Texto: Daniel Fonseca
Ilustración: Stefany Fonseca
Casinunca teníamos un balón para jugar en los recreos. No es que solo jugáramos durante los recreos. Se jugaba antes de entrar al salón y se jugaba al salir. Si teníamos suerte —o si la fabricábamos nosotros— también nos solíamos escapar de nuestras clases de Educación Cívica para correr y darle a la pelota. En este país, Honduras, todos crecimos cristianos, pero los partidos de fútbol son el verdadero primer acto al que nos entregamos con devoción; y para muchos de los niños a los que conocí en canchas empolvadas a orilla de calle, ha sido el único.
Con el tiempo, el fútbol se mezcla con la religión y también con la política en un solo coctel del que nos recuerdan constantemente «no beber», porque hace mal al cuerpo y es terrible para las reuniones familiares: «En la mesa no se habla de fútbol, de religión ni de política». Pero solo de eso hablamos, porque ¿de qué más se va a hablar?
A mí no me gusta el fútbol por pura mala suerte, porque me hubiera ahorrado un par de disgustos si me gustara aunque sea un poquito, aunque sea por entender las pláticas de mis colegas y compañeros cuando discuten por qué Maradona es objetivamente mejor que Messi o por qué el Barcelona de Pep Guardiola es «el mejor que ha habido». No me gusta el fútbol por un accidente sociológico. El amor por el deporte rey se pasa, tradicionalmente, de padre e hijo, y mi padre tuvo el defecto histórico de no tener papá. Al menos —me consuelo— no me heredó también esa tradición, la del padre ausente, aunque el deporte se nos haya quedado en el camino.
No me gusta y no es por falta de intentos. Mis recreos también fueron de darle a la pelota, aunque con menos devoción que mis amigos, y con bastante menos habilidad. Cuando no había balón propio, jugábamos con pelotas de plástico de seis lempiras —medio almuerzo en aquel entonces—. Cuando no teníamos pelota, jugábamos con botellas de refresco y, cuando ni siquiera eso había, recuerdo un par de veces intentar jugar con los tapones de botellas o cualquier otro objeto que pudiera aguantar las patadas. Pero se jugaba fútbol en el recreo de la misma forma en que se va a misa los domingos: por devoción, por tradición o por inercia.
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La pelota provoca pasiones como pocas que yo haya visto. Durante mucho tiempo mi disgusto por el deporte, arropado en arrogancia, ocultaba los celos de alguien que jamás había experimentado la alegría histérica de ver a su equipo remontarle a un grande, como David a Goliat, contra todo pronóstico. Los argentinos, por ejemplo, que ven el 22 de junio del 86 como el día en que Dios bajó del cielo con el único objetivo de humillar a los ingleses. Para muchos, Maradona sigue siendo un ícono, luego de tantos años, luego de tanto. Ídolo de barro, quizá, pero ídolo al fin y al cabo.
También está la amargura, profunda, hiriente y recalcitrante de perder. La furia de la humillación que arde en el pecho y que provoca esa sensación de «Rompamos todo». Yo la veía siempre desde lejos, feliz de no ser parte —a veces triste de no ser parte— en la escuela y en el colegio, cuando alguien trataba de fingir que no metió la mano para tapar lo que claramente iba a ser gol, o cuando alguno le hacía una barrida muy obscena al otro y el «rompamos todo» crece hasta que estalla. Luego, se calma. Y después siempre, siempre, se repite.
Desde que recuerdo, la violencia también ha sido parte del fútbol; puede que esté en su ADN —«la competitividad»—, o tal vez es solo la manifestación de conflictos más profundos de clase y género que se materializan con el fútbol como catalizador. Cuando estás intentando esquivar los golpes puede ser cualquiera de las dos, eso no importa tanto.
En agosto de 2019, un grupo de supuestos barristas del Motagua asesinó a tres hinchas del Olimpia a las afueras del Estadio Nacional de Tegucigalpa —Tiburcio Carías Andino en aquel entonces, ahora rebautizado como José de la Paz Herrera Uclés—. A veces pienso en ese día y en cómo los colores de sus camisas no importan ya, todas terminaron manchadas de sangre. La escena, una catarsis violenta que escandalizaría hasta a los medios más amarillistas —aunque no lo suficiente como para frenarse de pasar las imágenes en primetime—, era tan terrible como familiar. Me enteré al día siguiente cuando un grupo de amigos veía el video a pantalla completa en una página de noticias:
–¿Qué pasó?
–Es que hubo partido.
No se saben las razones de cada conflicto individual por el cual estalla la violencia entre las barras y, como casi todos los conflictos del país, tampoco es que haya respuestas simples. Unos culparán al alcohol, a las drogas o hasta a las pandillas; los barristas entran con los ánimos ya caldeados, listos para la celebración o listos para la guerra, y me pregunto si los demás salimos con lecciones aprendidas.
