Estos días difíciles

Texto: Xavier Panchamé
Ilustración: Pixabay

Sin un rescoldo de cariño, Jimena se marchó de la ciudad. Se puso los mitones azules para despistar a los avergonzados poetas que relamían con versos melancólicos a las jóvenes que no llevaban anillo en el dedo vena amoris. De las brasas, al incendiarse su casa, sólo rescató una amarillosa edición de El reino de este mundo. Nada la detuvo. No vaciló. Sacudió los tenis y cogió el primer bus de la madrugada y ya cuando el reloj había marcado las seis, ella había llegado a San Pedro Sula; seguramente con una risa vomitiva, con los pensamientos agitados por una vorágine de diálogos inconexos. Una hora de viaje le alcanzó para reponer los sinsabores del día anterior. Sus facciones no acaparaban sonrisas amistosas, con una brama voz, discurría, no en cuestiones baladíes, sino en consideraciones admirables. Con reiterada seguridad hablaba de los epígrafes de la obra carpenteriana.

Mirémosla sentada en una silla de plástico. Levanta la mirada y logra contar nueve pequeñas siluetas asomándose al cristal de las ventanas del tercer piso de un edificio para inspeccionar el desbarajuste que tienen los vendedores de frutas. Los viandantes, que los vieron arrimados al vidrio, estupefactos, mugen. A más de alguno les parece ver un cuadro cómico. 

Aquellas siluetas con narices deformadas de cara al vidrio tenían miedo. No se les veía bajar o abrir la puerta del edificio. Permanecían en perpetuo silencio, encerrados.

Aquella escena recordaba a los personajes del afiche surrealista de Amarcord que Federico Fellini pidió en una carta a su amigo Giuliano Gélena. Una ligera capa de polvo borraba repentinamente los rostros de los hombres. Un asesino permanecía probablemente oculto entre los cubos de los edificios, pensó Jimena cuando pasó por la calle y vio a los niños desnudos, arrimando sus manos pálidas a la ventana. Había que desviar la mirada unos grados a la izquierda y encontrarse con un callejón eminentemente solitario. Nadie más que las ratas asomaban sus narices entre el olor nauseabundo del repollo y los tomates. De modo que Jimena daba siempre la vuelta a la cuadra para ir al mercado. Aunque demoraba más tiempo, ella prefería hacerlo así. Aprovechaba a comprar tortas de piña cada día después del trabajo en la repostería de la esquina. Eran sus favoritas. Succionaba el aroma a pan horneado como una aspiradora descompuesta y esto era porque desde dos años atrás la pulmonía venía desgastando su vida. La dueña de la repostería tenía un aspecto fúnebre y orquestal, odiaba a las personas que preguntaban por todo y no compraban nada. Aquella tarde decembrina, con voz pausada y melancólica, Corina le dijo a Jimena que cerraría el negocio porque se iba de viaje a México. Cuando Corina, en una tarde lluviosa y con olor a pan, expresó frente a los clientes el verdadero motivo del impuesto de guerra, todos maldijeron. 

–¿Y cuándo tiene vuelo para México, Corina?

–Tengo que vender unos cuantos pasteles para comprar el boleto.

        Entonces Jimena decidió elaborar un afiche y pegarlo en la escuela donde trabajaba. Los primeros dos días nadie preguntó ni se acercó a la repostería. Así que cambió de estrategia y llevó rebanadas de una tarta de fresa a los estudiantes. Con esto se animaron y hurgaron las costillas de sus padres hasta que los llevaron a la esquina. 

Jimena decidió escribir una novela poniendo a aquella panadera como protagonista. Había reunido los adjetivos y los verbos suficientes para ordenarlos en una historia, cuidando de hilvanar el argumento y no dando pie a las incongruencias y discontinuidades del texto. 

–Si esto mejora, creo que me quedaré un rato más con la repostería.

Nunca antes había vendido tanto mis pasteles y los bizcochos de zanahoria.

–¿Y pagará los impuestos, entonces?

–¡No! ¿Y por qué tengo que dar mi dinero a esos rateros? Yo me lo he ganado. 

–¿Qué hará si llegan a amenazarla? 

–Les diré que no tengo pisto. 

–¿Y le creerán?

–Me da lo mismo. 

