Tú eres la única, Lola

lola

Texto: Andrea Parada Lezama
Ilustración: Pixabay 

Cuentan que el resplandor en la cara de «Lola» no podía ser opacado por las luces en el piso del Teatro Clamer. Cuentan que miraba al público con la confianza ingenua que uno solo tiene a los diecisiete y con una sonrisa reminiscente a María Félix, que alumbraba la sala entera antes de comenzar a moverse. Y ella, «Lola», cuenta que bailó esa danza gitana tres veces, porque se lo pidieron con una ovación de pie, y, muchos años después, nombraría este momento como primer recuerdo de su juventud. 

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El nombre «María Dolores»suena impersonal y extraño, casi como si nadie nunca se hubiese referido a ella por esa denominación que es alusiva a los Siete Dolores de la Virgen María. A sus 97 años, los dolores de «Lola» (como la conocen todos) definitivamente son más de siete y probablemente —obviamente — menos significativos que los de la madre de Jesús. Aún así, Lola los relata con tanta grandeza e importancia que merecen ser atesorados en alguna parte

María Dolores Alemán, o «Lola», nació en Tegucigalpa, Honduras, un 24 de abril de 1925. El dato de su fecha de nacimiento sigue en disputa puesto que, por la mayor parte de su vida, ella ha aseverado que nació un 11 de abril, celebrando su cumpleaños en esa misma fecha hasta el año 2021, cuando al revisar su tarjeta de identidad nacional se contradijo esa información. 

Lola fue la cuarta de ocho hermanos en un hogar humilde, y, según ella, la favorita de su papá. Una proclamación que repite de otros hombres de la familia, que también la preferían. «Siempre me llevé mejor con los hombres», sostiene con una sonrisa pícara. 

Su primer dolor y único amor se llamó Juan María, «un músico guapo» y «de buena familia» que se fue muy pronto por alguna enfermedad no divulgada, aunque se rumora que fue una cirrosis. Con resignación, Lola cuenta que nunca lo lloró. 

Duraron cuatro años de novios y, fuera del matrimonio, tuvieron una hija: Norma. Cuatro años después, se enredó con un doctor comprometido con el que tuvo su segundo hijo, Douglas. Seguramente eso dio mucho de qué hablar en la sociedad hondureña, pero a Lola eso no le importaba: «La gente mucho habla mierda», dice.

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–Vení, probá que te va a gustar

–¿Qué es? 

–Crema de menta.

El arrepentimiento más grande de su vida empezó así, dice Lola, «con un licorcito de Navidad» en una fiesta, pero que llegó hasta terminar en bares de mala muerte en Comayagüela, enviciada con el cigarrillo y el cognac, «su segundo amor».

Siete dolores eran los de la Virgen y el segundo dolor de Lola duró siete largos años, metida en el hoyo negro del acoholismo, desligada de todo y de todos.

En la casa no se dan ni historias ni detalles del alcoholismo de Lola. Se encuentra un principio y un final, pero no hay trama alguna, ningún clímax importante y emocional. Al preguntarle a su familia es casi como si no hubiera pasado.

Lo cierto es que Lola terminó siendo la primera mujer en Alcohólicos Anónimos (AA) en Tegucigalpa, y fue llevada por el mismísimo cónsul de Estados Unidos en Honduras, Paul S. Dwyer, que luego se convertiría en su padrino. Lola cuenta que terminó los 12 pasos con el resto de su grupo y así empezó su llamado «primer renacer espiritual». No fue porque se acercó a Dios o porque haya decidido seguir una doctrina (eso vino mucho más adelante, en sus sesentas), sino porque por primera vez empezó a vivir diferente. En una alegría pura, y egoísta. 