Durante gran parte de mi vida justifiqué el que no me gustara el fútbol por eso, por la violencia que parece infundir en las personas. Pero, aunque en Honduras sobran los ejemplos, no es un fenómeno local. Al final del día, ¿qué culpa tiene el deporte? Incluso los barristas lo saben, y por eso intentan, con mayor o menor éxito, mitigar la violencia y llegar a los estadios a compartir la pasión por el deporte, el disfrute de la victoria o la frustración punzante de la derrota. No se me ocurre nada que me haga arder el pecho como para irme a los golpes. Casi siempre me alegra que sea así, casi.
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El fútbol callejero tiene varias reglas no escritas que todos en cualquier país futbolero podemos entender. El partido se termina cuando el dueño de la pelota se enoja y se va, los marcadores de 20-58 son normales, las niñas no juegan —¿las niñas no juegan?—, los niños gordos son porteros, los niños torpes son defensa. Ser un niño torpe y gordo me daba la flexibilidad de probar varios roles y quedarme con el que se ajustara a mi estado de ánimo ese día. Los defensas solo tienen que «despejar», recibís la pelota y le pegas lo más fuerte que podás en dirección a la portería del contrario. Un trabajo lo suficientemente fácil, pero a mí me gustaba ser portero, sobre todo porque la mayor parte del tiempo no había que hacer mucho. La guerra se jugaba al medio, uno solo era el espectador más privilegiado. Ahora, solo había un problema: me aterraba la pelota. Y la pelota, tarde o temprano, llegaba.
No era el único. Empecé a notar que era un miedo compartido entre las niñas, que habían sido desterradas a las esquinas del patio de recreo. También lo veía en las maestras, que mandaban en sus salones como generales del ejército pero que se veían tan pequeñas en los recreos patrullando juntas y en formación, y, sobre todo, cuando un balón rodaba cerca de ellas y salían volando como palomas.
En esas condiciones no se puede jugar. Así que dejaron de invitarme. Y quizá ahí esté la respuesta, eso explica por qué no me gusta el fútbol. Pero no. Quienes compartían mi falta de habilidad —o hasta mi miedo— miraban religiosamente los partidos del domingo o se gastaban el dinero de la comida en sobres de vistas para llenar el álbum del mundial. No podía ser eso, tiene que ser algo más.
Más o menos por aquel entonces empecé a pasar más con las niñas, que invertían su tiempo en juegos que por aquel entonces me parecían más interesantes. Primero habían forjado sus grupos con el terror como catalizador y, después, con algo que ahora se llama sororidad. A muchas de ellas sí les gustaba el fútbol, pero en la cancha había un pacto entre hombres, y no nos habían invitado.
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En Quora, un foro donde la seguridad del anonimato permite hacer consultas sin miedo al ridículo, alguien se atrevió a preguntar: «¿Por qué soy hombre y no me gusta el fútbol?».
Una usuaria responde: «Qué gilipollez. Pq no a todo el mundo le gusta lo mismo. Yo soy mujer y me aburre ir de compras». El algoritmo de la plataforma considera que para quienes tengan la misma inquietud les puede interesar también «¿Por qué a los gays muchas veces no les gustan los deportes como el fútbol?», «¿Por qué el fútbol de las mujeres es tan poco apetecido entre los amantes del fútbol?».
Nadie se ha preguntado por qué en las escuelas, en los parques y en las iglesias la cancha ocupa el mismo espacio, si no es más, que todo el resto de las cosas. Eso es lo que yo me preguntaba de niño. ¿Por qué?
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Ahora, a pesar de todo esto, tengo un partido favorito. Mi partido favorito fue Uruguay contra Ghana en el Mundial de Sudáfrica de 2010. Aquel mundial en el que «la H» volvió por primera vez desde España 82, aquel en el que Honduras, tan chiquita, volvió a estar entre los más grandes, aquel en el que Shakira cantó el «WakaWaka»; y en el que la selección de fútbol de Holanda vivió, una vez más, la maldición del casi-pero-no y, finalmente, aquel en el que Andrés Iniesta se volvió héroe nacional en España.
Ví el partido con mi mamá, que el fútbol le gusta mucho menos que todos en mi familia licuados, pero aquella tarde se sentó conmigo, y se emocionó conmigo. Aunque no sabíamos nada de los equipos en disputa, pudimos intuir que se trataba de un evento histórico. Ghana fue la primera selección africana en llegar a unos cuartos de final de un mundial y Luis Suarez salvó a su selección con una mano dentro del área que le costó la expulsión y un penal, pero no el partido. Sorprendemente Ghana erró aquel penal provocado y necesario que cometió Luis Suárez. El mismo Luis Suárez fue enfocado saltando mientras se iba a los camerinos. Él, el expulsado, el que ya no estaba ni en el partido, era el verdadero héroe. Nunca había visto nada igual, nunca he visto nada igual. Y creo, por lo que vi en mi mamá, que ella tampoco.
A veces, cuando juega la selección y mis vecinos me avisan con gritos, cuetes o hasta tiros que metimos un «Goool», suelo cambiar rápido el canal para ver la hazaña. Y, aunque no me guste el fútbol, no puedo evitar, en el fondo, muy en el fondo, sentirme un poquito feliz, un poquito orgulloso y un poquito nostálgico justo antes de volver a cambiar de canal.