Texto: Raúl López Lemus
Ilustración: Pixabay
La verdadera Cenicienta se levanta de la camilla. Está atontada y respira con dificultad. Los bomberos llegaron a tiempo para rescatarla de las cenizas de su casa. Entre el enjambre de latas, cartón y madera chamuscada han de hallarse los cuerpos calcinados de sus dos hermanas; pero la verdadera Cenicienta ya no hace por acercarse a mirar. En vez de eso se concentra en el grupo de bomberos que rodean la casa. Uno de ellos debió de haberla besado, la piel de su boca guarda el regusto de unos músculos que soplaron con fuerza entre sus pliegues.
El más atractivo de los cuatro hombres pone su mano de goma en el hombro derecho de la verdadera Cenicienta. Le pide que recuerde lo que pasó. Ella niega con la cabeza puesto que está dispuesta a no rememorar nada. Sabe que si recuerda va a delatarse. Volverá a escuchar la burla de sus hermanas, la guasa con que le restregaban en su cara los boletos del baile. La mayor la había llamado, entre carcajadas sonoras, puritana y anticuada. Pero lo que no pudo soportar fue que se metieran con su novio, que dijeran que se había convertido en un miserable raterillo. Ella ya sabía de sus pequeños robos, de los regalos que le hacía producto de sus malas andanzas, pero eso la tenía sin cuidado, sus hermanas no debían de meter su cuchara. Que vivieran sus vidas y la dejaran a ella en paz, les había gritado.
El problema era que el día del baile se acercaba y su novio no daba muestras de querer hacerse cargo, tal vez temía a la policía o de verdad se avergonzaba de ella. La noche anterior, sus hermanas se habían propasado, trajeron vestidos de segunda muy bonitos y nuevas burlas, había que actuar rápido. El bombero más experimentado inhala y se decanta por el cortocircuito; el más joven aduce que las llamas tenían un ligero sabor a gasolina, el que imponía su atractivo sobre los demás, era el único que impulsaba a la verdadera Cenicienta a recordar. Y la voz de aquel hombre la empujaba contra su voluntad hacia la noche anterior.
Estuvo con su novio hasta las once de la noche y entre apretones y sollozos le pidió que hiciera algo por ella. La motocicleta estaba entre ambos, era el punto de apoyo de su cadera. Olía de manera penetrante y aquel olor despertó en ambos un ansía de venganza. El bombero más joven preguntó si había fósforos en la cocina o veladoras encendidas en los cuartos. Ella de verdad no se acordaba. Agradeció que la voz de aquel muchacho se metiera en medio de sus recuerdos, porque cuando el bombero atractivo repitió que debía acordarse por el bien de su familia, su mente ya no tuvo adónde ir. Su flujo mental se aceleraba y luego frenaba a partir del olor a gasolina de la motocicleta; paraba de avanzar en el momento en que las promesas de su novio se volvían asequibles.
Pero los sucesos debieron de haber corrido hacia algún lugar, aunque ella permanezca siempre enfrente de una puerta cerrada y luche con todas sus fuerzas para evitar que alguien la abra del otro lado. El humo también rodea esa escena que ya no puede recordar con claridad. Lo extraño es que nada contenga ruidos, que todo suceda a un nivel en que los sentidos no funcionan adecuadamente.
El bombero que le ha dado la respiración boca a boca deja de hablar y camina hacia el camión. La verdadera Cenicienta se fija en su amplia espalda, en sus glúteos fortalecidos y duros, en sus brazos que se columpian con gracia. Mirar aquel cuerpo en movimiento la lleva a recordarse de una cosa: su novio, ¿qué habría sido de él, Dios mío? Sabía que lo había dejado en la cocinita preparando la lumbre mientras ella asperjaba el combustible, luego se había cegado y todo se volvió confuso.