Con sus amigos de AA tuvo sus mejores momentos. Gracias a ellos abrió dos restaurantes: Candú y Copán Galel, nombrados por canciones folklóricas hondureñas que cantaban sus amigos en Voces Universitarias. Empleó a más de quince personas, la mayoría mujeres, y así tuvo suficiente para viajar por casi todo el mundo. Llegó a bailar con la orquesta de Ray Conniff en Nueva Orleans, con el fervor de los instrumentos y el confeti, pero —eso sí— sin un sorbo de alcohol.

Se convirtió en una mujer de negocios self-made, sin educación, completamente independiente y adinerada. Y con ese dinero, dice, ayudó a muchas personas, sacó de apuros a una gran cantidad de gente, prestando y regalando joyas, «dando» terrenos. Entre las pertenencias de Lola, entre sus recuerdos, uno se encuentra cartas donde le agradecen por ser tan desprendida y generosa. Ella dice que el cariño y el asombro de la gente la llenaba, y que eso la despreocupaba por el resto de las cosas. 

No se encasilló nunca en ningún rol o parámetro esperado por otros, ella fue y es, a sus 97 años, la persona que quiere ser sin importar las consecuencias. «Lola es Lola», se escucha como rezo en la familia. Como madre de Norma y Douglas, ese albedrío la afectó mucho. 

Norma tenía cuatro años cuando se fue a vivir con Mary, una tía de su papá, Juan María, que la crió como si fuera su propia hija. Mary le tenía cariño a Lola, esa viuda que no era viuda, y así fue como terminó cuidando de su sobrina. Douglas, por otro lado, fue criado por sus tías, las hermanas de Lola, como el único hombre de la casa. Norma y Douglas «conocieron» a Lola de 14 y 13 años respectivamente, cuando Lola ya los visitaba con más frecuencia al regresar de sus viajes.

A pesar de ser tía, madre, abuela y bisabuela, sus hijos y familia más cercana nunca la llamaron tía, mamá, abuela o bisabuela, siempre la llamaron por su apodo, «Lola», con el cariño que se le tiene a una figura que aparecía y desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Ni siquiera la llamaron María Dolores. Lola: ese es su único título. 

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En su cabeza, Lola se ve a sí misma como la matriarca de una familia que, al mismo tiempo, no la conoce del todo. Los años han pasado, pero no han sido del todo crueles con ella. De hecho, el resplandor en la cara de Lola nunca pudo ser opacado. Ni por el teatro, ni por la vida. Aparte de los achaques y cambios que vienen con la edad, se ve bien. Muchos le dicen que se ve «completa». 

Su pelo es blanco y, aunque las arrugas que adornan su cara parecen ir contando la historia de su vida, algún semblante de juventud regresa a ella de vez en cuando, recordando a cualquiera que la ve lo que fuimos, somos y seremos: personas buenas y malas, llenos de belleza y fealdad, contradicciones perfectas y andantes que, con suerte, viven y dejan vivir.

Sobre
Andrea Parada Lezama (Tegucigalpa, 1998) es estudiante de último año en la Licenciatura de Comunicación Social en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) en La Plata, Argentina. Le apasiona el cine, la literatura y el café.
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6 comentarios en “Tú eres la única, Lola”

  1. Tenía años de no leer una historia tan bella. Muy bien escrita ya que describe a plenitud la esencia de esta bella señora.
    Muchas felicidades a esta narradora que describe la esencia de una larga vida en una corta historia!

  2. Hermoso relato .hermosa historia .recuerdo mucho de esos lugares ,antes las personas buenas y
    una mujer que libro obstáculos y que por sus buen corazón .dios la a BENDECIDO

  3. Hermoso homenaje a una mujer , noble que nos deja como aprendizaje, que todo se puede lograr cuando tienes metas , El aprendizaje nunca termina, que buen relato , bien

  4. Bella e inspiradora carta de una mujer luchadora con un gran corazón, así mismo damos gracias a Andrea Lezama una joven llena de éxitos de amor y nobleza que Dios te Bendiga.

    ATTE. Marjorie Cortes

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