlota se quedó en la casa, y Claudio fue de los últimos en irse. Se quedó más que todo para acompañar a su hermana. ¿Escribiría un artículo sobre su tío? Confesó que no: había ido descartando la idea con las horas.
Carlota intentó varias veces animar a don Cosme.
–Tío, todo está bien, no importa –dijo, siempre detrás de la puerta.
–¿Cuántos aciertos tuve? –preguntaba. La voz era desconsoladora.
–Te conté mil quinientas doce predicciones.
–¿Y errores…?
Ella no respondió, y él no volvió a preguntar.
1 comentario en “Inminente”
¡Excelente cuento! Te engancha de principio a fin.