Texto: Lety Elvir
Ilustración: Pixabay
«¡Jueputa, jueputa, jueputa!», fueron las tres primeras palabras que pronunció don Ricardo años después de aquel accidente automovilístico que lo dejó mudo y parapléjico, que lo aisló del mundo como si estuviera en coma.
Doña Ana no se cansa de repetir entusiastamente, a todo aquel que se disponga a escucharla, los progresos de su esposo; parece una mamá cursi que llora y salta de emoción cuando su pequeño hijo ha comenzado a hacer sus primeros pininos. A medida que el tiempo pasa, don Ricardo va ampliando su vocabulario aunque nadie lo entiende, excepto doña Ana. Las primeras tres palabras pronunciadas en el día de su despertar son las únicas inteligibles para el resto de la familia.
Contra todo diagnóstico, don Ricardo ya colabora cuando su esposa lo está bañando, pues su lado izquierdo funciona más o menos bien, es el lado del corazón, por eso los vecinos ahora lo llaman don Ricardo, Corazón de León. Sin embargo, todavía no puede ponerse los supositorios ni contener la baba que permanentemente gotea, mucho menos golpear con la escoba a doña Ana cada vez que esta regresa tarde cuando sale a la calle.
También ha aprendido a torcer la boca (hacia el lado izquierdo), a arrugar la cara (del lado izquierdo) para reclamarle a su esposa si la casa no ha sido barrida y trapeada, o si no le da comida al tiempo que siente hambre, o cuando los celos le riegan ponzoña en toda su existencia.
En este último caso a doña Ana le entra musepo, cólera y los tristes recuerdos de cuando él estaba sano y la maltrataba. Entonces ella lo queda viendo fijamente a los ojos, se le acerca despacio como felina al ataque, se inclina sobre el rostro de él con mirada sarcástica y le grita: «Sí, vengo de ver al otro, él sí que me trata bien, me da el dinero de su pensión, no es mujeriego como usted, ni me hace todas las pillerías que usted me hizo cuando joven. Por eso vine tarde, él me hace sentir una señora, me toca, me acaricia y no es como usted que nada puede hacerme, por eso vine tarde, ¿y qué? Además, yo no soy su criada, ¿por qué no barre usted?».
Don Ricardo, al oír las frases de su esposa, se adueña de la escoba que siempre mantiene al lado izquierdo de su silla de ruedas y con el brazo izquierdo la lanza contra doña Ana, que ya se ha alejado de él; no le atina, el golpe no llega hasta donde lo proyectó. Entonces don Ricardo, Corazón de León, no tiene más alternativa que blandir de manera amenazante su brazo izquierdo y gorjear las tres palabras mágicas: «¡Jueputa, jueputa, jueputa!»
Doña Ana reaparece y sonríe vengativa, se sienta enfrente de su esposo, en la mesa del comedor, y comienza a contar un rollito de billetes, que don Ricardo cree que le dio el otro. Se levanta, busca un bolígrafo y comienza a hacer la lista de medicinas y otras cosas que necesita comprarle a su esposo.
En la oficina bancaria todos saben que doña Ana regresa tarde a su casa algunas veces al mes, porque las filas para pagar los servicios públicos o cobrar el raquítico cheque de la pensión de su esposo son más largas de lo esperado, a pesar del rótulo de preferencia para los de su edad.
«¡Jueputa, jueputa, jueputa!», sigue murmurando don Ricardo, Corazón de León.
Este cuento forma parte del libro Sublimes y perversos (2005).