        No pensó en convencerla. Aquella terquedad era aceptable. Corina había llegado de El Salvador en una época convulsa y con los pocos recursos montó una tienda con ventas de postres en la acera de esa misma esquina, y con la ganancia compró el local a otro salvadoreño que había decidido huir a México. 

        Fuera de la repostería los vendedores de película peleaban por un cliente que averiguaba únicamente el precio de Star Wars: El despertar de la fuerza. Otro niño le bisbiseó el precio más barato de la misma película en la otra esquina, a la vuelta del punto de taxis. El señor de aspecto provinciano musitó un agradecimiento que se perdió entre los cláxones de dos buses atravesados en la calle, por una moto mal aparcada, y los silbidos de transeúntes anoréxicos que vestían jeans opacos, descoloridos quizá, ahorcándoles los tobillos, arrugados de la entrepierna, y sueltos de la cintura a modo que les colgaban del culo una botija de barro. Cuando la puerta se abría un «tumba la casa, mami» se colaba rápidamente y ahogaba su lectura de El acoso. Dafne, la barista del local, desprendía un aire tosco igual o mejor que Corina, sólo que aquella era joven. Atendía con amabilidad a los asiduos que ocupaban las mismas sillas todos los días. Sin importar la cara de perro hidrófobo que traía, ella los calmaba con una sonrisa fingida; este mismo gesto secretaba en sus recuerdos los veintiocho lienzos que conforman El coloquio de los perros de Sofía Gandarías.

Jimena no sabía en qué momento las noticias del periódico le habían resultado aburridas, al principio simpatizaba con el dolor de los familiares que sufrían al ver el retrato o la foto de sus parientes; en menos de un año había contado 206 homicidios entre hombres y mujeres, únicamente en tres ciudades: El Progreso, San Pedro Sula y Tegucigalpa. La vida era un frasco de vidrio puesto en una rampa de feria, rogando a Dios que no nos dispararan. Prodigiosa habilidad habían adquirido, exactamente una sensación inefable versaba cuando leía los periódicos dispuestos en un estante a la entrada del local. Vivían expuestos a la muerte. Temían acabar tirados en cualquier callejón. Nadie estaba en paz. Ningún lugar era seguro. El terror sobrevolaba con rapidez por los alrededores.

Compró un café para refugiarse del sol ese sábado de los desfiles. De los clientes salían risas falsas como torres de humo. Nueve señores conversaban sobre la ropa roída que salían de los fardos en la tienda de enfrente. Asumían un rol de intelectuales. La historia que contaba uno de ellos la repetía con prudencia, añadiendo un dato o cambiando el desenlace. Cuando el resto de sus amigos sonreía, para el mundo o para él, el establecimiento diluía sin descanso las áridas miradas de los demás. 

–¿Después del pastel?

–¡Ajá! 

Todo iba bien hasta que dos sujetos llegaron a la repostería. Uno se quedó en la misma mesa con Jimena y el otro llegó hasta la caja registradora, y sacó un pistola sin apuntarla. 

–¿Entonces? ¿Pagan o qué? No estamos jugando. Acá te palmamos si vos no querés pagar. O te damos otra opción: te vamos a prestar treinta mil varas y nos los devolverá con impuesto. 

–¡Que se vea el dinero! –dijo Corina.

Y el otro sujeto se levantó, salió unos segundos, se metió en un turismo Toyota y después volvió con una mochila negra. 

–Acá pues. Cualquiera de los dos pasará cada quince. Ya sabés, si no lo tenés, te dejaremos en las cañeras.

Regresó el café a las bocas, los anillos de bodas a los dedos, el reloj a los dueños, las pulseras de oro a los cuellos pálidos y la respiración pausada a los pulmones de Jimena. 

Corina lanzó una mirada afligida desde la vitrina de pasteles y dijo: «Estos días difíciles».

Sobre

Licenciado en Letras con orientación en Literatura y profesor en UNAH-VS. Publicó Sombras de nadie. Cuentos (Mimalapalabra, 2020). Coautor del libro Antología básica de Oscar Acosta (Edit. Universitaria, 2015) y de «No hay esperanza para un negro», parte de la antología Doce cuentos negros y violentos (Mimalapalabra, 2020). Colabora para las revistas digitales Tercer Mundo (Honduras) y Mimalapalabra. Actualmente, cursa la maestría en Literatura Centroamericana en UNAH.

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